La mujer podrida (3)

Carmela enciende un cigarro y da una bocanada larga, saboreando el humo que penetra en sus entrañas hasta ennegrecerlas. Cuando exhala le sorprende un golpe de tos, a pesar de que la fragilidad de su cuerpo hace ya tiempo que ha dejado de sorprenderla. Se queda un rato pensativa, sin querer mirar a la rubia para que no la importune con su impaciencia. Por el rabillo del ojo la ve inquieta, removiéndose levemente en la butaca que está frente a ella. Forman una extraña pareja: Carmela, borracha y consumida, sentada con las piernas abiertas, en una mano un cigarrillo y en la otra un botellín de cerveza caliente; Sonia, delicada, elegante, de maneras refinadas, se sienta con las piernas cruzadas y ligeramente inclinadas a un lado. A simple vista no tienen nada en común, sin embargo, Carmela está convencida de que tras esa fachada, Sonia está tan podrida como ella. Da un trago a su cerveza mientras decide cómo abordar a la rubia. Lleva tanto tiempo esperando este momento que no puede estropearlo ahora, si no consigue que Sonia la ayude, ¿quién sabe cuándo se presentará otra oportunidad? Ella es perfecta para su plan, pero, ¿cómo va a explicárselo? ¿Cómo va a manipularla para llevar a cabo sus propósitos? Un carraspeo de Sonia la saca de sus cavilaciones. Ahora o nunca-se dice.
-¿A qué te dedicas?- pregunta sin mirar a la chica.
-Soy abogada. ¿Y usted?

Carmela se ríe a carcajadas y sólo entonces se atreve a mirarla.

-¿Tú que crees?-le responde.
Sonia medita un momento, mientras observa a la mujer que tiene ante sí. No podría decir claramente la edad que tiene, pero no importa. Es vieja, es una vieja. Tiene la piel seca, de un extraño tono bronceado que se acentúa en la parte inferior de sus piernas, con los tobillos algo hinchados. En su cara, su boca esboza una mueca agridulce; y en los ojos, tras la mirada provocadora se adivina un poso de tristeza profunda. Sonia baja la cabeza, pensativa, tratando de imaginar si Carmela siempre ha sido así o si en algún momento de su vida su carne y su piel contaron lozanas la alegría de la felicidad. Al verla así, decrépita, con su torso trabajando para arrancar un poco de vida a cada respiración, atina a musitar un tímido “lo siento”, disculpándose por su torpe pregunta.

-No lo sientas. Me gusta la gente con mala leche.
-No pretendía…
-Claro que pretendías- interrumpe Carmela.- Soy una enferma. Antes era ama de casa, lo fui muchos años, pero ahora ya no. Ahora sólo soy una enferma. Una borracha y una guarra…y alomejor dentro de poco soy otra cosa peor, pero ya hablaremos de eso.

Sonia se queda extrañada ante esta última afirmación, pero no dice nada, así que Carmela prosigue:

-Me imagino que te preguntarás si siempre he sido así. La respuesta es no. Hubo un tiempo en que fui una persona normal, una mujer normal y corriente, con mi marido, mi hija, mi casa…Esta casa, que ahora la ves así, no siempre estuvo sucia, las cosas fueron nuevas una vez. Y eran tan bonitas.- Sonia siente la amargura en las palabras de Carmela.-Yo también fui nueva una vez, pero hace ya tantos años de eso…
-¿Y qué le pasó?
-La vida. Me pasó la vida.- Carmela da un par de bocanadas a una colilla que se resiste a apagarse.- Las mujeres somos tontas, niña. De chicas nos vienen con muchos cuentos…que si las princesas, que si comieron perdices…bah, ñoñerías. Anda, dime la verdad, ¿a qué tú también has soñado alguna vez con vestirte de novia y casarte con uno de esos príncipes?-Sonia agacha la cabeza y se sonroja un poco, le molesta parecer tan infantil, aunque finalmente responde vagamente que sí.
-Claro que sí. Al principio todas somos así. Todas pensando en que va a venir un hombre a rescatarnos.
-Yo no pienso que tenga que venir ningún hombre a rescatarme.-protesta Sonia.
Nooooo, claro que no. Tú eres moderna.-se ríe Carmela.-Anda, cállate y deja de hacerte la interesante. Aquí no hay nadie más que yo. A mí no me engañas, yo puedo ver cómo eres. Yo veo debajo de la ropa cara y de tu pinta de mojigata. Ya te lo he dicho, yo puedo ver que estás podrida.
-¡Estoy harta! ¿A qué se refiere con eso? Es lo único por lo que he venido. Dígamelo ya y déjeme en paz.
-Te lo diré cuando quiera. Ahora escúchame.-responde Carmela mientras apura el botellín de cerveza.- Al principio somos todas iguales ¿sabes?. Todas pensando que vamos a vivir como en los cuentos. Y mírame, mira esta casa…¿te parece que aquí hay algo de cuento? Mi hija se fue a Madrid hace ya muchos años. Algunas veces llama, pero casi nunca quiere hablar conmigo. Yo sé que con mi marido habla, pero conmigo no quiere. Yo soy una borracha, conmigo ya no habla nadie. Yo la parí, le di de mamar, la llevé al colegio, la cuidé cuando se ponía mala, le preparaba la comida…lo que hace cualquier madre, vamos. Y ahora, ahora se avergüenza de mí. Los hijos nunca llegan a corresponder el amor de las madres…y las hijas menos aún.
-¿Y su marido?
-¿Mi marido?- responde Carmela con desprecio mientras enciende otro cigarrillo.- Mi marido es maricón. Sí, maricón, no me mires así.
-Pero…
-Pero nada. Mi marido lleva más de veinte años sin tocarme. Antes dormíamos juntos, pero desde que se fue la niña a estudiar a Madrid ya ni eso. Y antes de eso tampoco es que folláramos muchas veces.-La mujer mastica las palabras, tratando de arrebatarles el tono de tristeza que las impregna. Se queda un rato callada, meditando, sumida en la pena que embarga la vida que una vez se le torció y ya no pudo volver a recuperar.
-Al principio yo no me di cuenta.-prosigue.- Él se portaba como el marido perfecto: cariñoso, atento…un hombre bueno. Tonta fui yo que me creí que había hombres buenos. En realidad siempre hubo algo raro; desconfía de los hombres que no tienen apetito. Los hombres son cazadores, niña…y nosotras somos presas. Ahora lo veo, pero entonces me creía sus excusas, los dolores de cabeza y esas mentiras.
-Pero usted ha dicho que tiene una hija.- Carmela se percata de que la rubia aún sigue tratándola de usted. La mira levemente, calibrando el influjo que parece ejercer sobre ella. , se dice a sí misma, esto podría funcionar.

-Ah, mi hija…-prosigue.-Él y yo follamos unas cuantas veces, poco y mal. Y de ahí nació mi hija. La quisimos eh, de niña la quisimos mucho. Yo menos, porque siempre sentí celos de la relación que tenía con su padre. Había algo ¿sabes?, un vínculo, yo que sé, algo que yo nunca podía tener con él. Me daba envidia, porque ni él ni ella me querían a mí de la misma manera. Mi hija… la hija puta ha sido siempre una traidora.
-¿Cómo puede hablar así de su hija?

Carmela elude la pregunta, enciende otro cigarrillo y con sus manos podridas juega con el mechero. Es un mechero barato, de plástico, de esos de propaganda de cualquier bar cutre de barrio. Al mirarlo, en silencio, a Sonia de repente la embarga una terrible sensación de pobreza. Piensa que todo lo que rodea a Carmela es terriblemente cutre, incluida ella misma, la propia Sonia. Allí sentada, frente a frente con esa mujer en el declive de sus días, se siente desnuda. Ni sus ropas ni su maquillaje le parecen ahora tan elegantes. Se le antojan caprichos de niña pretenciosa. Se siente vulgar. Y un escalofrío acompaña al pensamiento de que con todas esas cosas sólo ha construido una fachada para ocultar la sensación de soledad que la acecha. Se pregunta cuánto tiempo lleva sintiéndose sola y qué tiene Carmela para despertar de forma tan desgarradora ese sentimiento. Sonia mira a la mujer y la ve, por primera vez, tal cual es. Enferma y cruel, borracha, guarra. Triste. Podrida.

-¿Sabes cuántos años me he pasado yo queriendo que mi marido me quisiera?-prosigue la mujer en un tono desposeído de emoción.- Al principio lo justificaba. Me esforzaba en creer sus excusas y sus mentiras. Yo lo intenté mucho, de verdad, intenté mucho tener la vida de cuento. Y luego se fue mi hija y entonces ya fue imposible engañarme. El mismo día que se fue, él se cambió de habitación. Ya no hubo dolores de cabeza ni otras historias. Sólo hubo noes. Y yo, tonta de mí, aún así pensaba que era culpa mía, que no sabía cómo seducirlo ¡Hasta pensé que había otras! Y ahí empecé a beber. Y cada vez que tenía ganas de llorar bebía.
-¿Por qué no lo dejó?
-Porque seguí esperando que me quisiera. Quise pensar que las cosas se iban a solucionar. Y un día, cuando fui a llamarlo para cenar, ahí lo pillé con el ordenador, mirando fotos de tíos.
-¿Y qué le dijo?
-Nada. Él se hizo el tonto y yo me hice la borracha.
-Pero…¡con el carácter que tiene usted!
-Bah…eso es ahora. Antes era más tonta, más inocente. Ahora soy diferente. Ya no me queda nada de la mujer que era. Entre el alcohol y mi marido se lo llevaron todo.
-¿Y ahora?
-¿Ahora qué?
-¿Por qué no lo deja?
-Ay, ¿y dónde voy yo ahora?
Sonia baja la vista, tratando de buscar una solución para Carmela.
-Yo me muero, niña. Los médicos no lo dicen, pero yo lo sé. Lo siento. Mi cuerpo está tan podrido que ya no lo esconde. ¿Adónde voy yo, borracha y moribunda, si lo dejo?
-Entonces, ¿qué quiere hacer?

Carmela agarra un cigarro y le da una calada podrida y larga. Entre el humo, sus ojos oscuros y tristes le devuelven a Sonia una mirada podrida. Con voz severa, Carmela responde:

-Matarlo. Lo que yo quiero es matarlo. Quiero que me ayudes a matar a mi marido.