El Agujero

  ¿No te ha dolido?-preguntó el médico mientras examinaba con cuidado la zona afectada. A Inmaculada le molestaba aquella mirada minuciosa e inquisitiva, aquel paseo impío por los recovecos de su cuerpo, el escrutinio impúdico y, sobre todo, le molestaba la cualidad masculina de aquella mirada.  Hubiera preferido que la atendiera una mujer, pero no dijo nada. Desde que llegó al Hospital no había dicho nada. Su madre había explicado lo que “había hecho su hija” para sorpresa de todos los que la escucharon. Después las habían conducido a un box y les habían dicho que esperaran allí. Ahora ella se sentía incómoda, sola con el médico, que no paraba de preguntarle estupideces sobre el dolor o por qué no había dicho nada antes. La única pregunta que de verdad importaba, el por qué de su decisión, aún no se la había formulado nadie.
-Me ha dicho la Enfermera que tu madre se ha puesto mala, creo que le ha dado un ataque de ansiedad. No te preocupes, está bien, la están atendiendo en otra consulta.
Inmaculada sentía miedo de quedarse sola,  pero como siempre no dijo nada. Supuso que su madre estaría quejándose sobre ella, sobre lo mala hija que era y por qué no la habría bendecido Dios con un hijo. Una vez más, su madre la había abandonado a su suerte.

  Mientras yacía postrada en la camilla, Ana pensaba en cuánto detestaba a su hija. Desde que naciera no había hecho más que darle disgustos. Ya el parto fue complicado y ella estuvo al borde la muerte. Por si este fuera poco agravio, Inmaculada tenía la ingrata virtud de recordarle a su exmarido que la había dejado cuando la niña contaba con sólo un año. Tentada estuvo entonces de deshacerse de su hija dándola en adopción, pero aquello hubiera dado al traste con su imagen de mujer devota, por lo que, tomando la decisión de la que más se arrepentiría en su vida, se quedó con ella. Más de una noche había rezado Ana para que Dios sembrara en ella el amor que debía profesarle a su hija, pero sus plegarias nunca fueron escuchadas. Su hija se le antojaba extraña y callada, siempre alelada y perdida en sus propios ensueños, recelosa del contacto con los otros. La muy estúpida ni siquiera hablaba para quejarse cuando Ana le regañaba. Pero, ante todo, lo que más detestaba de su hija era que fuese una mujer. Nunca te fíes de los hombres, pero fíate mucho menos de las mujeres.-repetía cada vez que la ocasión se prestaba. El sueño de toda su vida había sido tener un hijo, pero Dios la había puesto a prueba enviándole una hija, una mujer. Una mujer que primero intentó matarla y después había dado al traste con su matrimonio. Porque para Ana, de la marcha de su exmarido la culpable era Inmaculada, su maldita hija. Y así cuando se fue, en lugar de una madre y su buen hijo, fueron dos mujeres solas en el mundo. ¿Qué iban a hacer dos mujeres solas en el mundo?
Y a pesar de todas sus oraciones Ana nunca superó aquella prueba, lo más que pudo hacer fue no darla en adopción, nada más. Nunca encontró la manera de querer a su hija, nunca pudo perdonarle el borde de la muerte, nunca pudo perdonarle el abandono del marido y, ante todo, nunca pudo perdonarle que le recordara que, ella misma, era también una mujer.
Pero esta vez, la tontería que había hecho esta vez era demasiado…

  -¿Cómo te lo has hecho?- preguntó el médico.-¿Te lo has hecho tú sola?-Inmaculada siguió callada. El médico le recordó a la Señorita Maite, la psicóloga del colegio, a la que veía desde que tenía 6 años. Inmaculada recordaba como aquella mujer se acercó un día en el recreo y se agachó para hablar con ella mientras jugaba con la arena. Le hizo muchas preguntas, ella respondió a algunas e hizo caso omiso a otras, pero hubo una que la desconcertó. ¿Por qué te vistes como un niño?- había dicho la Señorita. Y ella se quedó mirándola fijamente sin lograr comprender la pregunta y sin lograr comprender la diferencia entre ser un niño y ser una niña. Después le dio una nota para que su madre fuese al día siguiente al Colegio para hablar con sus maestras. Ella no estuvo presente en la conversación, pero recordaba que su madre había salido llorando y que, desde entonces, nunca más la vistieron como a un chico. A pesar de los desesperados intentos por que fuera un niño, desde los seis años su madre volvió a tratarla como a una mujer, si es que alguna vez volvió a tratarla.
-Lo que vamos a hacer es cortarte las costuras que te has hecho, porque si sigue así mucho tiempo se te va a infectar, además esto tiene que estar abierto…¿por qué te lo has hecho?- Inmaculada sintió que se mareaba. El médico había hecho la pregunta que de verdad importaba, pero ella sólo podía pensar en lo aterrador que era que eso quedara abierto. No quería tener el agujero abierto. El agujero, aquella violenta brecha que se hundía en su carne hasta llegar a lo más profundo de sus entrañas. Aquel agujero, por el que sentía que podía escaparse su alma. Aquel agujero era el horror. Aunque a sus quince años apenas tenía amigas, escuchaba como las otras niñas del Colegio hablaban de hacerlo y, aún sin tener muy claro el significado, sólo sabía que no quería hacerlo. Lo llamaban sexo, peligro, decía su madre. Para Inmaculada, la idea de alguien entrando por el agujero, penetrando e invadiendo su ser, poseyéndola, devorándola, era inconcebible… el agujero era un error, una terrible falla en su ser.
Sintió sus piernas temblar cuando vio al médico preparar el instrumental con las manos enfundadas en los guantes blancos.

  A Carmen le encantaban las Urgencias, le gustaba el ritmo y la necesidad de pensar y diagnosticar rápido. Prefería los casos más médicos y le dejaba los casos más quirúrgicos a Miguel, su compañero de Guardias. Acababa de atender a un hombre con un infarto y, siendo las nueve de la noche, pensó que estaría bien que fueran a comer algo, pero su amigo estaba ocupado. Se acercó a una de las Auxiliares que se encargaban de repartir las analíticas y la saludó:
-¿Qué está viendo Miguel?
-Uff, ni te lo vas a creer.-se rió-Una loca, que se ha cosido el chocho.

Niño Feo

  Niño feo se despierta una mañana de Domingo. Como siempre, encuentra a su madre recostada junto a él. Se vuelve hacia ella y con su pequeña mano rechoncha acaricia su pelo, lo admira, lo huele ese largo cabello oscuro que tanto le gusta. Su madre es su persona preferida en el mundo y con la que pasa la mayor parte del tiempo. Ella se acuesta todas las noches a su lado, justo después de contarle un cuento, y le hace caricias en la espalda para que se duerma. Aunque él ya tiene cinco años y es mayor, aún hay veces que su madre le da el pecho, como cuando era un bebé y solo comía leche de la teta. Me dabas unos bocados muy grandes y me dolía mucho porque eres un glotón- le dice su madre de forma pícara algunos días, mientras le pellizca la nariz para hacerlo rabiar-.
A sus cinco años, Niño feo nada sabe de su fealdad. Nada sabe de sus orejas bajas ni de sus ojos hipertelóricos. Nada sabe de su carácter huraño y bizarro, desconoce completamente lo repulsivo de su aspecto y la repugnancia que genera en los otros, incómodo como resulta, sólo por su mera presencia. Pero él nada sabe aún de todo eso. Él es un príncipe, como tantas veces le repite su madre.
Las noches de invierno, ella le pone vicks vaporub en el pecho, mientras él admira su belleza delicada y siente ese cosquilleo que recorre su cuerpo y al que aún no sabe dar nombre. Sólo una noche ella no quiso darle caricias porque él se había portado mal. Fue un sábado hace ya un par de meses. Él había pasado la tarde en la explanada detrás de casa, jugando a ser un gran príncipe que protegía a su reina de todos las desgracias y los monstruos que asediaban sus dominios. Este pequeño príncipe cazaba en los bosques y era tan fuerte y poderoso que todos le temían. Y como prueba de su extraordinario poder, había torturado a un gato hasta la muerte y luego se lo había llevado triunfal a su madre como recompensa. Cuando apareció en la cocina con aquel obsequio funesto, María miró a su hijo afligida:

-Mi príncipe no, no puedes hacer daño a los animales, eso no está bien-dijo ella- y después lo obligó a enterrar el cadáver. Pero al día siguiente todo volvió a la normalidad y Niño feo nunca acabó de entender qué era aquello tan malo que había hecho, él, que sólo trataba de ser el príncipe de su madre.

  María regresa del sueño desvelada por las caricias de su hijo. Abre los ojos lentamente y el rostro del niño cobra forma en su retina. Lo contempla como otras tantas veces y siente como un puñal el sufrimiento que se cierne sobre su pequeño. Los otros chicos aún no han comenzado a excluirlo, ese mismo día está invitado a una fiesta de cumpleaños, pero ella sabe que ocurrirá tarde o temprano. Ella sabe de lo cruel del mundo, sabe que su hijo, su príncipe, será objeto de muchas burlas, muchas silenciosas y muchas clamorosas, será objeto de risas y murmullos, la gente no verá jamás más allá de su infame figura. Su fealdad será siempre una condena.
Lo mira y se pregunta por qué los demás no podrán nunca ver lo que ella ve. María lo ama por encima de todas las cosas. Lo ama como la parte que fue de su ser. Su hijo, su hijo, que salió de sus entrañas, su carne, su sangre…a veces incluso olvida que una vez hubo un padre y piensa que es sólo suyo, todo suyo. Y otras veces se siente culpable y se pregunta qué podría haber hecho para que él hubiera heredado unos rasgos más amables, que de seguro le habrían dispensado una vida mejor. Y lo vuelve a mirar y se enrabieta, es tan precioso y tan tierno, su príncipe, aunque sólo ella pueda verlo.
-Hola mi príncipe, ¿ya estás en marcha?- y lo besa largamente en los labios, lo que más quiere en el mundo…

  A las 5 de la tarde, María comienza a preparar a su hijo para asistir a la fiesta de cumpleaños de un compañero del Colegio. Niño feo apenas habla de los otros chicos, así que ella está contenta de que lo hayan invitado. Saca del armario la ropa de domingo, una camisa de cuadros azules y un pantalón corto marrón, pero el niño se empeña en ir vestido con su disfraz de Superman. María duda por un momento, pero nunca es capaz de negarse a las peticiones de su hijo. Treinta minutos después salen por la puerta, ella vestida de madre, él ataviado con la indumentaria de superhéroe. Su aspecto es francamente ridículo: bajito, medio gordo y desgarbado, Superman tullido. Son los últimos en llegar a la celebración. Al abrir la puerta, la dueña de la casa la saluda y en seguida se la lleva a conversar con otras madres. María puede ver cómo su hijo se acerca a los otros niños, pero sólo los observa y no se arrima a jugar con ellos.

  Niño feo busca con la mirada al único chico que le interesa de la fiesta, el anfitrión, Niño guapo. Lo ve al fondo del salón comedor sentado en el suelo, rodeado de otros tantos compañeros del colegio, rubio y sonriente, jugando con un coche teledirigido. Se acerca corriendo y se suma al corrillo, pero no dice nada. Se queda mirando taciturno y enjuto, como una presencia inquietante, hasta que el juguete choca contra sus pies. ¡Has venido! -exclama Niño guapo-. ¡Ven! -ordena mientras se levanta. Lo toma de la mano y sale corriendo escaleras arriba.
Niño feo sigue al otro chico hasta su habitación. Le gustan las paredes pintadas de azul y el avión que cuelga del techo.
Yo también tengo un disfraz -anuncia el otro-, pero él sigue extasiado, girando sobre sí mismo apreciando cada detalle del dormitorio, pensando que el suyo es mucho más pobre. Cuando se vuelve a mirar a su amigo lo encuentra desnudo, calzándose un traje de Batman.
-¿Te gusta?- le pregunta.
-Sí -responde tímidamente Niño feo. Contempla al otro chico y siente extrañeza en su cuerpo. Mira nuevamente su habitación y lo mira a él. De repente siente que quiere tener lo que él tiene, quiere ser como él, lo quiere a él.
-¿Quieres tarta? Vamos abajo.-Y los dos superhéroes caminan de nuevo hacia la escalera.
-Espera, te he hecho una cosa…por tu cumple.
Niño guapo recibe una hoja de papel que desdobla y encuentra un dibujo de trazo torpe: dos figuras alargadas, sin rostro, junto a una casa achatada y sin ventanas.
-Gracias- responde el homenajeado.
Niño Feo lo mira y sin pensarlo lo besa en los labios, como suele hacer con su madre.
-¿Qué haces?¡Qué asco! -dice el otro mientras se retira- ¡Y el dibujo es muy feo!
Y el príncipe se siente destronado. Y siente el calor de la ira creciendo en su pequeño y vil cuerpo. Se acuerda del gato y, como un resorte, alarga la mano. Y
 Superman empuja a Batman. Y Niño guapo cae rodando estrepitosamente por la escalera hasta que, con un golpe seco, queda tendido en el suelo de la planta baja con su cabeza en una posición anatómicamente imposible y sus ojos azules desprovistos de vida. Niño feo observa triunfal la escena mientras guarda su dibujo. Se siente poderoso y piensa que su madre estaría orgullosa de él.

  Alertados por el ruido los otros chicos y los padres llegan corriendo. Es sólo entonces cuando Niño feo comienza a llorar.
María escucha los gritos y en su interior se forma una oscura sombra, ella sabe de lo cruel del mundo…