A CINCUENTA SISTOLES POR MINUTO

  El corazón humano late a un promedio de 70 sístoles por minuto. En 60 segundos, el ventrículo izquierdo se contrae unas 70 veces, empujando a la sangre perezosa en su recorrido por los entresijos de un cuerpo lleno de avenidas y callejuelas.
En el año 2005 el consumo energético mundial fue de 138900 TeraWatios por hora, 2315 TW por minuto. El desfase es más que evidente.


  Amelia pensó que el ser humano es mucho más lento que el mundo. Ese mundo glotón que devora 2315 Terawatios cada minuto y nos obliga a correr mucho más allá de nuestros parsimoniosos 70 latidos por minuto. Claro que la frecuencia cardíaca no es constante, a veces se acelera hasta las 100 o 120 sístoles por minuto y a veces aminora hasta las 40 o 50, pero siempre lejos de los 2315 Terawatios que mantienen la Tierra encendida cada sesenta segundos. 
El corazón de Amelia no era distinto al de cualquier joven de 30 años. Sin embargo, aquel día, cuando Alberto se marchó de casa, su corazón se paró un poco. No del todo, pero sí lo suficiente para frenar su siempre acelerada marcha. “Estoy mal, lo quiero dejar” -había dicho él-. Y a aquella sístole le siguió una larga diástole…y Amelia escuchó incrédula todas las cosas que dijo Alberto sin llegar a entenderlas. Quizá no entendía nada porque él latía a una frecuencia mucho más alta que la suya. Él estaba enfadado. Ella, abatida. Él la insultó, dijo cosas terribles…y se marchó dejando la casa cargada de silencio. Ella se quedó allí sentada, a 50 sístoles por minuto, pensando en cómo era posible que un día se quisieran tanto y al siguiente ya no tuvieran ni futuro ni presente. Se quedó sentada mucho rato, mientras el mundo seguía girando ajeno a las tragedias de cada individuo que lo habita. No, el mundo no esperó a Amelia. Ni siquiera Alberto -que la había querido tanto- lo había hecho, mucho menos iba esperarla el mundo, siempre agitado y enloquecido, que seguía corriendo y comiendo en su debacle de watios, julios y terawatiosSí, se quedó allí sentada, pensando en sístoles y en diástoles y en lo misterioso y abrumador que es el proceso por el que se deja de querer a alguien.
  
  No pudo evitar preguntarse cuántas parejas estarían rompiendo su relación justo en aquel minuto, pensando que quizá podría calcularse una frecuencia mundial de pérdida del amor, como si al convertir la desgracia en una constante, ésta se hiciera menos dolorosa. Pero sabía que no. Sabía que aquel agujero que comenzaba a sentir en su cuerpo tenía que ver con la pérdida, con todo lo que se va con la persona que nos deja. Y sabía que no hay forma de diluir la tristeza en fórmulas matemáticas ni en estadísticas de consumo energético mundial. Así que siguió allí, tontamente sentada, a 50 sístoles por minuto, hasta que al mundo le dio por amanecer.

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