La Otra

Yo he sido la otra. No, esa otra no. La otra que yo he sido no es una de esas que andan con hombres casados mientras las esposas recogen las migajas, lavan la ropa y llevan a los niños al colegio. Todo lo contrario. La otra que yo he sido, la que fui, es la olvidada, la expoliada. A mí me robaron mi vida y no me dejaron ni siquiera el derecho a ser la protagonista de mi historia. De mi historia, de mi historia, sólo fui el objeto de las burlas. Quizá ya sepas de lo que estoy hablando, seguramente lo habrás leído, se publicó en todas partes. Es curioso porque una pensaría que, desde que sucedió, nadie me preguntaría por otra cosa, pero no, la gente solo me mira y murmura. Me saludan y me sonríen, me preguntan que qué tal…me tratan con ese afecto fingido que se le dispensa a los que les ha ocurrido una tragedia que para los demás tiene un punto cómico, pero, al final, nadie me pregunta por mi parte de la historia. En ese momento, cuando pasó, sí me preguntaron, pero yo no quise hablar, no pude. ¿Cómo iba a poder? Cuando la prensa me llamaba o me abordaban por la calle, en realidad no querían escucharme, sólo querían reírse de mí y que no les estropeara el titular. Y en casa, con mi madre y mi hermana o con mis hijos, en aquel entonces, yo sólo podía llorar. De todas formas, mi familia nunca preguntó nada. No hacía falta, ya lo habían visto todo por la tele. Y ahora me encuentro con que ya nadie quiere saber de mí. Los pocos que me dicen algo solo me repiten que siga adelante. Como si yo me hubiera quedado parada. No, yo me levanto todos los días, voy a trabajar, al súper, a las reuniones de la AMPA. Hago todo eso y finjo que no escucho los murmullos, pero, en el fondo, yo siento que me lo han quitado todo, hasta el derecho a que la otra fuera la otra y no yo. Ni siquiera eso, ni eso, me ha correspondido.

El viaje a Nueva York me lo había regalado Paco por el aniversario de bodas. Se me hace raro ahora decir su nombre porque yo trato de no hablar de él ni verlo ni nada, pero si voy a contar lo que pasó, lo que me pasó a mí, qué más da entonces decir su nombre. Como decía, el viaje a Nueva York me lo había regalado por el aniversario. En realidad, lo habíamos pagado los dos, pero era una ilusión que yo tenía de mucho tiempo atrás. Nosotros estábamos bien, éramos como cualquier otra pareja que lleva unos años de matrimonio y tiene dos hijos pequeños, a pesar de que luego, él, cuando contó la historia a la prensa, dijo que bueno, que había algo de monotonía. Y todo el mundo entendió que la monotonía era yo. Qué injusto, de verdad qué injusto. Lo más irónico de todo es que él no quería ir al MOMA. ¡Si a él no le gustan los museos! Al menos entonces no le gustaban, ahora ya no sé ni qué le gustará porque, la realidad es que cuando te separas, de repente es como si ya no conocieras a la otra persona. O quizá es que empiezas a conocerla de verdad. Yo creo que esa es una de las lecciones más crueles que te puede enseñar la vida. Cuando te divorcias, al final, toda la intimidad y todo el amor que había, eso ya no vale nada. Todas las promesas y las palabras cariñosas se consumen hasta no ser más que cenizas, basura. Y tu marido se convierte en un extraño, peor que un extraño, mientras tú te preguntas cómo es posible que antes os quisierais.

Aquel día, en Nueva York, como a él no le gustan o no le gustaban los museos, estuvo toda la mañana lenteando, ya sabes, retrasando todo innecesariamente, tratando de conseguir que a mí se me quitaran las ganas de ir al MOMA. Pero yo aguanté y al final fuimos. Ahora, algunas veces, me pregunto qué habría sido de nosotros si no hubiéramos ido. Qué habría pasado si en lugar de ir al museo hubiéramos ido al estadio de los Knicks como él quería. La mayoría de la gente no se da cuenta de cómo un solo momento, una decisión tan nimia, puede cambiar el rumbo de una vida.

En el MOMA él estuvo fundamentalmente aburrido. Iba por las salas deambulando perdido, sentándose a cada rato mientras yo me paraba a contemplar algunas obras.

―Cristina, ¿tú de verdad entiendes esto? ―me preguntaba a cada rato.

Yo le contesté que sí, que más o menos, pero la realidad es que el arte moderno es muy difícil de entender. Llevaríamos ya una hora y pico y ya hasta yo empezaba a estar algo aburrida, pero justo en ese momento vimos que mucha gente comenzaba a entrar en una sala de las de exposiciones temporales. Al parecer, había una artista serbia que estaba haciendo una performance.

― ¿Vamos? ―le pregunté.

Él torció el gesto, pero me siguió cuando eché a andar. Todavía hoy me tiemblan las manos al recordar ese momento, ese segundo exacto en el que se bifurcaron los caminos. A un lado, salir del museo y volver a mi vida de siempre junto a mi marido. En la dirección opuesta, en esa sala de exposiciones, el camino que me condujo a ser la otra. Entramos en la sala y allí estaba ella, la artista. El cabello negro, largo y furioso, la tez pálida, los ojos oscuros, el cuerpo delgado, pero firme; con aquel vestido largo y blanco que se le ceñía al cuerpo ―como una novia―, descalza. Era una presencia fascinante ―lo admito―, allí sentada, con todas las miradas prendidas en ella.

La performance era una tontería, ¿acaso no lo son la mayoría de las performances? Ella estaba sentada en una silla, con las manos en las rodillas, y justo en frente había otra silla vacía. Cada cierto tiempo alguien del público se acercaba y ocupaba el asiento vacío. Entonces un reloj se ponía en marcha y durante un máximo de diez minutos se miraban a los ojos, sólo eso, mirarse a los ojos.

―Buah, menuda tontería ―me dijo Paco. Y se fue a sentar.

 Yo al principio pensé que era una broma, pero no, se sentó de verdad. Los primeros minutos me sentí un poco abochornada, viendo a Paco allí sentado mirando a aquella mujer, mirándose con aquella mujer. Pero luego, no sé en qué momento, yo noté que algo iba mal. Lo noté. De repente, en la mirada de él, algo había cambiado. Lo vi en sus ojos. Vi una chispa, un fulgor que fue creciendo hasta que le llenó toda la mirada que, casi sin parpadear, no se apartó ni un segundo de los ojos de ella. Diez minutos.

Cuando pasó el tiempo, ella, la artista, se levantó y agarró a Paco de la mano. Se besaron allí mismo, delante de todos, delante de mí. La gente empezó a aplaudir y a reírse, comentando con júbilo lo que acababa de pasar. Y ellos dos salieron de la sala caminando tranquilamente de la mano. Yo me quedé quieta, muy quieta, sin entender nada y pensando que si no me movía a lo mejor nadie se fijaría en mí. Lo peor de todo es que en ese momento se me ocurrió pensar que a dónde iba a ir esa mujer descalza. Qué tontería. Paco se acaba de ir con una artista serbia descalza… ¿Y qué idioma se habla en serbia? ―pensé también. Después él le diría a la prensa que, al mirarla, había encontrado en sus ojos un amor más profundo que el océano. Cuando lo pienso me dan ganas de gritar. Yo me quedé allí parada, quieta, mientras la gente iba abandonando la sala, muy quieta, mirando a la nada, perpleja, sin entender cómo era posible que hubiera sucedido lo que acababa de pasar. Por mi cabeza pasaron mil ideas, se me ocurrió que tal vez era una broma. Pero no, yo sabía que no. Lo había visto con mis propios ojos. Lo peor de todo, para mí, es que él ni siquiera se paró a mirarme. Salió con ella, caminando, los dos cogidos de la mano. Ella, con su presencia enigmática, ocupando el lugar que diez minutos antes me había correspondido a mí, tras haber dejado mi vida arrasada.  

Cuando pude salir, lo llamé, echa un mar de lágrimas. Me cogió el teléfono. Yo no dije nada, él lo dijo todo. Cristina, lo siento, ojalá pudieras entenderlo. Colgué. Yo no podía entender nada, aunque lo había visto. Luego salió en los periódicos, en youtube, en la tele, en todas partes. Había vídeos grabados por el público. Y a la prensa le encantó la historia: “Artista serbia se enamora de un señor de Ribadeo en plena performance”. Ahí está, ahí lo tienes, el titular ya dejaba claro quién era la protagonista de la historia. Yo era, por tanto, la otra, y me despachaban en media línea: “Él ha dejado atrás su vida en España y a su mujer, que rehúsa hacer declaraciones”. Y ¿qué declaraciones iba a hacer? ¿Que mi marido, que había sido mi novio de toda la vida, me había dejado después de mirar a una loca diez minutos?

Ni siquiera recuerdo muy bien cómo salí del museo y llegué al hotel. Me quedé allí dos días, llorando. Lloré mucho, sentada en el alféizar de la ventana que daba al patio trasero de un edificio de Nueva York.  Él, Paco, no vino ni a recoger sus cosas. A la gente le parecía muy bonito que él se hubiera vuelto tan loco como para dejarlo todo en busca de aquel amor insondable que había encontrado en los ojos de una artista. Pero a mí me pareció indignante que no me diera ni tan solo la oportunidad de mirarlo a los ojos y pedirle una explicación. Que me hubiera explicado a mí la gilipollez esa del amor insondable.

Hace poco, hará unos meses, vi una noticia sobre él, era un reportaje, contando de nuevo la historia del museo y qué había sido de él después de haber pasado los años. Ahora viven juntos en Serbia y él se dedica a hacer escultura vanguardista. Paco, haciendo escultura vanguardista.

Muertos

Alguien ha muerto

Yo aún no lo sé, pero alguien ha muerto. Ha muerto en la calle, tirado en medio del asfalto, atropellado en un mal cruce. Es una de esas muertes crueles que te llegan de repente, sin darte tiempo para un último adiós, un último beso, una última caricia, una muerte cruel e inesperada.

Me dirijo a mi coche que está aparcado en la calle, la misma calle donde ese muerto yace en medio del asfalto. Hay una ambulancia con las luces encendidas, sólo las luces que, mudas de sonido, generan una sensación inquietante. Los sanitarios y el cuerpo están parapetados detrás de un biombo rudimentario, mientras alguna gente se arremolina en la calle tratando de ver qué sucede. Mañana leeré en el periódico que, a esa hora, las 17:03, el hombre ya estaba muerto, aunque yo me lo imagino porque por una rendija del biombo veo que el movimiento, ese abejeo incesante de las maniobras de resucitación ya ha parado.

Me monto en el coche y dirijo una mirada de suficiencia a los mirones que, impúdicos, se paran frente a la tragedia. De repente me asalta una duda: ¿Acaso habría que pararse? ¿Será quizá eso lo más respetuoso? ¿No habría el mundo de detenerse, aunque fuera solo un momento, ante la tragedia del final de una vida humana?

Arranco el coche.

 

Aquí yace un desconocido

El aire era una leve brisa impregnada del frescor de las primeras horas de la mañana y del olor a eucaliptos. Los pájaros entonaban cantos exóticos como cualquier otro día de principios del verano en Australia. El sol era aún un suave toque cálido en la piel y mis pisadas sólo un murmullo apagado en la tierra y la hojarasca, un murmullo que no llegaba a perturbar la plácida quietud de aquel lugar; un cementerio en mitad de la nada, un pedazo de tierra con un puñado de lápidas que marcaban el lugar donde los difuntos reposaban rodeados de árboles y abovedados de un cielo azul infinito. Caminé detrás de él en dirección a las tumbas, sintiendo la torpeza de mis movimientos en comparación con los suyos, con esa sensación de extranjeridad que siempre me embarga cuando estoy lejos de casa y, sobre todo, lejos del idioma.  Esa sensación de entumecimiento  que lo cubre todo con una pátina de novedad y extrañeza, con una pátina de lejanía.

Al llegar a las tumbas el silencio se hizo más denso, más doloroso. La madre muerta, el abuelo muerto, la abuela muerta, un bebé…Le cogí la mano al aflorar las primeras lágrimas y le di un abrazo largo, de esos que van cargados de consuelo, de amor, de disculpas; de todo eso que a veces no llegan a decir las palabras y que trata de llenar, sin conseguirlo, el hueco que dejan los muertos.

Taciturnos deambulamos entre las tumbas, descifrando en cada epitafio la tragedia individual del final de una vida. Me paré frente a una lápida más pobre que las otras, más discreta. La inscripción rezaba, en inglés, “Aquí yace un desconocido”. La tristeza me invadió como una oleada. Sentí pena de aquel hombre que había muerto sin que hubiera nadie que acertara a nombrarlo. Al mismo tiempo, sentí que ese muerto sin nombre no era de nadie y era de todos, también mío. Los otros difuntos tenían padres, esposas, hijos, hermanos, pero el desconocido no tenía a nadie, razón misma por la que podía tenernos a cualquiera. Un ser humano muerto, una vida segada. Una vida con todos sus planes, todos sus decires, todas sus vivencias…Y el pobre se muere sin nombre. Arranqué una flor silvestre de entra la hierba y la dejé junto a la lápida. Aquí yace un desconocido.

Cuando esa palabra hasta entonces inerte, como un cuchillo se abre camino desgarrando todo el hilo de sentido de tu vida, depositando en ella la desoladora crueldad de todas sus significaciones semánticas

Lo peor viene cuando cierras la puerta, cuando todos se han ido y ya sólo queda de ellos el eco de todos sus losiento y teacompañoenelsentimiento. Lo peor es cuando cierras la puerta y la soledad cae como un manto de plomo sobre tus hombros, cuando se han terminado los abrazos y los apretones de manos, los besos y los llantos compungidos de tanatorio, las palabras de aliento. Lo peor, lo peor es cuando la vida sigue. Y, ¿cómo sigue?

Lo peor es cuando después de cerrar la puerta te das la vuelta y ves la casa vacía. Vacía. Con ese silencio sepulcral ―¿no es irónico?― que ya nunca llenarán sus risas ni sus palabras. Con ese silencio sepulcral, sepulcral, que no se irá nunca por más que pongas la tele o la radio, por más que canturrees o que suene el teléfono cuando tu hermana al otro lado de la línea llame para preguntar que cómo estás. Ese silencio es un silencio distinto, un silencio huérfano de su voz extinta. Un silencio de calma tensa, de pena abrumadora, de llanto contenido. Es un silencio mortuorio. Un silencio de faldas negras por debajo de la rodilla, de camisolas negras, de ojeras negras de noches negras sin sueño. Un silencio de crucifijo y velas encendidas frente a la foto del muerto. Muerto, sí, porque cuando cierras la puerta ya no hay forma de no darse cuenta de que se ha muerto. Se te ha muerto, porque los muertos siempre se le mueren a alguien y, ese día, cuando te das la vuelta y ves la casa vacía ese alguien eres tú.

Lo peor es cuando, por más que quieras, nunca te vas a acostumbrar a cocinar para una, y entonces el hábito de echar otro puñado de arroz se convierte en el recuerdo mortificante de la falta del muerto que se te ha muerto. Lo peor es cuando llegas a la habitación y encuentras la cama aún desecha. La misma cama donde ayer por la mañana te encontraste que el vivo se había transmutado en muerto y donde ahora, a solas, tienes que decidir si vas a volver a acostarte ahí o si te mudas definitivamente al sofá, huyendo del dolor insoportable que te despiertan el hueco vacío, el olor conocido, los cabellos sobre la almohada y las huellas de los abrazos nocturnos de todos los años de matrimonio. Lo peor viene cuando te levantas al día siguiente y el muerto sigue muerto. Y la casa vacía. Y el silencio sigue pesando como un manto de plomo sobre tus hombros. Y la cama…

Y aún peor será cuando se les ocurra venir y te insistan en que tienes que salir, cuando quieran ayudarte a sacar su ropa de los armarios, cuando quieran que te apuntes a yoga o a un viaje a la playa. Vendrán, vendrán y dirán que tienes que seguir adelante, que la vida no se acaba, y lo más que acertarás a decir será que sí, que ya mañana si eso, y torcerás el gesto mientras cierras otra vez la puerta, pensando en lo fácil que se ve todo cuando el muerto no es tuyo. Porque el muerto, de quien es, es tuyo y de nadie más. Y eso es justo lo que piensas al cerrar la puerta, cuando te quedas a solas con el silencio sepulcral que lo embarra todo con una pátina de tristeza de casa de tragedia. Y entonces caes en la cuenta de que te ha tocado lo peor. Porque lo peor, sin ninguna duda, es cuando esa palabra hasta entonces inerte, como un cuchillo se abre camino desgarrando todo el hilo de sentido de tu vida, depositando en ella la desoladora crueldad de todas sus significaciones semánticas: viuda.

La avenida Corrientes

 

La avenida Corrientes era un hervidero de gente. Turistas y porteños caminaban por las aceras, los unos despacio, los otros casi corriendo. El rugido del motor y el claxon de los coches enturbiaba el ambiente.

A Amelia nunca le gustó en exceso la Avenida Corrientes, al menos no durante el día. Allí donde algunos decían que Buenos Aires era más Buenos Aires, ella sólo encontraba una ciudad desangelada y gris, llena de gente corriendo o gente perdida. Sólo de noche, cuando las luces de neón de los teatros la llenaban con su magia, le parecía que cobraba alguna vida aquella avenida. Y, sin embargo, para su pesar, recorría parte de Corrientes todas las mañanas a la misma hora, camino de su turno de trabajo en un pequeño café literario que regentaba en la calle Rodríguez Peña. Era un local modesto, pero que ella gustaba de impregnar del sabor de las antiguas tertulias literarias. Por eso le gustaba Buenos Aires, porque lugares como aquel aún podían permitirse continuar abiertos. Su Madrid natal había sido así una vez, pero la última vez que lo visitó encontró que la ciudad que ella añoraba había dejado paso a una ciudad del siglo veintiuno.

Aquella mañana caminaba ensimismada por la avenida Corrientes que era un hervidero de turistas y porteños que deambulaban o corrían a su alrededor. Caminaba camino del pequeño café literario que regentaba en la calle Rodríguez Peña, pensando en cómo Buenos Aires aún conservaba en cierto modo su aire de principios del siglo veinte. Se detuvo, junto al río de gente, en el semáforo que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba. Levantó la vista un momento, tratando de percibir en el ambiente ese perfume de lo añejo que aún conservaba Buenos Aires. Y allí, en aquella esquina inhóspita, a su lado, de repente, lo vio. El fantasma se paró a su lado, sin que ningún tipo de presagio anunciara su llegada. Amelia lo miró como se mira a las ascuas de los fuegos que se apagaron hace mucho tiempo. Y el fantasma pareció ignorarla, se esforzó en ignorarla. Se hallaban el uno junto al otro, a sólo diez centímetros de distancia, como habían estado muchas otras veces en el pasado, pero con la lejanía a la que relegan la muchedumbre y el desamor.

En ese momento, sólo eran dos más de los turistas y porteños que caminaban o corrían por aquella avenida Corrientes que era un hervidero de gente. Dos sombras más de las cuantas se habían congregado en el semáforo que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba. A sólo diez centímetros de distancia, con la lejanía que conlleva la muchedumbre, de su amor no quedaban más que cenizas. Y, sin embargo, mientras el fantasma se esforzaba en ignorarla, Amelia pensó en el tiempo en que aquellas cenizas habían sido fuego. Porque una vez fueron fuego. Recordó el tiempo en que la distancia que ahora los separaba les parecía demasiado. Recordó el tacto de las manos del fantasma, entonces cuerpo presente, mientras le llenaban de caricias su piel. Recordó el sonido de todas las palabras de amor que una vez se dijeron. Recordó el sabor de todos sus besos. Y pensó en cómo el tiempo y otros besos de otros fantasmas venidos después, habían borrado poco a poco el sabor de aquellos labios.

Junto a ellos, los turistas y porteños que recorrían la avenida Corrientes que era un hervidero de gente continuaron ajenos a la pequeña tragedia de Amelia. Parada en el semáforo que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba, se había encontrado al fantasma. A su alrededor nadie pudo notar nada extraño. Dos personas que coinciden en un semáforo. Qué habrían de saber los demás de todas sus anteriores coincidencias, por más intensas que aquellas hubieran sido en el tiempo en que se amaron. A pocos pasos de allí, el cartel de un local de tango, “El Beso”, se alzaba como una cruel metáfora de su encuentro. Un beso, ni un beso, ni siquiera un beso le había dado el fantasma el día que se despidieron. Aquella noche la dejó sin explicación y se marchó dejando la casa cargada de silencio.

El fantasma mantenía un silencio ingrato, allí parado junto a Amelia en el semáforo que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba. Amelia miró el cartel de “El Beso” y sintió una honda tristeza que se alzó por encima del rugido del motor y el claxon de los coches. Pensó que sus besos, todos aquellos besos que una vez le dio al fantasma, no se merecían aquel desprecio. Todas sus caricias y todas las palabras de amor que una vez le entregó, todas las cenizas del fuego que una vez fue su amor, se merecían más respeto que aquel silencio. A diez centímetros de distancia, como si la lejanía de la muchedumbre y el desamor no fueran suficientes, el fantasma la ignoró como si ella sólo fuera una más de los turistas y porteños que abarrotaban la avenida Corrientes.

El semáforo de peatones que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba se puso en verde. A su alrededor, cuantas personas se habían reunido reiniciaron su camino, cruzando la calle atropelladamente. Amelia se quedó allí parada, viendo al fantasma alejarse entre la multitud de turistas y porteños. Se marchó de la misma forma en que había llegado, sin avisar, sin que ningún presagio anunciara su presencia. Amelia miró el cartel de “El Beso” una vez más y sonrió al pensar en lo cruel de la metáfora. Pensó entonces que otros besos estarían por llegar, otras caricias y otros cuerpos. Y de esos cuerpos habría uno que se quedaría para no convertirse nunca en fantasma. Y ese pensamiento la reconfortó. Le dedicó un último vistazo al fantasma. Que te den, pensó…que a mí ya me darán, pero a cada uno le darán lo suyo. Y echó a andar. Y se perdió entre la muchedumbre como una sombra más caminando por la avenida Corrientes que era un hervidero de gente.

En un lugar de La Mancha

Había un puticlub en un lugar de La Mancha. Era un local modesto, antiguo, un paraíso noventero en mitad de un desierto postmilenial. Al club Las Vegas lo anunciaban unas luces de neón tan cutres como su nombre, tan cutres como sus chicas, tan cutres como sus asientos de polipiel. Se encontraba cerca de un par de gasolineras, en una carretera transitada en un enorme pedazo de nada. Manolo, el dueño, un camionero retirado, le había puesto el nombre al club después de volver de un viaje a la ciudad del estado de Nevada. Hasta el momento, había sido su primer y único viaje al extranjero. Pasó en la ciudad dos semanas, después de haberse divorciado de su mujer, y regresó cuando no le quedaban ni dinero ni dignidad. Suerte que tenía guardados unos ahorrillos, unas doscientas mil pesetas de las de antes, que cundían mucho más que los euros. A su vuelta, fascinado por el fulgor de la ciudad de los casinos, decidió crear su propia réplica en el desierto manchego. Y así, con la ayuda de su amigo Cristóbal, que le dio un préstamo de la Caja Castilla-La Mancha, comenzó su aventura empresarial.

Mari Reyes era una de las primeras chicas que había llegado al club Las Vegas. Al principio lo que daba más dinero eran las cartas, a ella le parecía que a los camioneros les gustaba el póker más que las putas. Pero, después de algunas redadas, Manolo cambió su modelo de negocio. Ahora, casi veinte años después, Mari Reyes ya apenas se acostaba con hombres. Se dedicaba a ayudar a Manolo detrás de la barra y con las chicas y era la única mujer que podía tocar la caja del dinero. Era la única española del local, que en los últimos años se había llenado de rusas y ucranianas de ojos azules, piernas largas y tetas pequeñas. También había una cubana unos años más joven que Mari Reyes y que echaba las cartas del tarot.

-Mari Reyes mi amol, tu estas destinada a algo grande- le decía Odalys con su acento cubano.-¿Ves?, lo dise aquí en el tarot mija, te ha salido el carro y después el mundo.- Mari Reyes se reía y le respondía que las putas no hacen cosas grandes. -Ay que tontería mi amol, tú tienes un aura muy fuelte, como de mujel importante, no como las putas normales, que tienen auras más flojas mija.
La cubana llevaba más de quince años en España, de los cuales, los últimos cuatro, los había pasado en el club las Vegas. Mari Reyes era una mujer práctica, así que no creía en las predicciones de Odalys. En cualquier caso, le reconocía a la cubana su intuición y su inteligencia. Cuando llegó al club, Odalys, lejos de rivalizar con ella, la única mujer de su edad en el local, la trató con respeto y acató la jerarquía establecida. Mari Reyes ejercía, más o menos, de encargada del local. Cuando las chicas llegaban ella les explicaba las normas, organizaba los turnos, las cuidaba, hacía de juez cuando había alguna trifulca y las ayudaba si había algún problema. Aunque no le gustaban las chicas del este, había aprendido a mantenerlas controladas y dar pocas quejas a su jefe. Cerrar la boca y hacer pocas preguntas le había permitido progresar dentro de un negocio en el que las mujeres no son más que la mano de obra. Así, nunca interrogó a Manolo acerca del modo en el que las chicas llegaban al club. Ella veía los pasaportes guardados en la caja fuerte del local y escuchaba paciente las historias de las pobres niñas cuando lloraban asustadas, recién llegadas a un país y una profesión que les eran desconocidos. Entonces ella y Odalys, las consolaban y les enseñaban los secretos que toda mujer, incluso la menos puta, debe saber si quiere sobrevivir en este mundo de hombres. Así, no había chica del club las Vegas que no supiera que antes de subir a las habitaciones había que emborrachar a los camioneros en la barra del bar. Esto era bueno para el negocio y para las mujeres, que veían facilitado su trabajo en la cama, cuando a la mitad de los hombres no se les levantaba el miembro del que tanto alardeaban y, al poco de intentarlo, se quedaban dormidos. Todas sabían, además, cómo fingir un buen orgasmo, y cómo defenderse de las potenciales agresiones mientras esperaban a que llegasen Manolo y el chico de la puerta.

Aquel jueves de otoño la noche estaba siendo tranquila. Odalys hablaba con la chica nueva, Iryna, una niña de 18 años y ojos azules que venía de Ucrania. Mari Reyes sentía pena por ella, más que por otras de las jóvenes que vinieron del Este. La había escuchado llorar algunas noches, ahogando sus lágrimas en la almohada para que sus compañeras de habitación, las muy putas, no le regañaran por no dejarlas dormir con sus llantinas. La misma noche anterior, cuando estaba dando la última ronda a las habitaciones antes de acostarse, Mari Reyes la escuchó sollozando. Y la fachada de mujer fría e implacable que había construido a lo largo de los años no fue suficiente para frenar sus emociones. Pensó que aquella chica, aquella niña, tendría la misma edad que habría tenido ahora el bebé que una vez abortó, cuando ella misma aún era joven e inocente y pensaba que aquel médico de verdad iba a dejar a su mujer. Pobre de ella, que no se dio cuenta de que los sueños no se les cumplen nunca a las putas. Aprendió aquella enseñanza por la vía dolorosa. Puta y medio gitana, entre otras cosas, fueron los halagos que le dispensó el médico, su médico -aquel que le había prometido una vida mejor-, cuando Mari Reyes le contó que estaba embarazada. Abortó en una clínica que le recomendaron otras compañeras y nunca más volvió a confiar en la palabra de los hombres. Se mudó de ciudad y, tras varios años sin rumbo, se estableció en Las Vegas, Albacete. Cuando escuchó llorar a Iryna, no pudo pasar de largo como en otras ocasiones. Se asomó a la habitación y se metió con ella en la cama. Acurrucó a la niña en su regazo y le acarició la cabeza, le dio besos en el pelo y le secó unas lágrimas que a Mari Reyes se le antojaron tan frías como toda la Europa del este. En murmullos le susurró una nana gitana, y las palabras desconocidas calmaron el llanto de la chica, que se aferró a ella abrazándola con todas sus fuerzas hasta que cayó dormida. Al día siguiente puso a la chiquilla a cargo de Odalys, para que mejorase su español, aunque a la cubana le pidió, explícitamente, que ahuyentara a cualquier cliente que se interesara por Iryna.

La noche de aquel jueves tranquilo no había muchos clientes pero aún era temprano. No serían más de las doce cuando se abrió la puerta. Mari Reyes servía un whisky generoso a un camionero que se besuqueaba con una de las rusas. Y ,al levantar la vista, lo vio: varonil y serrano; el hombre entró encendiendo un cigarrillo, con la camisa abierta enseñando el generoso vello del pecho. Se paró en mitad del bar y miró en derredor. Una de las niñas se acercó, eficiente, a saludarlo. Pero el hombre la vio a ella, la mujer, racial y morena como era Mari Reyes, calé, con las tetas rebosando por el escote. Él apartó a la chica con un gesto suave pero firme y caminó en dirección a la barra mirando a la mujer. Ella sintió un cosquilleo familiar que nacía en su entrepierna.
-Un whisky, morena.
-¿Sólo?
-Con hielo.- Una chica pelirroja hizo el amago de acercarse, pero Mari Reyes se libró de ella con un solo movimiento de cabeza. Le sirvió la bebida al hombre sosteniendo su mirada.
-¿Qué hace una mujer tan guapa cómo tú en un sitio como este?- Mari Reyes le rió el tópico. Le quitó el cigarrillo de la mano, apoyó las tetas en la barra y, exhalando una bocanada de humo, le respondió:
-Anda, zalamero, aquí se viene a otra cosa, no a ligar.
-¿Y a qué se viene aquí?
-A follar…pagando, para que las putas hagamos las cosas que tu mujer no te hace en casa.
-¿Cuánto hay que pagar?-preguntó el hombre antes de dar un sorbo a la bebida.
-Eso depende de lo que quieras. Las chicas son más baratas, pero las mujeres somos más caras.-Él sonrió, mirándola fijamente, alargando el silencio, disfrutando de la excitación del vulgar flirteo.
-Yo no follo con niñas-dijo finalmente.-A mí me gustan las pura sangre.- Mari Reyes se dejó tocar una teta, excitada por la comparación equina. En medio del humo y el whisky miró al hombre y sintió el deseo crecer en su interior. Pensó en cuánto tiempo hacía que no se acostaba con un cliente. Su condición de encargada le había permitido ciertos privilegios, entre ellos, el de acostarse únicamente con los hombres que ella deseaba. Aún así, aunque follara para su propio disfrute, ella siempre se ocupaba de cobrar. En un mundo de hombres, Mari Reyes había conseguido hacer de su sexo fortaleza en lugar de debilidad. Follando por amor, los hombres la usarían; follando por dinero, era ella quien usaba a los hombres.

Ya en la habitación, el hombre se quitó la camisa mientras la besaba con frenesí. Se llamaba Paco y era de Algeciras. Era moreno y olía a macho y a infidelidad. Mari Reyes acarició sus brazos fuertes y desnudos mientras él la despojaba del vestido ceñido que aprisionaba sus curvas gitanas. Le dio la vuelta para tomarla por detrás y le rompió las medias para hacer las bragas a un lado y penetrarla con fuerza mientras la empujaba hacia la cama. Mari Reyes disfrutó de las primeras embestidas y del frenético ritmo animal. Trató de darse la vuelta para mirar al hombre a la cara, pero él se tumbó sobre ella y con una mano firme empujó su cabeza contra el colchón. La violencia la excitó y, al notarlo, el hombre aumentó el ritmo. Le golpeó la nalga y le dedicó un «anda puta» sonoro y contundente que la hizo arquearse de placer. Fue entonces cuando el hombre cogió el cinturón de cuero de sus pantalones. Mari Reyes temió lo peor.
-¡Hijo de puta no me pegues!-masculló. Pero el hombre se apresuró a tumbarse sobre ella y, tapándole la boca con la mano le susurró:
-Esto no es para ti, es para mí. No voy a pegarte. Voy a ponérmelo en el cuello y quiero que tú tires, así que no grites…¿las putas no estáis aquí para hacer lo que mi mujer no me hace?
Mari Reyes se dio la vuelta aún sobresaltada. El hombre estaba de rodillas sobre ella, con el cinturón a medio anudar alrededor del cuello. Por un momento ella pensó en dejarlo allí tirado, empalmado y con el cinturón al cuello. Pero volvió a mirarlo: era como un toro embravecido, sudoroso, jadeante, con los ojos inyectados de placer y el torso fuerte y velludo. El hombre acarició los muslos tersos de ella e introdujo dos dedos en la humedad de su sexo. Mari Reyes volvió a excitarse y pensó que en peores plazas había toreado. Agarró el extremo del cinturón que Paco terminó de anudar con destreza en su propio cuello. Con el primer tirón él volvió a penetrarla con violencia. Se fundieron en un abrazo y, en un trance sexual, Mari Reyes se entregó al goce y a su tarea. Tiró con la misma fuerza con la que el hombre empujaba el pene en su interior, y la escena fue un escándalo de jadeos, murmullos y golpes. La gitana gritó de placer en varias ocasiones mientras el hombre la azotaba, la golpeaba y la penetraba. Y, ante todo, siguió tirando. Cuando llegó al orgasmo pensó que se encontraba al borde del desmayo. Se dejó caer en la cama, exhausta, y el hombre cayó sobre ella. Mari Reyes recobró el aliento como pudo, aún sorprendida por el vigor y la bravura de su parteneire. Le pidió un merecido cigarro, pero el hombre no contestó. Él estaba quieto, inmóvil, con el cinturón anudado en el cuello, mientras su cuerpo yacía tendido boca abajo en la cama. Mari Reyes le dio la vuelta con cautela y fue entonces cuando pudo comprobar que Paco de Algeciras estaba muerto. Hijo de la gran puta, pensó para sus adentros.

Esto me pasa a mí por meterme en cosas raras-dijo, sin poder obtener ninguna respuesta del cuerpo inerte que permanecía en la cama. Rebuscó entre las pertenencias del hombre hasta que encontró el paquete de tabaco. Encendió un cigarrillo y dio tres caladas largas. No te pongas nerviosa.-se dijo.-Piensa, piensa…-y entonces llamaron a la puerta.
-Mari Reyes, mi amol, ¿estás bien? He escuchado golpes.-preguntó Odalys del otro lado. Sujetando el pomo, Mari Reyes contestó:
-Estoy bien, pero hoy tienes que encargarte tú de las niñas. Aquí el camionero ha pagado por toda la noche, así que tengo trabajo.
-¿Seguro que estás bien, mija? Te noto el aura un poco rara.
-Déjate de auras ni de mierdas, ¡que me estoy comiendo una polla, coño!-mintió.
-Ay niña, qué salvaje te pones.
Cuando se marchó la cubana, Mari Reyes agarró el cuerpo del hombre y, como pudo, lo arrastró hasta el cuarto de baño contiguo. Se vistió y volvió a registrar entre las cosas de Paco. Sacó de la cartera 300 euros que se guardó en el sujetador. Encendió otro cigarrillo y se sentó en la cama para fumárselo. Los pensamientos comenzaron a discurrir rápidos en su mente. Le pareció ver los titulares en los periódicos al día siguiente: “Prostituta mata a un camionero en Albacete”. Pensó que nadie escucharía su versión de la historia, ¿quién iba a creerse que el hombre le había pedido que lo estrangulara? Habría juicio, prensa, mujer e hijos del difunto…De repente no tuvo dudas, Mari Reyes tenía que huir.

Alrededor de las 6 de la mañana abrió la puerta y se asomó al pasillo para comprobar que el resto de habitaciones estaban cerradas. No había luces, el club Las Vegas dormía. Sigilosamente, se aproximó a uno de los armarios que había en el pasillo, sacó algo de ropa y la metió en unas bolsas de plástico. Embutida en su vestido negro descendió las escaleras hasta la planta baja del club. Encontró el bar desierto, apacible. Le gustaba la quietud de las cosas en los momentos previos al despertar de un nuevo día. Siempre le parecía que el alba le daba al mundo una tranquila sensación de irrealidad. Una vez que todos hubieran despertado, ella sería una asesina que había huido dejando tras de sí el cuerpo asfixiado de un camionero gaditano. Pero ahora, no era más que una puta en la barra del bar de un puticlub de Albacete. Sacudió la cabeza para liberarse de la sensación de serenidad que la había poseído. Abrió la caja fuerte y sacó novecientos euros. Y, al darse la vuelta, se encontró frente a frente con Iryna. Por sus ojos enrojecidos Mari Reyes imaginó que la chica había pasado la noche en vela. Maldita sea, se dijo.
-¿Qué haces aquí?-le espetó.
-No podía dormir…escuché ruido.-respondió Iryna con su acento torpe.
-Anda, anda, vuelve a la cama, que todavía es muy temprano.- La chica miró las bolsas con ropa encima de la barra y el dinero que Mari Reyes trataba de esconder.
-¿Te vas?-Y la pregunta sonó como un anhelo.-Llévame contigo, por favor, llévame contigo, no puedo quedarme aquí.- le pidió mientras las lágrimas volvieron a cruzarle el rostro. Mari Reyes maldijo la pena inmensa que sintió al ver llorar a la niña. Déjala-se dijo. Pero pensó en qué sería de aquella chiquilla, traída de cualquier manera de su país, huyendo de quién sabe qué y forzada a ser puta. Era tan joven. No puedo dejarla aquí-pensó. Abrió los ojos y agarró a Iryna de la mano.
-Te vienes conmigo…pero como me des problemas te dejo tirada.- La chica la abrazó y le dio un beso en la mejilla.-Venga, venga, déjate de besos, vámonos antes de que se despierten.

Atravesaron las puertas del club y se dirigieron al primero de los dos camiones que había estacionados en el aparcamiento. Tuvieron suerte, la llave robada del bolsillo del pantalón del cadáver abrió la puerta. Mari Reyes ocupó el lugar del conductor. Ajustó el asiento, se puso el cinturón y arrancó.
-¿Has conducido alguna vez un camión?-preguntó Iryna.
-Yo he hecho muchas cosas niña.
Maniobró con el volante y la palanca de cambios y sacó el camión del aparcamiento. Encendió un cigarro y contempló el horizonte a la luz de los primeros rayos de sol. Iryna encendió la radio. Mari Reyes pensó en las predicciones de Odalys. Al final la cubana había acertado y Mari Reyes había conseguido un carro muy grande para conquistar el mundo. Ellas, Thelma y Louise escuchando Los Chunguitos. Dos putas en un lugar de La Mancha.

La mujer podrida (3)

Carmela enciende un cigarro y da una bocanada larga, saboreando el humo que penetra en sus entrañas hasta ennegrecerlas. Cuando exhala le sorprende un golpe de tos, a pesar de que la fragilidad de su cuerpo hace ya tiempo que ha dejado de sorprenderla. Se queda un rato pensativa, sin querer mirar a la rubia para que no la importune con su impaciencia. Por el rabillo del ojo la ve inquieta, removiéndose levemente en la butaca que está frente a ella. Forman una extraña pareja: Carmela, borracha y consumida, sentada con las piernas abiertas, en una mano un cigarrillo y en la otra un botellín de cerveza caliente; Sonia, delicada, elegante, de maneras refinadas, se sienta con las piernas cruzadas y ligeramente inclinadas a un lado. A simple vista no tienen nada en común, sin embargo, Carmela está convencida de que tras esa fachada, Sonia está tan podrida como ella. Da un trago a su cerveza mientras decide cómo abordar a la rubia. Lleva tanto tiempo esperando este momento que no puede estropearlo ahora, si no consigue que Sonia la ayude, ¿quién sabe cuándo se presentará otra oportunidad? Ella es perfecta para su plan, pero, ¿cómo va a explicárselo? ¿Cómo va a manipularla para llevar a cabo sus propósitos? Un carraspeo de Sonia la saca de sus cavilaciones. Ahora o nunca-se dice.
-¿A qué te dedicas?- pregunta sin mirar a la chica.
-Soy abogada. ¿Y usted?

Carmela se ríe a carcajadas y sólo entonces se atreve a mirarla.

-¿Tú que crees?-le responde.
Sonia medita un momento, mientras observa a la mujer que tiene ante sí. No podría decir claramente la edad que tiene, pero no importa. Es vieja, es una vieja. Tiene la piel seca, de un extraño tono bronceado que se acentúa en la parte inferior de sus piernas, con los tobillos algo hinchados. En su cara, su boca esboza una mueca agridulce; y en los ojos, tras la mirada provocadora se adivina un poso de tristeza profunda. Sonia baja la cabeza, pensativa, tratando de imaginar si Carmela siempre ha sido así o si en algún momento de su vida su carne y su piel contaron lozanas la alegría de la felicidad. Al verla así, decrépita, con su torso trabajando para arrancar un poco de vida a cada respiración, atina a musitar un tímido “lo siento”, disculpándose por su torpe pregunta.

-No lo sientas. Me gusta la gente con mala leche.
-No pretendía…
-Claro que pretendías- interrumpe Carmela.- Soy una enferma. Antes era ama de casa, lo fui muchos años, pero ahora ya no. Ahora sólo soy una enferma. Una borracha y una guarra…y alomejor dentro de poco soy otra cosa peor, pero ya hablaremos de eso.

Sonia se queda extrañada ante esta última afirmación, pero no dice nada, así que Carmela prosigue:

-Me imagino que te preguntarás si siempre he sido así. La respuesta es no. Hubo un tiempo en que fui una persona normal, una mujer normal y corriente, con mi marido, mi hija, mi casa…Esta casa, que ahora la ves así, no siempre estuvo sucia, las cosas fueron nuevas una vez. Y eran tan bonitas.- Sonia siente la amargura en las palabras de Carmela.-Yo también fui nueva una vez, pero hace ya tantos años de eso…
-¿Y qué le pasó?
-La vida. Me pasó la vida.- Carmela da un par de bocanadas a una colilla que se resiste a apagarse.- Las mujeres somos tontas, niña. De chicas nos vienen con muchos cuentos…que si las princesas, que si comieron perdices…bah, ñoñerías. Anda, dime la verdad, ¿a qué tú también has soñado alguna vez con vestirte de novia y casarte con uno de esos príncipes?-Sonia agacha la cabeza y se sonroja un poco, le molesta parecer tan infantil, aunque finalmente responde vagamente que sí.
-Claro que sí. Al principio todas somos así. Todas pensando en que va a venir un hombre a rescatarnos.
-Yo no pienso que tenga que venir ningún hombre a rescatarme.-protesta Sonia.
Nooooo, claro que no. Tú eres moderna.-se ríe Carmela.-Anda, cállate y deja de hacerte la interesante. Aquí no hay nadie más que yo. A mí no me engañas, yo puedo ver cómo eres. Yo veo debajo de la ropa cara y de tu pinta de mojigata. Ya te lo he dicho, yo puedo ver que estás podrida.
-¡Estoy harta! ¿A qué se refiere con eso? Es lo único por lo que he venido. Dígamelo ya y déjeme en paz.
-Te lo diré cuando quiera. Ahora escúchame.-responde Carmela mientras apura el botellín de cerveza.- Al principio somos todas iguales ¿sabes?. Todas pensando que vamos a vivir como en los cuentos. Y mírame, mira esta casa…¿te parece que aquí hay algo de cuento? Mi hija se fue a Madrid hace ya muchos años. Algunas veces llama, pero casi nunca quiere hablar conmigo. Yo sé que con mi marido habla, pero conmigo no quiere. Yo soy una borracha, conmigo ya no habla nadie. Yo la parí, le di de mamar, la llevé al colegio, la cuidé cuando se ponía mala, le preparaba la comida…lo que hace cualquier madre, vamos. Y ahora, ahora se avergüenza de mí. Los hijos nunca llegan a corresponder el amor de las madres…y las hijas menos aún.
-¿Y su marido?
-¿Mi marido?- responde Carmela con desprecio mientras enciende otro cigarrillo.- Mi marido es maricón. Sí, maricón, no me mires así.
-Pero…
-Pero nada. Mi marido lleva más de veinte años sin tocarme. Antes dormíamos juntos, pero desde que se fue la niña a estudiar a Madrid ya ni eso. Y antes de eso tampoco es que folláramos muchas veces.-La mujer mastica las palabras, tratando de arrebatarles el tono de tristeza que las impregna. Se queda un rato callada, meditando, sumida en la pena que embarga la vida que una vez se le torció y ya no pudo volver a recuperar.
-Al principio yo no me di cuenta.-prosigue.- Él se portaba como el marido perfecto: cariñoso, atento…un hombre bueno. Tonta fui yo que me creí que había hombres buenos. En realidad siempre hubo algo raro; desconfía de los hombres que no tienen apetito. Los hombres son cazadores, niña…y nosotras somos presas. Ahora lo veo, pero entonces me creía sus excusas, los dolores de cabeza y esas mentiras.
-Pero usted ha dicho que tiene una hija.- Carmela se percata de que la rubia aún sigue tratándola de usted. La mira levemente, calibrando el influjo que parece ejercer sobre ella. , se dice a sí misma, esto podría funcionar.

-Ah, mi hija…-prosigue.-Él y yo follamos unas cuantas veces, poco y mal. Y de ahí nació mi hija. La quisimos eh, de niña la quisimos mucho. Yo menos, porque siempre sentí celos de la relación que tenía con su padre. Había algo ¿sabes?, un vínculo, yo que sé, algo que yo nunca podía tener con él. Me daba envidia, porque ni él ni ella me querían a mí de la misma manera. Mi hija… la hija puta ha sido siempre una traidora.
-¿Cómo puede hablar así de su hija?

Carmela elude la pregunta, enciende otro cigarrillo y con sus manos podridas juega con el mechero. Es un mechero barato, de plástico, de esos de propaganda de cualquier bar cutre de barrio. Al mirarlo, en silencio, a Sonia de repente la embarga una terrible sensación de pobreza. Piensa que todo lo que rodea a Carmela es terriblemente cutre, incluida ella misma, la propia Sonia. Allí sentada, frente a frente con esa mujer en el declive de sus días, se siente desnuda. Ni sus ropas ni su maquillaje le parecen ahora tan elegantes. Se le antojan caprichos de niña pretenciosa. Se siente vulgar. Y un escalofrío acompaña al pensamiento de que con todas esas cosas sólo ha construido una fachada para ocultar la sensación de soledad que la acecha. Se pregunta cuánto tiempo lleva sintiéndose sola y qué tiene Carmela para despertar de forma tan desgarradora ese sentimiento. Sonia mira a la mujer y la ve, por primera vez, tal cual es. Enferma y cruel, borracha, guarra. Triste. Podrida.

-¿Sabes cuántos años me he pasado yo queriendo que mi marido me quisiera?-prosigue la mujer en un tono desposeído de emoción.- Al principio lo justificaba. Me esforzaba en creer sus excusas y sus mentiras. Yo lo intenté mucho, de verdad, intenté mucho tener la vida de cuento. Y luego se fue mi hija y entonces ya fue imposible engañarme. El mismo día que se fue, él se cambió de habitación. Ya no hubo dolores de cabeza ni otras historias. Sólo hubo noes. Y yo, tonta de mí, aún así pensaba que era culpa mía, que no sabía cómo seducirlo ¡Hasta pensé que había otras! Y ahí empecé a beber. Y cada vez que tenía ganas de llorar bebía.
-¿Por qué no lo dejó?
-Porque seguí esperando que me quisiera. Quise pensar que las cosas se iban a solucionar. Y un día, cuando fui a llamarlo para cenar, ahí lo pillé con el ordenador, mirando fotos de tíos.
-¿Y qué le dijo?
-Nada. Él se hizo el tonto y yo me hice la borracha.
-Pero…¡con el carácter que tiene usted!
-Bah…eso es ahora. Antes era más tonta, más inocente. Ahora soy diferente. Ya no me queda nada de la mujer que era. Entre el alcohol y mi marido se lo llevaron todo.
-¿Y ahora?
-¿Ahora qué?
-¿Por qué no lo deja?
-Ay, ¿y dónde voy yo ahora?
Sonia baja la vista, tratando de buscar una solución para Carmela.
-Yo me muero, niña. Los médicos no lo dicen, pero yo lo sé. Lo siento. Mi cuerpo está tan podrido que ya no lo esconde. ¿Adónde voy yo, borracha y moribunda, si lo dejo?
-Entonces, ¿qué quiere hacer?

Carmela agarra un cigarro y le da una calada podrida y larga. Entre el humo, sus ojos oscuros y tristes le devuelven a Sonia una mirada podrida. Con voz severa, Carmela responde:

-Matarlo. Lo que yo quiero es matarlo. Quiero que me ayudes a matar a mi marido.

La mujer podrida (2)

Sonia piensa en la mujer del tren mientras hace el amor con Andrés. El chico la penetra con exactitud y vehemencia; el novio perfecto que folla perfecto. Para corresponderle, Sonia finge un orgasmo perfecto y sincronizado. Gime lo justo, pretendiendo un placer que no siente, se agarra los pechos y se muerde el labio, exaltando al hombre hasta el culmen. Y entonces los dos se recuestan, cada uno a su lado de la cama, muy cerca pero sin tocarse. Andrés se congratula por el polvo perfecto, se vuelve hacia ella y le da un beso.

-¡Uuuf! Me encanta el sexo contigo.- Sonia sonríe y asiente, aunque en realidad ella sigue pensando en la vieja loca del tren. Aquella mujer medio consumida, enfermiza, que la insultó hace unos días. “Tú estás podrida”- le había dicho. Y la frase aún resuena en sus oídos.

Andrés se ha quedado dormido. Su media melena cae sobre la almohada, dejando al descubierto su bello rostro. Sonia lo mira y piensa en lo maravillosa que es su vida con él. Una vida perfecta de ropa de marca y muebles de diseño, de sábanas de lino egipcio, de restaurantes de moda y orgasmos perfectos. Hace un año que una amiga común los presentó. «Tengo un amigo que es perfecto para ti»- le había dicho Marta. Y no se equivocaba, Andrés era perfecto para cualquier mujer. Alto y guapo, era uno de esos raros hombres que consiguen ser elegantes sin merma en su masculinidad; inteligente y aficionado al deporte. Empezaron a salir a las pocas semanas y tras varios meses de relación el joven se mudó a casa de Sonia. Él decía que la amaba y ella lo creía. Aún lo cree. Lo mira, dormido, con un apacible gesto en su rostro, no ronca, ni siquiera respira profundamente, Andrés es perfecto. Perfecto y desapasionado. Salvo su belleza, no hay nada especialmente notable, lo tiene todo en su justa medida, sin exabruptos. Un hombre lineal, neutro, que combina a la perfección con el resto de elementos de su vida. Sólo su perfecta belleza escultórica la hace sentirse insegura algunas veces, pero no dice nada. Se pregunta si ella está a la altura de tal perfección, al chico parece no costarle nada conseguirlo; ella, sin embargo, pone su vida y sus fingimientos en el empeño de encarnar a la mujer ideal.

Sonia se despierta con el leve zumbido del despertador de su móvil en la mesilla de noche. Tiene el sueño ligero así que detiene el aparato cuando inicia la segunda vibración. Con una maniobra silenciosa se zafa del abrazo de Andrés, al que deja en la cama mientras ella se dirige al cuarto de baño. Cierra la puerta cautelosamente, preservando así la intimidad que le proporciona el silencio. Saca del cajón del mueble del lavabo un enema rectal que se coloca con pericia. Mientras se sienta en el wáter a esperar a que le haga efecto, agradece al estreñimiento el control que le ofrece sobre un hábito tan molesto como la defecación. Su vago tránsito intestinal le permite evacuar de manera furtiva e íntima, sometiendo las vulgaridades de su cuerpo al dominio de su voluntad.
Así, en el entorno aséptico del blanco impoluto de su cuarto de baño, a las seis de la mañana, Sonia defeca en secreto. Y se finge angelical y perfecta, ocultada su biología de los ojos de Andrés. Después de haber consumado el acto, se da una larga ducha, entregándose a una concienzuda y jabonosa purificación de un cuerpo que se le antoja lamentablemente humano. Le viene entonces a la memoria un recuerdo de su infancia. A veces su padre entraba en el cuarto de baño justo después de que ella hubiera salido y entonces se tapaba la nariz y con voz forzada decía “oooooooh que peste…que peste ha dejado mi niña” y los dos reían divertidos. Después llegó la adolescencia y con ella la vergüenza y el asco. Y Sonia se volvió estreñida y pudorosa. Y altiva. Y empezó a fingir los orgasmos y a comer poco.

Ya frente al espejo, se aplica una base de crema hidratante. El cristal ha comenzado a librarse de la neblina del vapor y le devuelve algún retazo de su propia imagen. Mientras extiende la crema guiada por la visión fragmentada de su rostro se pregunta qué ocurrirá cuando su cuerpo envejezca, cuándo los años le ganen la batalla por la perfección. Y el pensamiento la aterra. “Tú estás podrida”- recuerda. Y temerosa se mira nuevamente al espejo, esta vez ya despejado de todo el velo del vapor. Se encuentra de frente con su rostro fino y discreto, de rasgos comedidos y femeninos. Y se fija en que, aunque parece guapa, hay algo en su expresión, imperceptible a primera vista, que resulta perturbador. Podría ser una mueca, quizá un leve gesto de repugnancia. Se acerca a mirarse con más detenimiento y a cada mirada se hace más patente la profunda fealdad que yace bajo la belleza superficial. Está segura de que la mayoría de las personas no pueden verlo, pero está ahí, lo que sea, el asco, la podredumbre, está ahí.

Despierta a Andrés cuando ya se ha puesto un elegante vestido blanco que realza su piel pálida y su corto cabello rubio. El chico se levanta y, tras algunas carantoñas, comen un saludable desayuno. Sonia se toma un café recién hecho y finge tener poco apetito. Se despiden en la entrada, prometiéndose amor, y ella abandona su fingida vida perfecta para adentrarse en su exigente vida laboral.
Es abogada, como su padre, aunque mejor de lo que era él. Se dedica al Derecho financiero y en la profesión es conocida por ser implacable y minuciosa. Sin embargo, hoy no se encuentra bien, está distraída, absorta, incluso ha cometido algunos errores de principiante. Desde que se encontró con aquella mujer se siente algo desconcertada, no para de pensar en lo que le dijo. “Tú estás podrida”. “Pero, ¿por qué?”-se pregunta. Porque lo más inquietante acerca de lo que dijo esa mujer es que Sonia piensa que tiene razón.
Al bajar del tren de vuelta del trabajo, a las siete de la tarde, saca del bolso el estuche de las gafas de sol y enredado entre sus dedos aparece el papel donde la mujer le escribió la dirección. Ni siquiera está lejos. Piensa que es una locura pero, ¿qué daño puede hacer? Necesita terminar con esta situación. “Si la mujer se pone a insultarme otra vez me voy y me olvido de esto”-decide. Y se pone en marcha en dirección contraria a su casa. Durante los quince minutos de camino se pregunta qué dirá cuándo llegue. Un par de veces se ve tentada de volver, pero no puede. La loca del tren le despierta una mezcla de curiosidad y repugnancia. Su aspecto enfermizo y su carácter excesivo la asquean, pero al mismo tiempo la mujer tiene algo provocador, enigmático, que captó por completo su atención en su primer encuentro.

El barrio en el que vive la mujer no es ni bueno ni malo, es un barrio antiguo, de los pocos de la ciudad que aún conservan casas unifamiliares. Sonia toca el timbre indecisa y en ese momento la sensación de estupidez la embarga. Transcurren unos minutos sin que nadie abra la puerta y se sorprende de no haber pensado en qué haría si no recibiera respuesta. “Esto es una tontería”-se dice. Y a punto está de marcharse cuando escucha a alguien toser mientras la puerta se abre.
La mujer del tren aparece ante ella con una bata de verano sucia y un cigarrillo en la mano.

-Oh, así que aquí estás…ya pensé que nunca vendrías.-le dice con una sonrisa socarrona.- Bien.- Y se da media vuelta adentrándose en la casa. Sonia se queda parada, sin saber muy bien qué hacer, debatiéndose entre la ira y la fascinación que le provoca la mujer.
-No te quedes en la puerta, entra ya, que no tengo todo el día.-le grita desde dentro de la casa. Y Sonia obedece.

La vivienda es modesta, debió ser acogedora en otros tiempos, pero ahora parece algo sucia y pasada de moda. Sin embargo, lo peor de todo es el olor. Sonia tiene que hacer verdaderos esfuerzos para evitar las nauseas. Toda la casa está impregnada de un fuerte olor dulzón que le resulta difícil de describir. Lo único que se le ocurre es decir que aquella casa huele a enfermo, a muerte.
-Estoy aquí.- Sonia sigue la voz hasta la cocina. La mujer está de pie, tomándose una cerveza que bebe directamente del botellín.
-¿Cómo te llamas?- le pregunta.
-Soy Sonia- responde, y se sorprende por lo frágil que suena su voz.
-¿Qué dices? Habla más fuerte, no seas estúpida. ¿Acaso crees que puedo leerte los labios?
-Sonia- dice ahora con claridad.
-Yo soy Carmela.- Las dos se quedan calladas un momento. La mujer la mira con tono burlón y Sonia se siente algo turbada. Duda de cómo iniciar la conversación, pero se decide por ser directa:

-He venido porque…
-Voy a cagar.
-¿Cómo dice?
-Que voy a cagar.- repite Carmela malhumorada. Y se pone a andar por el pasillo en dirección al cuarto de baño.- Ven por aquí.- exige. Y Sonia obedece, aunque le resulta un poco absurdo seguir a alguien que anuncia que va al cuarto de baño. Carmela entra en el retrete y deja la puerta abierta. Se baja las bragas y se sienta en el wáter ante la perplejidad de Sonia que trata de bajar la vista educadamente.
-Anda no seas mojigata. ¿A ti no te gusta cagar? Bah, estoy segura de que no, a la gente como tú no os gusta nada.- Sonia se arma de valor y responde:

-Oiga, ¿por qué me dice esas cosas? No debería haber venido.
-No digas tonterías. Estoy segura de que esto es lo mejor que has hecho en todo el día.
-Mejor me voy.
-No.- sentencia Carmela.- Tú te quedas aquí. Anda, dime, ¿a qué decías que has venido?- Sonia se muerde el labio y piensa un poco en la situación. Todo le parece obsceno y ridículo. ¿Por qué le importa tanto la opinión de aquella vieja vulgar?
-He venido para que me explique por qué estoy podrida.
-Aaaaah…así me gusta. Estaba segura de que era eso. Pero no tengas prisa, ya llegaremos a eso.-responde Carmela, que se sube las bragas sin apenas limpiarse el culo.

La mujer podrida (1)

Carmela se despierta con un vigoroso golpe de tos que la lleva hasta la expectoración. Cuando se recupera aún se queda un rato tumbada en la cama, respirando con dificultad, pensando en nada. No sabe cuánto tiempo ha pasado cuando se incorpora hasta sentarse. Después se calza las zapatillas de andar por casa y, apoyándose aparatosamente en la mesilla y en la cama, finalmente se levanta. A sus cincuenta y ocho años, Carmela es una mujer podrida. Coge un cigarrillo con sus manos podridas y lo enciende con un fósforo. La primera bocanada del día siempre es la más satisfactoria. El humo penetra profundamente en sus pulmones podridos, hasta los más recónditos rincones de su árbol bronquial y puede sentir la nicotina viajando en su torrente sanguíneo para alimentar a todas las células decrépitas de su cuerpo podrido.
Sale de la habitación caminando con pasos cortos, arrastrando un poco los pies, en parte porque las fuerzas hace ya tiempo que le faltan, en parte porque no le da la gana de levantarlos. Al otro lado del pasillo ve la puerta de la habitación de su marido abierta, señal inequívoca de que el fontanero ya se ha ido a trabajar. De estar en casa, durmiendo, la puerta se encontraría cerrada, dejando así el paso vedado para ella. Hace algún tiempo que ya no siente ira por su marido, al pensar en él ahora sólo siente una mezcla de desidia y repugnancia.

-Hijo de puta egoísta-farfulla Carmela mientras exhala otra larga bocanada de humo.

Lo que más detesta de su marido es el engaño. De puertas para fuera él es el hombre perfecto: amable, atento, simpático, trabajador. Todo el mundo se deshace en elogios hacia él, le comentan lo bueno que es, la suerte que tiene de que la cuide. Ella, al contrario, es ruda, antipática y huidiza. Aunque aún se trata con unos pocos vecinos, en realidad la gente le importa poco. A veces le gustaría decirle a todos con su boca podrida que su marido es un impostor, que en casa la ignora desde hace años, que las conversaciones se limitan a la programación televisiva, sus cuidados médicos, los asuntos laborales de él y nada más. Hace tanto tiempo que no mantienen relaciones sexuales que Carmela no puede recordar la última vez. Pero aunque en muchas ocasiones se ve tentada, nunca descubre la pantomima de su marido. Cuando la gente halaga las virtudes de éste, ella se limita a contestar con un escueto “sí, tengo mucha suerte”, mientras en su interior siente nauseas por el hombre del que un día se enamoró. No es que no hablen ni que él no se interese por ella. Su marido sigue siendo su marido, sin embargo, Carmela se siente objeto de un agravio más profundo, más íntimo. Se siente objeto de la peor de las traiciones que un marido puede cometer contra una esposa. Su marido la ha repudiado como mujer.

Calienta en el microondas una taza con agua a la que añade una bolsita de té negro. Se sienta a bebérselo lentamente, mientras fuma otro cigarrillo, el segundo, que ya intoxica menos sus pulmones podridos. Entre el humo se mira un poco las piernas hinchadas por el edema. Su corazón ya no bombea con suficiente fuerza su sangre y entonces se le acumula líquido en los tobillos, en los pulmones…en todas partes. Cuando termina el té se levanta y malfriega la taza que deja secando en el escurridor. El reloj de la cocina marca las doce de la mañana. Saca del frigorífico un botellín de Cruzcampo y se toma la mitad de un sólo trago, el primer trago, que como el primer cigarrillo es el único que tiene un sabor puro. Se come una loncha de chopped para acompañar y en eso consiste su desayuno. Termina la cerveza y se marcha al dormitorio a vestirse y prepararse para su cita con el médico. Hoy le toca revisión con el Digestivo. De todo su cuerpo, su hígado es el órgano más podrido. Los médicos dicen que todo lo que le pasa empieza en el hígado. Y todo lo que le pasa en el hígado tiene que ver con el alcohol. Carmela, sin embargo, difiere. Para ella, toda la podredumbre de su cuerpo empieza en el alma. Y todo lo que le pasa en el alma tiene que ver con su marido, Alberto, el fontanero que imposta ser el marido perfecto.

Mientras se viste piensa en la primera noche que durmieron separados, hace ya catorce años. Su hija se había ido ese mismo día camino de Madrid, donde estudiaría Periodismo en la Universidad. Cuando terminaron de cenar, Alberto dijo que esa noche dormiría en la cama de la niña, “que hace mucho calor y así descanso más”. Y desde esa noche nunca volvieron a compartir la cama. Y con el paso de los días, en la misma medida que él ampliaba sus horarios de trabajo se acrecentaba la tristeza de ella. Al principio limpió mucho, para entretenerse y no pensar, pero al poco la fregona y las bayetas no le sirvieron para dispersar sus pensamientos. Y entonces empezó a beber.
Sin cambiarse de bragas se pone unos pantalones marrones y una camisa blanca. Se huele un poco las axilas y se lamenta de que no huelan más, ella disfruta torturando a los médicos. ¡Qué se jodan!-piensa-Bastante me joden ellos a mí.

Casi una hora después de su primera cerveza, Carmela entra en el vagón del tren en dirección a su cita en el Hospital. Camina arrastrando los pies, agarrada a un bastón firme, de roble; un bastón elegante y fuerte que contrasta con su cuerpo podrido. Se deja caer en un asiento que no es el suyo y mira por la ventana mientras recupera un poco el aliento. Al poco se le acerca una mujer joven que reclama su asiento:

-Oh, disculpe, creo que se ha sentado usted en mi sitio.-le dice mientras comprueba su ticket.
-Es que me mareo si voy para atrás.-responde Carmela de mala gana, sin mirarla, pensando en qué clase de tonta se molesta en ocupar el asiento correcto en un tren que va medio vacío.
-Ah, bueno…entonces me siento yo aquí.

La mujer se sienta frente a ella, desprendiendo una fuerte oleada de un perfume floral que huele a caro. La fragancia es tan intensa que no la deja percibir su propio olor. Carmela se vuelve entonces a mirarla con repugnancia. Es rubia, teñida, claro, muy rubia, con el pelo casi blanco y corto, muy corto. Tiene la tez pálida y la nariz pequeña. Al principio parece guapa, pero en realidad, si la miras con detenimiento, hay algo en su rostro, una expresión que la delata. No es guapa, es fea, quizá alguna vez fue guapa de verdad, con esa belleza inocente que derrocha la lozanía, pero ahora no. Ahora queda claro que se esfuerza en esconder la verdad de su incipiente fealdad. El maquillaje caro, el peinado, el tinte, la ropa buena, las joyas…todo tratando de disimular lo que su gesto revela: la rubia también está podrida. Carmela la mira con detenimiento, observándola mientras come. Y cada movimiento confirma su opinión. Ahora ha puesto una servilleta en su regazo y está comiendo una ensalada y bebiendo un zumo verde de aspecto asqueroso. Tiene las piernas cruzadas elegantemente y come con exquisita mesura. Sin embargo, a pesar de sus modales, su podredumbre es innegable. Carmela golpea con el pie su bastón hasta dejarlo caer sobre la otra mujer.

-Oh, perdón-le dice la rubia.
-No pasa nada. Te perdono- responde Carmela con una media sonrisa. Se agacha a recoger el bastón y percibe entonces de lejos su propio olor, amortiguado por el perfume de la chica. Es un olor dulzón, excesivo y penetrante, que no se parece a ningún otro y que nunca se olvida: el olor de la enfermedad. Pero entonces la chica se mueve y otra vez la fragancia floral inunda todo el espacio.

-¿Necesita ayuda?- le pregunta la rubia.
-No gracias, come tranquila.- Pero la joven ya ha terminado y está guardando los restos de su almuerzo en un bolso caro, de una marca que Carmela no conoce. Después se pinta los labios y se mira en un pequeño espejo que saca de una polvera. Carmela se ríe entre dientes, pensando que hay cosas que no pueden ocultarse. La rubia finge que no la escucha y se queda sentada con las piernas cruzadas, mirando por la ventana con expresión liviana.

-Tú estás podrida.-enuncia Carmela. La rubia se sobresalta un poco y se vuelve a mirarla.
-¿Disculpe?-pregunta educadamente.
-Jajajaja- Y Carmela se ríe estentóreamente.- Anda, no seas mojigata, me has oído perfectamente. He dicho que tú estás podrida. Debajo del maquillaje, del gimnasio, de la mierda de comida que comes, de la ropa cara…debajo de todo lo que tienes puedo verlo: tú estás podrida. Y puedo verlo porque yo también estoy podrida, pero yo al menos no lo escondo. Cualquiera puede ver que estoy podrida. Hay quien incluso puede adivinar por qué estoy podrida, o las razones por las que dicen los médicos que estoy podrida, que eso es otra cosa…Pero tú te escondes, te disfrazas de señorita elegante, cuando en realidad estás tan podrida como yo.
La rubia pone expresión de desconcierto, la mira atónita durante unos segundos y después dice:
-Disculpe señora, pero no sé de qué está hablando.- la respuesta molesta a Carmela, que esperaba más sinceridad de la rubia.
-Estás peor de lo que pensaba, llevas tanto tiempo fingiendo que tú misma te has creído tus mentiras.
-Mire señora…no sé de que está hablando, pero me está molestando.
-Oh, ahí estás, por fin…ahora ya empezamos a entendernos.
-No, yo no entiendo nada.- Y la rubia se levanta contrariada.
-¿Adónde vas, estúpida?- dice Carmela, que la agarra con su mano podrida.- Siéntate- ordena con tanta firmeza que la otra obedece. Se queda un tiempo meditando, mirando por la ventana, hasta que la rubia pregunta:
-¿Qué es lo que quiere?
-Dame un papel y un boli.- La joven busca en su bolso con desgana, pero al poco le entrega a Carmela lo que ha pedido.
-¿Por qué me ha dicho eso? Es usted una maleducada.
-¿Quieres saber lo que quiero?¿Quieres saber por qué estás podrida? Aquí tienes.-responde Carmela. Y le devuelve el papel en el que ha escrito su dirección.- Ven a verme cualquier tarde.

El tren ha parado, así que Carmela se levanta, agarra su bastón y abandona el vagón arrastrando sus pies podridos.
-¡Se lleva mi boli!-reclama a sus espaldas la rubia, pero Carmela finge que no la escucha y sigue adelante, riéndose mientras coge un cigarrillo con sus manos podridas.

Inexorablemente

El cuerpo se muere, inexorablemente. Muere. Aún cuando no es cuerpo sino mórula, irremediablemente muere. Ya desde entonces las células caminan hacia una funesta, ineludible, inevitable y apoptótica muerte. Programada en el ADN, entrelazada a la vida desde el propio origen de ésta, allí, en el mismo código fuente, allí donde mana la vida se esconde la muerte. El cuerpo, las células, programadas para comer, crecer, replicarse y vivir, lo están también para matar [se]. Donde [se] somos todos.  Y en este [se] la humanidad transmuta lo natural en imposible. La muerte, tan natural, tan primitiva, tan originaria…la muerte es siempre una tragedia. Miles, millones de células en tu interior están muriendo ahora mismo, en silencio, taimadas y obedientes, cumplen con la orden que hay inscrita en sus desoxirribonucleótidos… Millones de harakiris silenciosos y obedientes, millones de suicidios [te] suceden. Donde [te] somos todos. Llóralos todos. Llora todas las tragedias mortuorias que  habitan tu biológica humanidad en este momento. En [tu] interior lo sabes, en realidad lo sabes, la vida está llena de muerte y el cuerpo se muere, inexorablemente. [Se] muere. Donde [se] somos todos.