No podía decir en que momento exacto se había enamorado de Ángel, de hecho, estaba segura de que había ocurrido de forma progresiva, con el discurrir sereno de los días compartiendo casa. Habían pasado de ser dos desconocidos que coinciden en un piso de alquiler a convertirse en amigos. Alba recordaba con cristalina nitidez la primera vez que vio a Ángel, fresco y desaliñado, en el sofá del salón del domicilio que ahora cohabitaban, sentados los dos frente a la que sería su casera. Para ambos era su primer día en Sevilla, ella llegada desde Córdoba para estudiar Ingeniería de Telecomunicaciones y él, extremeño, que se había matriculado en Bellas Artes. Habían concertado la entrevista con la dueña del piso por separado, pero por cuestiones de tiempo ésta los había recibido juntos. El tiempo, definitivamente el tiempo los había unido. Las noches de estudio, las fiestas, los cafés, los desayunos apresurados en la cocina habían hecho su trabajo y, como el agua que horada su camino en la roca, se habían establecido entre ellos los lazos que constituyen la amistad. Y nuevamente fue cuestión de tiempo que Alba comenzara a sentir que sus emociones iban más allá. Fue así cómo, sin clara explicación, Ángel se había convertido en la fuerza que movía todas sus mareas. En los pocos momentos de pleamar Alba pensaba que era posible que el chico también sintiera algo por ella, pero luego llegaba inevitablemente la bajamar y se sentía completamente descorazonada y desquerida. En su mente deshojaba margaritas a diario, escudriñando todas las palabras y los pequeños gestos del chico, en busca de un signo, cualquier señal que la hiciera decidirse, me quiere-no me quiere. Pero la balanza nunca acababa de inclinarse lo suficiente como para sacarla de la estanqueidad de la incerteza. Así, a base de silencios, de palabras sofocadas, estaba hecho el querer de Alba. Y como lo que no se dice no existe, era el suyo un amor inédito e inexistente, terriblemente inexistente y terriblemente doloroso. Lacerante.
Escuchó como al otro lado Ángel andaba ya entregado al ritmo de la mañana, seguramente preparando sus enseres para ir a la Facultad. Ella tenía el día libre, así que podía remolonear en la cama, además no quería cruzarse con el chico, hoy, tocaba bajamar. Se levantó al oír que la puerta de la casa se cerraba e hizo la cama tranquilamente, esmerada como era para todo. Salió de su habitación y en seguida la embriagó el olor de Ángel. Podía notarlo por toda la casa, en todas partes y, en días como ese, cada inspiración le suponía una tortura, cuando la fragancia del aire se le volvía angustia una vez llegaba a la profundidad de sus pulmones. Se preparó un café solo y se lo bebió tranquilamente, acompañado de algunas galletas integrales, sentada en el sofá mientras veía la edición matinal de las noticias en la televisión. Se tumbó a contemplar como el mundo seguía tan mal como siempre, pensó en estudiar un rato pero su cabeza vagaba en el incesante deshoje floral habitual.
Llevaba unos días evitando encontrarse con Ángel. Hacía justo dos noches el chico había salido con unos amigos, ella se quedó en casa estudiando y estaba ya en la cama, aún despierta, cuando él regresó. Aguzó el oído y escuchó el sonido de dos pares de pisadas diferentes; a las clásicas de Ángel se sumaron las de unos tacones descalzándose en el pasillo a medio camino de la habitación del chico. Agazapada contra la pared Alba pudo escuchar como al otro lado su amado y la intrusa se tumbaban en la mitad de su cama que quedaba en el más allá del muro. Se cubrió ligeramente con la sábana y continúo escuchando. Él se quitó los zapatos, un cinturón cayó, unas risas apagadas anunciaron el momento de la ropa interior, casi le pareció que podía oír el sonido de los besos que se dispensaron, como si fueran cañonazos que el cuerpo enemigo arrojaba contra su parte del campo de batalla. Y el placer al otro lado fue soledad en su más acá. Ella, Alba, continúo aferrada a su pared blanca y desnuda, acariciándola a pesar de todo, sin poder contener las lágrimas mientras Ángel y la otra chica se deshacían en gemidos y arrumacos. Y esa noche su cama fue aún más fría que de costumbre. Y en su cabeza arrancó un pétalo de no me quiere.
Desde entonces había fingido estar muy ocupada con un trabajo para clase. Salía temprano, antes de que el chico despertara, y regresaba ya tarde tras pasar el día en la Facultad, comunicándose con su compañero de piso únicamente por breves mensajes de texto. Aquella mañana era la primera que pasaba en casa desde hacía dos días.
Serían las once cuando por fin se levantó del sofá y se encaminó a la cocina para lavar los restos del frugal desayuno que había tomado. Terminó de fregar la taza y fue entonces cuando encontró la nota en el frigorífico. Un post-it amarillo, en el que con un rotulador rojo Ángel había escrito lo siguiente: Te echo de menos, dónde andas? Comemos juntos hoy?
Alba se quedó muy quieta frente a la nevera, leyendo letra a letra el mensaje. Te echo de menos, te echo de menos…Y lentamente la marea comenzó a subir arrastrada por la fuerza de aquellas palabras escritas en rojo. En seguida fue a buscar el móvil y envió un mensaje para Ángel: Estoy en casa, yo hago la comida. Quieres arroz? La respuesta de él no tardó en llegar: Bien!!– escribió. Y las aguas crecieron aún más en el interior de Alba.
Se entregó a las labores de la cocina con delicadeza, añadiendo con cariño cada ingrediente, mientras trataba de borrar de su mente las huellas del desastre de hacía dos noches. Para cuando Ángel entró en la casa, una generosa mesa bien dispuesta para el almuerzo lo estaba aguardando. Él saludó sonriente a su compañera de piso y le dio un abrazo cariñoso. Alba se sintió turbada y aún se resistió a arrancar otro pétalo. Se sentaron a comer, ni siquiera encendieron la televisión, y hablaron largo rato. Él le preguntó por el trabajo que la tenía tan ocupada y ella contestó con evasivas. Bebieron vino para acompañar al resumen de los dos días que habían estado lejos, viviendo juntos sin encontrarse, siendo el uno para el otro como los fantasmas que caminan por el mundo de los vivos sin dejarse ver. Él no mencionó a la intrusa y ella no se sintió con derecho a preguntar. Se percató de cuánto había extrañado la sonrisa del chico en esos dos días, le resultaba siempre tan cautivadora. Se rieron y disfrutaron de la comida y de la compañía. Y ella volvió a amarlo en secreto.
Se levantó a preparar café y, cuando regresó con la bandeja, encontró que Ángel se había quedado dormido. Siempre le divertía la facilidad que tenía él para quedarse dormido. Pobre-pensó- estará cansado. Se sentó en una silla, admirando las bellas facciones del chico que se hallaba medio tumbado en el sofá. Después de ratos como el que acababan de pasar se cuestionaba por qué nunca le había confesado su amor. Y la respuesta siempre acababa emergiendo de la profundidad de sus mares: tenía miedo. Le aterraba que con sólo decir te quiero el mundo fuera a estallar y romperse en un montón de fragmentos. Pensó en lo irónico que era que una futura especialista en Telecomunicaciones fuera una absoluta inútil en la comunicación íntima y tuviera miedo de dos palabras, del mensaje que transmitían esas dos palabras al encadenarse. Por sí solas, esas dos palabras no decían nada, estando separadas te y quiero no eran absolutamente nada más que dos palabras inertes, pero al unirse lo cambiaban todo. Alba se preguntó si te sufriría tanto como ella en su búsqueda semántica del quiero, como si las palabras también pudieran estar separadas por una pared blanca y desnuda. Continúo mirando extasiada al chico y, por una vez, se atrevió a pronunciar: Te quiero. Lo dijo bajito, balbuceando, casi sin emitir más sonido que el murmullo de los labios al moverse. Y entonces sonó el ruido. Sordo, ahogado. Los dos se sobresaltaron. Y Alba tuvo miedo de que verdaderamente el mundo se hubiese roto por el peso de sus palabras.