Había un puticlub en un lugar de La Mancha. Era un local modesto, antiguo, un paraíso noventero en mitad de un desierto postmilenial. Al club Las Vegas lo anunciaban unas luces de neón tan cutres como su nombre, tan cutres como sus chicas, tan cutres como sus asientos de polipiel. Se encontraba cerca de un par de gasolineras, en una carretera transitada en un enorme pedazo de nada. Manolo, el dueño, un camionero retirado, le había puesto el nombre al club después de volver de un viaje a la ciudad del estado de Nevada. Hasta el momento, había sido su primer y único viaje al extranjero. Pasó en la ciudad dos semanas, después de haberse divorciado de su mujer, y regresó cuando no le quedaban ni dinero ni dignidad. Suerte que tenía guardados unos ahorrillos, unas doscientas mil pesetas de las de antes, que cundían mucho más que los euros. A su vuelta, fascinado por el fulgor de la ciudad de los casinos, decidió crear su propia réplica en el desierto manchego. Y así, con la ayuda de su amigo Cristóbal, que le dio un préstamo de la Caja Castilla-La Mancha, comenzó su aventura empresarial.
Mari Reyes era una de las primeras chicas que había llegado al club Las Vegas. Al principio lo que daba más dinero eran las cartas, a ella le parecía que a los camioneros les gustaba el póker más que las putas. Pero, después de algunas redadas, Manolo cambió su modelo de negocio. Ahora, casi veinte años después, Mari Reyes ya apenas se acostaba con hombres. Se dedicaba a ayudar a Manolo detrás de la barra y con las chicas y era la única mujer que podía tocar la caja del dinero. Era la única española del local, que en los últimos años se había llenado de rusas y ucranianas de ojos azules, piernas largas y tetas pequeñas. También había una cubana unos años más joven que Mari Reyes y que echaba las cartas del tarot.
-Mari Reyes mi amol, tu estas destinada a algo grande- le decía Odalys con su acento cubano.-¿Ves?, lo dise aquí en el tarot mija, te ha salido el carro y después el mundo.- Mari Reyes se reía y le respondía que las putas no hacen cosas grandes. -Ay que tontería mi amol, tú tienes un aura muy fuelte, como de mujel importante, no como las putas normales, que tienen auras más flojas mija.
La cubana llevaba más de quince años en España, de los cuales, los últimos cuatro, los había pasado en el club las Vegas. Mari Reyes era una mujer práctica, así que no creía en las predicciones de Odalys. En cualquier caso, le reconocía a la cubana su intuición y su inteligencia. Cuando llegó al club, Odalys, lejos de rivalizar con ella, la única mujer de su edad en el local, la trató con respeto y acató la jerarquía establecida. Mari Reyes ejercía, más o menos, de encargada del local. Cuando las chicas llegaban ella les explicaba las normas, organizaba los turnos, las cuidaba, hacía de juez cuando había alguna trifulca y las ayudaba si había algún problema. Aunque no le gustaban las chicas del este, había aprendido a mantenerlas controladas y dar pocas quejas a su jefe. Cerrar la boca y hacer pocas preguntas le había permitido progresar dentro de un negocio en el que las mujeres no son más que la mano de obra. Así, nunca interrogó a Manolo acerca del modo en el que las chicas llegaban al club. Ella veía los pasaportes guardados en la caja fuerte del local y escuchaba paciente las historias de las pobres niñas cuando lloraban asustadas, recién llegadas a un país y una profesión que les eran desconocidos. Entonces ella y Odalys, las consolaban y les enseñaban los secretos que toda mujer, incluso la menos puta, debe saber si quiere sobrevivir en este mundo de hombres. Así, no había chica del club las Vegas que no supiera que antes de subir a las habitaciones había que emborrachar a los camioneros en la barra del bar. Esto era bueno para el negocio y para las mujeres, que veían facilitado su trabajo en la cama, cuando a la mitad de los hombres no se les levantaba el miembro del que tanto alardeaban y, al poco de intentarlo, se quedaban dormidos. Todas sabían, además, cómo fingir un buen orgasmo, y cómo defenderse de las potenciales agresiones mientras esperaban a que llegasen Manolo y el chico de la puerta.
Aquel jueves de otoño la noche estaba siendo tranquila. Odalys hablaba con la chica nueva, Iryna, una niña de 18 años y ojos azules que venía de Ucrania. Mari Reyes sentía pena por ella, más que por otras de las jóvenes que vinieron del Este. La había escuchado llorar algunas noches, ahogando sus lágrimas en la almohada para que sus compañeras de habitación, las muy putas, no le regañaran por no dejarlas dormir con sus llantinas. La misma noche anterior, cuando estaba dando la última ronda a las habitaciones antes de acostarse, Mari Reyes la escuchó sollozando. Y la fachada de mujer fría e implacable que había construido a lo largo de los años no fue suficiente para frenar sus emociones. Pensó que aquella chica, aquella niña, tendría la misma edad que habría tenido ahora el bebé que una vez abortó, cuando ella misma aún era joven e inocente y pensaba que aquel médico de verdad iba a dejar a su mujer. Pobre de ella, que no se dio cuenta de que los sueños no se les cumplen nunca a las putas. Aprendió aquella enseñanza por la vía dolorosa. Puta y medio gitana, entre otras cosas, fueron los halagos que le dispensó el médico, su médico -aquel que le había prometido una vida mejor-, cuando Mari Reyes le contó que estaba embarazada. Abortó en una clínica que le recomendaron otras compañeras y nunca más volvió a confiar en la palabra de los hombres. Se mudó de ciudad y, tras varios años sin rumbo, se estableció en Las Vegas, Albacete. Cuando escuchó llorar a Iryna, no pudo pasar de largo como en otras ocasiones. Se asomó a la habitación y se metió con ella en la cama. Acurrucó a la niña en su regazo y le acarició la cabeza, le dio besos en el pelo y le secó unas lágrimas que a Mari Reyes se le antojaron tan frías como toda la Europa del este. En murmullos le susurró una nana gitana, y las palabras desconocidas calmaron el llanto de la chica, que se aferró a ella abrazándola con todas sus fuerzas hasta que cayó dormida. Al día siguiente puso a la chiquilla a cargo de Odalys, para que mejorase su español, aunque a la cubana le pidió, explícitamente, que ahuyentara a cualquier cliente que se interesara por Iryna.
La noche de aquel jueves tranquilo no había muchos clientes pero aún era temprano. No serían más de las doce cuando se abrió la puerta. Mari Reyes servía un whisky generoso a un camionero que se besuqueaba con una de las rusas. Y ,al levantar la vista, lo vio: varonil y serrano; el hombre entró encendiendo un cigarrillo, con la camisa abierta enseñando el generoso vello del pecho. Se paró en mitad del bar y miró en derredor. Una de las niñas se acercó, eficiente, a saludarlo. Pero el hombre la vio a ella, la mujer, racial y morena como era Mari Reyes, calé, con las tetas rebosando por el escote. Él apartó a la chica con un gesto suave pero firme y caminó en dirección a la barra mirando a la mujer. Ella sintió un cosquilleo familiar que nacía en su entrepierna.
-Un whisky, morena.
-¿Sólo?
-Con hielo.- Una chica pelirroja hizo el amago de acercarse, pero Mari Reyes se libró de ella con un solo movimiento de cabeza. Le sirvió la bebida al hombre sosteniendo su mirada.
-¿Qué hace una mujer tan guapa cómo tú en un sitio como este?- Mari Reyes le rió el tópico. Le quitó el cigarrillo de la mano, apoyó las tetas en la barra y, exhalando una bocanada de humo, le respondió:
-Anda, zalamero, aquí se viene a otra cosa, no a ligar.
-¿Y a qué se viene aquí?
-A follar…pagando, para que las putas hagamos las cosas que tu mujer no te hace en casa.
-¿Cuánto hay que pagar?-preguntó el hombre antes de dar un sorbo a la bebida.
-Eso depende de lo que quieras. Las chicas son más baratas, pero las mujeres somos más caras.-Él sonrió, mirándola fijamente, alargando el silencio, disfrutando de la excitación del vulgar flirteo.
-Yo no follo con niñas-dijo finalmente.-A mí me gustan las pura sangre.- Mari Reyes se dejó tocar una teta, excitada por la comparación equina. En medio del humo y el whisky miró al hombre y sintió el deseo crecer en su interior. Pensó en cuánto tiempo hacía que no se acostaba con un cliente. Su condición de encargada le había permitido ciertos privilegios, entre ellos, el de acostarse únicamente con los hombres que ella deseaba. Aún así, aunque follara para su propio disfrute, ella siempre se ocupaba de cobrar. En un mundo de hombres, Mari Reyes había conseguido hacer de su sexo fortaleza en lugar de debilidad. Follando por amor, los hombres la usarían; follando por dinero, era ella quien usaba a los hombres.
Ya en la habitación, el hombre se quitó la camisa mientras la besaba con frenesí. Se llamaba Paco y era de Algeciras. Era moreno y olía a macho y a infidelidad. Mari Reyes acarició sus brazos fuertes y desnudos mientras él la despojaba del vestido ceñido que aprisionaba sus curvas gitanas. Le dio la vuelta para tomarla por detrás y le rompió las medias para hacer las bragas a un lado y penetrarla con fuerza mientras la empujaba hacia la cama. Mari Reyes disfrutó de las primeras embestidas y del frenético ritmo animal. Trató de darse la vuelta para mirar al hombre a la cara, pero él se tumbó sobre ella y con una mano firme empujó su cabeza contra el colchón. La violencia la excitó y, al notarlo, el hombre aumentó el ritmo. Le golpeó la nalga y le dedicó un «anda puta» sonoro y contundente que la hizo arquearse de placer. Fue entonces cuando el hombre cogió el cinturón de cuero de sus pantalones. Mari Reyes temió lo peor.
-¡Hijo de puta no me pegues!-masculló. Pero el hombre se apresuró a tumbarse sobre ella y, tapándole la boca con la mano le susurró:
-Esto no es para ti, es para mí. No voy a pegarte. Voy a ponérmelo en el cuello y quiero que tú tires, así que no grites…¿las putas no estáis aquí para hacer lo que mi mujer no me hace?
Mari Reyes se dio la vuelta aún sobresaltada. El hombre estaba de rodillas sobre ella, con el cinturón a medio anudar alrededor del cuello. Por un momento ella pensó en dejarlo allí tirado, empalmado y con el cinturón al cuello. Pero volvió a mirarlo: era como un toro embravecido, sudoroso, jadeante, con los ojos inyectados de placer y el torso fuerte y velludo. El hombre acarició los muslos tersos de ella e introdujo dos dedos en la humedad de su sexo. Mari Reyes volvió a excitarse y pensó que en peores plazas había toreado. Agarró el extremo del cinturón que Paco terminó de anudar con destreza en su propio cuello. Con el primer tirón él volvió a penetrarla con violencia. Se fundieron en un abrazo y, en un trance sexual, Mari Reyes se entregó al goce y a su tarea. Tiró con la misma fuerza con la que el hombre empujaba el pene en su interior, y la escena fue un escándalo de jadeos, murmullos y golpes. La gitana gritó de placer en varias ocasiones mientras el hombre la azotaba, la golpeaba y la penetraba. Y, ante todo, siguió tirando. Cuando llegó al orgasmo pensó que se encontraba al borde del desmayo. Se dejó caer en la cama, exhausta, y el hombre cayó sobre ella. Mari Reyes recobró el aliento como pudo, aún sorprendida por el vigor y la bravura de su parteneire. Le pidió un merecido cigarro, pero el hombre no contestó. Él estaba quieto, inmóvil, con el cinturón anudado en el cuello, mientras su cuerpo yacía tendido boca abajo en la cama. Mari Reyes le dio la vuelta con cautela y fue entonces cuando pudo comprobar que Paco de Algeciras estaba muerto. Hijo de la gran puta, pensó para sus adentros.
Esto me pasa a mí por meterme en cosas raras-dijo, sin poder obtener ninguna respuesta del cuerpo inerte que permanecía en la cama. Rebuscó entre las pertenencias del hombre hasta que encontró el paquete de tabaco. Encendió un cigarrillo y dio tres caladas largas. No te pongas nerviosa.-se dijo.-Piensa, piensa…-y entonces llamaron a la puerta.
-Mari Reyes, mi amol, ¿estás bien? He escuchado golpes.-preguntó Odalys del otro lado. Sujetando el pomo, Mari Reyes contestó:
-Estoy bien, pero hoy tienes que encargarte tú de las niñas. Aquí el camionero ha pagado por toda la noche, así que tengo trabajo.
-¿Seguro que estás bien, mija? Te noto el aura un poco rara.
-Déjate de auras ni de mierdas, ¡que me estoy comiendo una polla, coño!-mintió.
-Ay niña, qué salvaje te pones.
Cuando se marchó la cubana, Mari Reyes agarró el cuerpo del hombre y, como pudo, lo arrastró hasta el cuarto de baño contiguo. Se vistió y volvió a registrar entre las cosas de Paco. Sacó de la cartera 300 euros que se guardó en el sujetador. Encendió otro cigarrillo y se sentó en la cama para fumárselo. Los pensamientos comenzaron a discurrir rápidos en su mente. Le pareció ver los titulares en los periódicos al día siguiente: “Prostituta mata a un camionero en Albacete”. Pensó que nadie escucharía su versión de la historia, ¿quién iba a creerse que el hombre le había pedido que lo estrangulara? Habría juicio, prensa, mujer e hijos del difunto…De repente no tuvo dudas, Mari Reyes tenía que huir.
Alrededor de las 6 de la mañana abrió la puerta y se asomó al pasillo para comprobar que el resto de habitaciones estaban cerradas. No había luces, el club Las Vegas dormía. Sigilosamente, se aproximó a uno de los armarios que había en el pasillo, sacó algo de ropa y la metió en unas bolsas de plástico. Embutida en su vestido negro descendió las escaleras hasta la planta baja del club. Encontró el bar desierto, apacible. Le gustaba la quietud de las cosas en los momentos previos al despertar de un nuevo día. Siempre le parecía que el alba le daba al mundo una tranquila sensación de irrealidad. Una vez que todos hubieran despertado, ella sería una asesina que había huido dejando tras de sí el cuerpo asfixiado de un camionero gaditano. Pero ahora, no era más que una puta en la barra del bar de un puticlub de Albacete. Sacudió la cabeza para liberarse de la sensación de serenidad que la había poseído. Abrió la caja fuerte y sacó novecientos euros. Y, al darse la vuelta, se encontró frente a frente con Iryna. Por sus ojos enrojecidos Mari Reyes imaginó que la chica había pasado la noche en vela. Maldita sea, se dijo.
-¿Qué haces aquí?-le espetó.
-No podía dormir…escuché ruido.-respondió Iryna con su acento torpe.
-Anda, anda, vuelve a la cama, que todavía es muy temprano.- La chica miró las bolsas con ropa encima de la barra y el dinero que Mari Reyes trataba de esconder.
-¿Te vas?-Y la pregunta sonó como un anhelo.-Llévame contigo, por favor, llévame contigo, no puedo quedarme aquí.- le pidió mientras las lágrimas volvieron a cruzarle el rostro. Mari Reyes maldijo la pena inmensa que sintió al ver llorar a la niña. Déjala-se dijo. Pero pensó en qué sería de aquella chiquilla, traída de cualquier manera de su país, huyendo de quién sabe qué y forzada a ser puta. Era tan joven. No puedo dejarla aquí-pensó. Abrió los ojos y agarró a Iryna de la mano.
-Te vienes conmigo…pero como me des problemas te dejo tirada.- La chica la abrazó y le dio un beso en la mejilla.-Venga, venga, déjate de besos, vámonos antes de que se despierten.
Atravesaron las puertas del club y se dirigieron al primero de los dos camiones que había estacionados en el aparcamiento. Tuvieron suerte, la llave robada del bolsillo del pantalón del cadáver abrió la puerta. Mari Reyes ocupó el lugar del conductor. Ajustó el asiento, se puso el cinturón y arrancó.
-¿Has conducido alguna vez un camión?-preguntó Iryna.
-Yo he hecho muchas cosas niña.
Maniobró con el volante y la palanca de cambios y sacó el camión del aparcamiento. Encendió un cigarro y contempló el horizonte a la luz de los primeros rayos de sol. Iryna encendió la radio. Mari Reyes pensó en las predicciones de Odalys. Al final la cubana había acertado y Mari Reyes había conseguido un carro muy grande para conquistar el mundo. Ellas, Thelma y Louise escuchando Los Chunguitos. Dos putas en un lugar de La Mancha.