La Otra
Yo he sido la otra. No, esa otra no. La otra que yo he sido no es una de esas que andan con hombres casados mientras las esposas recogen las migajas, lavan la ropa y llevan a los niños al colegio. Todo lo contrario. La otra que yo he sido, la que fui, es la olvidada, la expoliada. A mí me robaron mi vida y no me dejaron ni siquiera el derecho a ser la protagonista de mi historia. De mi historia, de mi historia, sólo fui el objeto de las burlas. Quizá ya sepas de lo que estoy hablando, seguramente lo habrás leído, se publicó en todas partes. Es curioso porque una pensaría que, desde que sucedió, nadie me preguntaría por otra cosa, pero no, la gente solo me mira y murmura. Me saludan y me sonríen, me preguntan que qué tal…me tratan con ese afecto fingido que se le dispensa a los que les ha ocurrido una tragedia que para los demás tiene un punto cómico, pero, al final, nadie me pregunta por mi parte de la historia. En ese momento, cuando pasó, sí me preguntaron, pero yo no quise hablar, no pude. ¿Cómo iba a poder? Cuando la prensa me llamaba o me abordaban por la calle, en realidad no querían escucharme, sólo querían reírse de mí y que no les estropeara el titular. Y en casa, con mi madre y mi hermana o con mis hijos, en aquel entonces, yo sólo podía llorar. De todas formas, mi familia nunca preguntó nada. No hacía falta, ya lo habían visto todo por la tele. Y ahora me encuentro con que ya nadie quiere saber de mí. Los pocos que me dicen algo solo me repiten que siga adelante. Como si yo me hubiera quedado parada. No, yo me levanto todos los días, voy a trabajar, al súper, a las reuniones de la AMPA. Hago todo eso y finjo que no escucho los murmullos, pero, en el fondo, yo siento que me lo han quitado todo, hasta el derecho a que la otra fuera la otra y no yo. Ni siquiera eso, ni eso, me ha correspondido.
El viaje a Nueva York me lo había regalado Paco por el aniversario de bodas. Se me hace raro ahora decir su nombre porque yo trato de no hablar de él ni verlo ni nada, pero si voy a contar lo que pasó, lo que me pasó a mí, qué más da entonces decir su nombre. Como decía, el viaje a Nueva York me lo había regalado por el aniversario. En realidad, lo habíamos pagado los dos, pero era una ilusión que yo tenía de mucho tiempo atrás. Nosotros estábamos bien, éramos como cualquier otra pareja que lleva unos años de matrimonio y tiene dos hijos pequeños, a pesar de que luego, él, cuando contó la historia a la prensa, dijo que bueno, que había algo de monotonía. Y todo el mundo entendió que la monotonía era yo. Qué injusto, de verdad qué injusto. Lo más irónico de todo es que él no quería ir al MOMA. ¡Si a él no le gustan los museos! Al menos entonces no le gustaban, ahora ya no sé ni qué le gustará porque, la realidad es que cuando te separas, de repente es como si ya no conocieras a la otra persona. O quizá es que empiezas a conocerla de verdad. Yo creo que esa es una de las lecciones más crueles que te puede enseñar la vida. Cuando te divorcias, al final, toda la intimidad y todo el amor que había, eso ya no vale nada. Todas las promesas y las palabras cariñosas se consumen hasta no ser más que cenizas, basura. Y tu marido se convierte en un extraño, peor que un extraño, mientras tú te preguntas cómo es posible que antes os quisierais.
Aquel día, en Nueva York, como a él no le gustan o no le gustaban los museos, estuvo toda la mañana lenteando, ya sabes, retrasando todo innecesariamente, tratando de conseguir que a mí se me quitaran las ganas de ir al MOMA. Pero yo aguanté y al final fuimos. Ahora, algunas veces, me pregunto qué habría sido de nosotros si no hubiéramos ido. Qué habría pasado si en lugar de ir al museo hubiéramos ido al estadio de los Knicks como él quería. La mayoría de la gente no se da cuenta de cómo un solo momento, una decisión tan nimia, puede cambiar el rumbo de una vida.
En el MOMA él estuvo fundamentalmente aburrido. Iba por las salas deambulando perdido, sentándose a cada rato mientras yo me paraba a contemplar algunas obras.
―Cristina, ¿tú de verdad entiendes esto? ―me preguntaba a cada rato.
Yo le contesté que sí, que más o menos, pero la realidad es que el arte moderno es muy difícil de entender. Llevaríamos ya una hora y pico y ya hasta yo empezaba a estar algo aburrida, pero justo en ese momento vimos que mucha gente comenzaba a entrar en una sala de las de exposiciones temporales. Al parecer, había una artista serbia que estaba haciendo una performance.
― ¿Vamos? ―le pregunté.
Él torció el gesto, pero me siguió cuando eché a andar. Todavía hoy me tiemblan las manos al recordar ese momento, ese segundo exacto en el que se bifurcaron los caminos. A un lado, salir del museo y volver a mi vida de siempre junto a mi marido. En la dirección opuesta, en esa sala de exposiciones, el camino que me condujo a ser la otra. Entramos en la sala y allí estaba ella, la artista. El cabello negro, largo y furioso, la tez pálida, los ojos oscuros, el cuerpo delgado, pero firme; con aquel vestido largo y blanco que se le ceñía al cuerpo ―como una novia―, descalza. Era una presencia fascinante ―lo admito―, allí sentada, con todas las miradas prendidas en ella.
La performance era una tontería, ¿acaso no lo son la mayoría de las performances? Ella estaba sentada en una silla, con las manos en las rodillas, y justo en frente había otra silla vacía. Cada cierto tiempo alguien del público se acercaba y ocupaba el asiento vacío. Entonces un reloj se ponía en marcha y durante un máximo de diez minutos se miraban a los ojos, sólo eso, mirarse a los ojos.
―Buah, menuda tontería ―me dijo Paco. Y se fue a sentar.
Yo al principio pensé que era una broma, pero no, se sentó de verdad. Los primeros minutos me sentí un poco abochornada, viendo a Paco allí sentado mirando a aquella mujer, mirándose con aquella mujer. Pero luego, no sé en qué momento, yo noté que algo iba mal. Lo noté. De repente, en la mirada de él, algo había cambiado. Lo vi en sus ojos. Vi una chispa, un fulgor que fue creciendo hasta que le llenó toda la mirada que, casi sin parpadear, no se apartó ni un segundo de los ojos de ella. Diez minutos.
Cuando pasó el tiempo, ella, la artista, se levantó y agarró a Paco de la mano. Se besaron allí mismo, delante de todos, delante de mí. La gente empezó a aplaudir y a reírse, comentando con júbilo lo que acababa de pasar. Y ellos dos salieron de la sala caminando tranquilamente de la mano. Yo me quedé quieta, muy quieta, sin entender nada y pensando que si no me movía a lo mejor nadie se fijaría en mí. Lo peor de todo es que en ese momento se me ocurrió pensar que a dónde iba a ir esa mujer descalza. Qué tontería. Paco se acaba de ir con una artista serbia descalza… ¿Y qué idioma se habla en serbia? ―pensé también. Después él le diría a la prensa que, al mirarla, había encontrado en sus ojos un amor más profundo que el océano. Cuando lo pienso me dan ganas de gritar. Yo me quedé allí parada, quieta, mientras la gente iba abandonando la sala, muy quieta, mirando a la nada, perpleja, sin entender cómo era posible que hubiera sucedido lo que acababa de pasar. Por mi cabeza pasaron mil ideas, se me ocurrió que tal vez era una broma. Pero no, yo sabía que no. Lo había visto con mis propios ojos. Lo peor de todo, para mí, es que él ni siquiera se paró a mirarme. Salió con ella, caminando, los dos cogidos de la mano. Ella, con su presencia enigmática, ocupando el lugar que diez minutos antes me había correspondido a mí, tras haber dejado mi vida arrasada.
Cuando pude salir, lo llamé, echa un mar de lágrimas. Me cogió el teléfono. Yo no dije nada, él lo dijo todo. Cristina, lo siento, ojalá pudieras entenderlo. Colgué. Yo no podía entender nada, aunque lo había visto. Luego salió en los periódicos, en youtube, en la tele, en todas partes. Había vídeos grabados por el público. Y a la prensa le encantó la historia: “Artista serbia se enamora de un señor de Ribadeo en plena performance”. Ahí está, ahí lo tienes, el titular ya dejaba claro quién era la protagonista de la historia. Yo era, por tanto, la otra, y me despachaban en media línea: “Él ha dejado atrás su vida en España y a su mujer, que rehúsa hacer declaraciones”. Y ¿qué declaraciones iba a hacer? ¿Que mi marido, que había sido mi novio de toda la vida, me había dejado después de mirar a una loca diez minutos?
Ni siquiera recuerdo muy bien cómo salí del museo y llegué al hotel. Me quedé allí dos días, llorando. Lloré mucho, sentada en el alféizar de la ventana que daba al patio trasero de un edificio de Nueva York. Él, Paco, no vino ni a recoger sus cosas. A la gente le parecía muy bonito que él se hubiera vuelto tan loco como para dejarlo todo en busca de aquel amor insondable que había encontrado en los ojos de una artista. Pero a mí me pareció indignante que no me diera ni tan solo la oportunidad de mirarlo a los ojos y pedirle una explicación. Que me hubiera explicado a mí la gilipollez esa del amor insondable.
Hace poco, hará unos meses, vi una noticia sobre él, era un reportaje, contando de nuevo la historia del museo y qué había sido de él después de haber pasado los años. Ahora viven juntos en Serbia y él se dedica a hacer escultura vanguardista. Paco, haciendo escultura vanguardista.