Todas aquellas cartas, que ahora estaban esparcidas por el suelo de su habitación, nunca las había enviado. Y Lola comprendía que las palabras no dichas son siempre las más pesadas, las que consumen el alma. Diez años de amor no correspondido, diez años de tequieros, de ojalases, de teechodemenos…diez años de palabras que pesaban toneladas.
Sacó del armario la vieja maleta de cuero que le regaló su abuela el día que murió.-Guárdala para una ocasión especial-le había dicho al dársela. -Nada más especial que esto-pensó Lola. Así que poco a poco guardó todas esas palabras en la maleta y después la cargó en el coche. Estaba decidida.
No había ido a Cádiz desde que Marcelo la abandonó y, en varios momentos del viaje, se sintió mareada por el temor a que por alguna cruel casualidad se fueran a encontrar. Condujo sin prisa, dejando que fluyera la nueva fuerza que había encontrado en sí misma.
Al llegar a la ciudad puso rumbo a la Caleta, sin querer volver la vista a los lados para que no la acosaran los recuerdos. Dejó el coche mal aparcado, pensando que un momento como aquel bien valía una multa. Cogió la maleta y echó andar por el Paseo Fernando Quiñones. Siempre le gustó ese puente, que discurría sobre el mar como un estrecho istmo que unía la playa de la Caleta con el castillo de San Sebastián. A mitad de trayecto, Lola se paró a contemplar el agua. Alzó su maleta y la arrojó con furia al mar. Y pesadas se hundieron las palabras…y el mar las devoró sin compasión. La antigua Dolores se dio media vuelta y la nueva Lola comenzó a caminar, dejando tras de sí la inmensidad azul de aquel mar de palabras pesadas.