Muertos

Alguien ha muerto

Yo aún no lo sé, pero alguien ha muerto. Ha muerto en la calle, tirado en medio del asfalto, atropellado en un mal cruce. Es una de esas muertes crueles que te llegan de repente, sin darte tiempo para un último adiós, un último beso, una última caricia, una muerte cruel e inesperada.

Me dirijo a mi coche que está aparcado en la calle, la misma calle donde ese muerto yace en medio del asfalto. Hay una ambulancia con las luces encendidas, sólo las luces que, mudas de sonido, generan una sensación inquietante. Los sanitarios y el cuerpo están parapetados detrás de un biombo rudimentario, mientras alguna gente se arremolina en la calle tratando de ver qué sucede. Mañana leeré en el periódico que, a esa hora, las 17:03, el hombre ya estaba muerto, aunque yo me lo imagino porque por una rendija del biombo veo que el movimiento, ese abejeo incesante de las maniobras de resucitación ya ha parado.

Me monto en el coche y dirijo una mirada de suficiencia a los mirones que, impúdicos, se paran frente a la tragedia. De repente me asalta una duda: ¿Acaso habría que pararse? ¿Será quizá eso lo más respetuoso? ¿No habría el mundo de detenerse, aunque fuera solo un momento, ante la tragedia del final de una vida humana?

Arranco el coche.

 

Aquí yace un desconocido

El aire era una leve brisa impregnada del frescor de las primeras horas de la mañana y del olor a eucaliptos. Los pájaros entonaban cantos exóticos como cualquier otro día de principios del verano en Australia. El sol era aún un suave toque cálido en la piel y mis pisadas sólo un murmullo apagado en la tierra y la hojarasca, un murmullo que no llegaba a perturbar la plácida quietud de aquel lugar; un cementerio en mitad de la nada, un pedazo de tierra con un puñado de lápidas que marcaban el lugar donde los difuntos reposaban rodeados de árboles y abovedados de un cielo azul infinito. Caminé detrás de él en dirección a las tumbas, sintiendo la torpeza de mis movimientos en comparación con los suyos, con esa sensación de extranjeridad que siempre me embarga cuando estoy lejos de casa y, sobre todo, lejos del idioma.  Esa sensación de entumecimiento  que lo cubre todo con una pátina de novedad y extrañeza, con una pátina de lejanía.

Al llegar a las tumbas el silencio se hizo más denso, más doloroso. La madre muerta, el abuelo muerto, la abuela muerta, un bebé…Le cogí la mano al aflorar las primeras lágrimas y le di un abrazo largo, de esos que van cargados de consuelo, de amor, de disculpas; de todo eso que a veces no llegan a decir las palabras y que trata de llenar, sin conseguirlo, el hueco que dejan los muertos.

Taciturnos deambulamos entre las tumbas, descifrando en cada epitafio la tragedia individual del final de una vida. Me paré frente a una lápida más pobre que las otras, más discreta. La inscripción rezaba, en inglés, “Aquí yace un desconocido”. La tristeza me invadió como una oleada. Sentí pena de aquel hombre que había muerto sin que hubiera nadie que acertara a nombrarlo. Al mismo tiempo, sentí que ese muerto sin nombre no era de nadie y era de todos, también mío. Los otros difuntos tenían padres, esposas, hijos, hermanos, pero el desconocido no tenía a nadie, razón misma por la que podía tenernos a cualquiera. Un ser humano muerto, una vida segada. Una vida con todos sus planes, todos sus decires, todas sus vivencias…Y el pobre se muere sin nombre. Arranqué una flor silvestre de entra la hierba y la dejé junto a la lápida. Aquí yace un desconocido.

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