El Ruido IV: Primero B

  Alba se despertó mirando a la pared blanca y desnuda. En un gesto automático acarició tristemente la lisa superficie. Todos los días anhelaba atravesar aquel muro y pasar al otro lado. Allí, en el otro lado, en el más allá de sus sábanas dormía Ángel. El chico ocupaba la habitación contigua a la suya y, desde hacía un tiempo, Alba había cambiado la disposición de los muebles de su dormitorio, de manera que las camas de ambos se hallaban únicamente separadas por el tabique que ella acariciaba todas las mañanas. Esa pared, blanca y desnuda, se alzaba cruel como el muro en Berlín, convirtiendo su cama en un frío desierto de anhelos de amor, de vanas esperanzas, de tristezas, de angustias…Alba se acurrucaba por las noches contra la pared, al arrullo de sus sábanas siempre frías en la ausencia del otro, esperando que algún día, o más bien alguna noche, aquel terrible telón de acero cayera y reuniera su cuerpo con el cuerpo del chico. Y desolada despertaba todas las mañanas cuando al abrir los ojos comprobaba que los ladrillos seguían sosteniendo la frontera entre ella y su amado. Entonces acariciaba la pared, soñando con que a fuerza de tocarla con ganas alguna vez el chico pudiera sentir sobre su piel la llamada de sus dedos.
  No podía decir en que momento exacto se había enamorado de Ángel, de hecho, estaba segura de que había ocurrido de forma progresiva, con el discurrir sereno de los días compartiendo casa. Habían pasado de ser dos desconocidos que coinciden en un piso de alquiler a convertirse en amigos. Alba recordaba con cristalina nitidez la primera vez que vio a Ángel, fresco y desaliñado, en el sofá del salón del domicilio que ahora cohabitaban, sentados los dos frente a la que sería su casera. Para ambos era su primer día en Sevilla, ella llegada desde Córdoba para estudiar Ingeniería de Telecomunicaciones y él, extremeño, que se había matriculado en Bellas Artes. Habían concertado la entrevista con la dueña del piso por separado, pero por cuestiones de tiempo ésta los había recibido juntos. El tiempo, definitivamente el tiempo los había unido. Las noches de estudio, las fiestas, los cafés, los desayunos apresurados en la cocina habían hecho su trabajo y, como el agua que horada su camino en la roca, se habían establecido entre ellos los lazos que constituyen la amistad. Y nuevamente fue cuestión de tiempo que Alba comenzara a sentir que sus emociones iban más allá. Fue así cómo, sin clara explicación, Ángel se había convertido en la fuerza que movía todas sus mareas. En los pocos momentos de pleamar Alba pensaba que era posible que el chico también sintiera algo por ella, pero luego llegaba inevitablemente la bajamar y se sentía completamente descorazonada y desquerida. En su mente deshojaba margaritas a diario, escudriñando todas las palabras y los pequeños gestos del chico, en busca de un signo, cualquier señal que la hiciera decidirse, me quiere-no me quiere. Pero la balanza nunca acababa de inclinarse lo suficiente como para sacarla de la estanqueidad de la incerteza. Así, a base de silencios, de palabras sofocadas, estaba hecho el querer de Alba. Y como lo que no se dice no existe, era el suyo un amor inédito e inexistente, terriblemente inexistente y terriblemente doloroso. Lacerante.

  Escuchó como al otro lado Ángel andaba ya entregado al ritmo de la mañana, seguramente preparando sus enseres para ir a la Facultad. Ella tenía el día libre, así que podía remolonear en la cama, además no quería cruzarse con el chico, hoy, tocaba bajamar. Se levantó al oír que la puerta de la casa se cerraba e hizo la cama tranquilamente, esmerada como era para todo. Salió de su habitación y en seguida la embriagó el olor de Ángel. Podía notarlo por toda la casa, en todas partes y, en días como ese, cada inspiración le suponía una tortura, cuando la fragancia del aire se le volvía angustia una vez llegaba a la profundidad de sus pulmones. Se preparó un café solo y se lo bebió tranquilamente, acompañado de algunas galletas integrales, sentada en el sofá mientras veía la edición matinal de las noticias en la televisión. Se tumbó a contemplar como el mundo seguía tan mal como siempre, pensó en estudiar un rato pero su cabeza vagaba en el incesante deshoje floral habitual.
  Llevaba unos días evitando encontrarse con Ángel. Hacía justo dos noches el chico había salido con unos amigos, ella se quedó en casa estudiando y estaba ya en la cama, aún despierta, cuando él regresó. Aguzó el oído y escuchó el sonido de dos pares de pisadas diferentes; a las clásicas de Ángel se sumaron las de unos tacones descalzándose en el pasillo a medio camino de la habitación del chico. Agazapada contra la pared Alba pudo escuchar como al otro lado su amado y la intrusa se tumbaban en la mitad de su cama que quedaba en el más allá del muro. Se cubrió ligeramente con la sábana y continúo escuchando. Él se quitó los zapatos, un cinturón cayó, unas risas apagadas anunciaron el momento de la ropa interior, casi le pareció que podía oír el sonido de los besos que se dispensaron, como si fueran cañonazos que el cuerpo enemigo arrojaba contra su parte del campo de batalla. Y el placer al otro lado fue soledad en su más acá. Ella, Alba, continúo aferrada a su pared blanca y desnuda, acariciándola a pesar de todo, sin poder contener las lágrimas mientras Ángel y la otra chica se deshacían en gemidos y arrumacos. Y esa noche su cama fue aún más fría que de costumbre. Y en su cabeza arrancó un pétalo de no me quiere.

  Desde entonces había fingido estar muy ocupada con un trabajo para clase. Salía temprano, antes de que el chico despertara, y regresaba ya tarde tras pasar el día en la Facultad, comunicándose con su compañero de piso únicamente por breves mensajes de texto. Aquella mañana era la primera que pasaba en casa desde hacía dos días.
  Serían las once cuando por fin se levantó del sofá y se encaminó a la cocina para lavar los restos del frugal desayuno que había tomado. Terminó de fregar la taza y fue entonces cuando encontró la nota en el frigorífico. Un post-it amarillo, en el que con un rotulador rojo Ángel había escrito lo siguiente: Te echo de menos, dónde andas? Comemos juntos hoy?
Alba se quedó muy quieta frente a la nevera, leyendo letra a letra el mensaje. Te echo de menos, te echo de menos…Y lentamente la marea comenzó a subir arrastrada por la fuerza de aquellas palabras escritas en rojo. En seguida fue a buscar el móvil y envió un mensaje para Ángel: Estoy en casa, yo hago la comida. Quieres arroz? La respuesta de él no tardó en llegar: Bien!!– escribió. Y las aguas crecieron aún más en el interior de Alba.
  Se entregó a las labores de la cocina con delicadeza, añadiendo con cariño cada ingrediente, mientras trataba de borrar de su mente las huellas del desastre de hacía dos noches. Para cuando Ángel entró en la casa, una generosa mesa bien dispuesta para el almuerzo lo estaba aguardando. Él saludó sonriente a su compañera de piso y le dio un abrazo cariñoso. Alba se sintió turbada y aún se resistió a arrancar otro pétalo. Se sentaron a comer, ni siquiera encendieron la televisión, y hablaron largo rato. Él le preguntó por el trabajo que la tenía tan ocupada y ella contestó con evasivas. Bebieron vino para acompañar al resumen de los dos días que habían estado lejos, viviendo juntos sin encontrarse, siendo el uno para el otro como los fantasmas que caminan por el mundo de los vivos sin dejarse ver. Él no mencionó a la intrusa y ella no se sintió con derecho a preguntar. Se percató de cuánto había extrañado la sonrisa del chico en esos dos días, le resultaba siempre tan cautivadora. Se rieron y disfrutaron de la comida y de la compañía. Y ella volvió a amarlo en secreto.

  Se levantó a preparar café y, cuando regresó con la bandeja, encontró que Ángel se había quedado dormido. Siempre le divertía la facilidad que tenía él para quedarse dormido. Pobre-pensó- estará cansado. Se sentó en una silla, admirando las bellas facciones del chico que se hallaba medio tumbado en el sofá. Después de ratos como el que acababan de pasar se cuestionaba por qué nunca le había confesado su amor. Y la respuesta siempre acababa emergiendo de la profundidad de sus mares: tenía miedo. Le aterraba que con sólo decir te quiero el mundo fuera a estallar y romperse en un montón de fragmentos. Pensó en lo irónico que era que una futura especialista en Telecomunicaciones fuera una absoluta inútil en la comunicación íntima y tuviera miedo de dos palabras, del mensaje que transmitían esas dos palabras al encadenarse. Por sí solas, esas dos palabras no decían nada, estando separadas te y quiero no eran absolutamente nada más que dos palabras inertes, pero al unirse lo cambiaban todo. Alba se preguntó si te sufriría tanto como ella en su búsqueda semántica del quiero, como si las palabras también pudieran estar separadas por una pared blanca y desnuda. Continúo mirando extasiada al chico y, por una vez, se atrevió a pronunciar: Te quiero. Lo dijo bajito, balbuceando, casi sin emitir más sonido que el murmullo de los labios al moverse. Y entonces sonó el ruido. Sordo, ahogado. Los dos se sobresaltaron. Y Alba tuvo miedo de que verdaderamente el mundo se hubiese roto por el peso de sus palabras.

El Ruido III: Primero A

  Rosario se calzó el tacón aún dolorida. Al apoyar los dos pies sobre el suelo sintió una punzada que atravesó su cuerpo desde el bajovientre hasta una zona ilocalizable del interior de su pecho. Guardó los cuarenta euros con desprecio en el bolso de imitación de Chanel que dos días antes había comprado en el chino de la esquina de su calle.  Cerró la puerta de la habitación y caminó por el pasillo enmoquetado cojeando. Notaba cómo el labio le palpitaba y lo imaginó hinchado. Se percató de que no veía bien por un ojo. Lo bueno de los hostales baratos es que los empleados nunca hacen preguntas. Ella salió intentado mantenerse digna y erguida a pesar de su aspecto. En cuanto atravesó la puerta del establecimiento se halló en plena Alameda de Hércules, desierta a esas horas de la madrugada. Pensó en tomar un taxi, pero sabía que ninguno pararía ante su llamada, así que se dispuso a hacer el camino andando, rezando para llegar a tiempo de que ningún vecino se hubiera despertado aún y nadie la encontrara en ese estado ni en esas vestiduras. Y Rosario, sus dolores, sus tacones y su bolso del chino pusieron rumbo a Triana.
  Decidió dar un ligero rodeo, evitando el centro en busca de calles menos transitadas. Agradeció la brisa nocturna que la devolvía a la realidad y la sacaba del torbellino de sus pensamientos. De entre todos los golpes que había recibido esa noche, el que se le hacía más mezquino era que aquel desgraciado hubiera pensado que era puta. Claro que había cogido el dinero sin dudarlo, pero la paliza que había recibido bien valían los cuarenta euros que el caballero había tirado sobre la cama junto a su cuerpo malherido. Se sentía sucia y vacía, el dolor físico iba en aumento a cada paso que daba, y aún así no alcanzaba a ser tan intenso como para anestesiar la tristeza. Aquel hombre, que al principio le había parecido tan cortés, había terminado golpeándola brutalmente. Cojeando como iba, tardó mucho más de lo habitual en recorrer el camino. Se paró en mitad del puente de Triana, apoyada en la barandilla, a recuperar un poco el aliento. Miró al río y se sintió pequeña y desdichada ante la magnitud de las aguas negras que se desplegaban bajo su mirada. Se lamentó de sí misma y de su mala suerte, contuvo las lágrimas y continúo su renqueante camino. Aunque no se cruzó con nadie, hubiera dado la vida por ser invisible.

  Encaró la puerta del edificio en el que vivía cuando los primeros rayos de sol comenzaban a bañar la ciudad. Como pudo subió las escaleras hasta su piso, el primero A, sintiéndose afortunada por no haberse cruzado con ningún vecino. En los más de quince años que llevaba viviendo allí, nunca había regresado a casa en esas condiciones. Era una comunidad tranquila, de buena gente, donde una noticia así habría resultado un pequeño escándalo. Así que, por encima de todas las cosas, temía pavorosamente que su vida diurna pudiera llegar a conocer de su vida nocturna. Ya en la intimidad de su hogar se sintió levemente reconfortada, se descalzó y caminó hasta el baño arrastrando un poco los pies, luchando por evitar el dolor que sentía. Se miró en el espejo y ya no pudo contener las lágrimas. Tenía el labio y un ojo hinchados, el rimmel corrido y el carmín de los labios desgastado. Lloró amargamente y pensó en lo duro que es ser mujer. Eso ella lo sabía mejor que nadie.
  Se quitó la peluca y la dejó caer pesadamente al suelo. Contempló la expresión extraña que quedaba entonces en su cara, el hombre maquillado y vestido de mujer. Y se preguntó si sería ése su verdadero rostro, el auténtico, el único que no guardaba secretos, que no ocultaba vidas, el único rostro completo en una existencia repleta de medias verdades. Por las mañanas era Paco, un tranquilo empleado de una oficina del Banco Santander, con sus gafas y sus pantalones de pinzas, educado, responsable y solterón. Tres noches en semana era Rosario, una travesti que actuaba en un conocido local del ambiente sevillano. Un sitio tan oscuro como los secretos que guardaba Paco, lleno de gente nocturna y tenebrosa, pero donde todas las Rosarios del mundo eran aceptadas sin reservas ni inquisiciones. Sólo en lugares como ése se le permitía a ella ser mujer.
  Aún recordaba con viveza la primera vez que vio un espectáculo de travestis, a sus veinte años, en un local tan sórdido como el que ahora acogía a Rosario y ubicado en un Torremolinos que se resistía tenaz a las ataduras del franquismo. El joven Paco quedó absolutamente fascinado por la ilusión que generaba el travestismo. Aquellas mujeronas frívolas y sufridas a partes iguales, hechas a sí mismas, irreverentes, sobreactuadas y descaradas creaban un ambiente de mágico ensueño que se le antojó entonces propio del circo. Y encontró que su otro ser, verdaderamente, podía ser. No fue hasta varios años después cuando comenzó a frecuentar los pocos lugares de Sevilla donde acudían travestis. Conoció a una de ellas, su amiga Pepa, que en paz descanse la pobre, que falleció de SIDA hacía ya ocho años. Ella le enseñó a coser, a maquillarse y a construir esa mujer que él podía ser. Y él aprendió y, desde entonces, Rosario salía de las sombras de Paco de jueves a sábado, para sumirse en la oscuridad del único mundo que le permitía existir.

  Se bajó la cremallera y se sacó el vestido negro aflamencado que llevaba. Se quitó el sujetador y las tetas postizas, se liberó de la media que cubría la cabeza, se lavó la cara. Después se desmaquilló con cuidado para no hacerse daño en el ojo y el labio y, por último, se quitó la faja y las bragas. Miró hacia abajo y vio su pene allí colgando, real e impúdico, y fue entonces cuando volvió a sentirse Paco. Él también herido. También llorando.
  La noche había empezado bastante bien. Había interpretado dos canciones: A tu vera y Ne me quitte pas; ella sólo imitaba a las grandes de la copla y a las damas de la canción francesa, no como las travestis modernas, mamarrachas todas, que preferían a Madonna, a Lady Gaga o a cualquier otra estrella musical que confundía la feminidad con la vulgaridad. Se equivocaban, ella no encontraba nada del ser mujer en la chabacanería de aquellas coreografías simplonas. Para ella, la feminidad tenía que ver con la herida, la profunda herida que dividía su alma y la hacía tan diferente de un hombre. Y eso sólo lo encontraba en la copla y en la chanson francesa.
  Al bajarse del escenario después de su segunda actuación se le acercó aquel tipo. No era muy guapo pero parecía fuerte. Tendría unos cincuenta años bien llevados y era educado, envolvente, de esos hombres que la hacían sentirse irresistiblemente mujer. Él pagó dos copas, ella bebió whisky, como buena coplera, y sonrió y coqueteó tanto como las circunstancias merecían. Él la sedujo, le contó que no iba mucho por allí, que no le gustaban ese tipo de lugares, pero que ella era diferente, una señora caminando entre el barro. Ella vibró con su cercanía, su olor masculino, sus antebrazos fuertes. Se dejó hacer. Aceptó la invitación de él para acompañarlo a un hostal cercano. Las normas del establecimiento obligaban al pago por adelantado y él se encargó caballerosamente de los asuntos de dinero, como corresponde a los hombres. Ya en la habitación la besó impetuosamente, la desnudó hasta donde ella consintió, la tumbó en la cama y tras ponerse un condón lubricado la penetró haciendo a un lado las bragas. Ella yacía boca arriba, con las piernas en los hombros de él, que por su parte comenzó a incrementar el ritmo. Rosario pudo ver cómo a él le excitaba tocar el bulto donde se ocultaba el pene de Paco. Y tanto creció la excitación que se la folló con rabia, con violencia. Se lo folló, a él, al hombre que había tras la mujer travestida. Se lo folló furiosamente, con esa emoción animal que tan cerca se halla de la muerte. Ella pensó que nunca había desatado una pasión similar en ningún hombre. Pobre ilusa, no era ella, era Paco, o la conjunción que formaban ambos. Y cuando terminó al caballero la pasión se le tornó ira. La miró furibundo y le dio un puñetazo en la cara. Ella gritó y él le tapo la boca y descargó la fortaleza de sus antebrazos muchas veces.
-Para, para, por favor…-balbuceaba Rosario intentado liberarse de las manos del caballero. Aquel hombre le dio una buena paliza, a ella, a Paco, a los dos. Cuando se cansó de golpearla le escupió, se vistió y tiró cuarenta euros en la cama antes de marcharse.

  Paco sacó unos calzoncillos de la cómoda de su habitación y se los puso lentamente. Pensó en curarse las heridas o en ir a Urgencias, pero estaba tan cansado. Además le daba vergüenza. Siempre podía decir que unos chicos le habían atracado, sí, eso contaría. Pero necesitaba dormir un poco. Agradeció no tener que trabajar ese día. Fue al salón y sacó del cajón de las medicinas un Valium que se tomó sin agua. Se sentó un momento en el sofá, mirando con extrañeza a su alrededor, aún incapaz de creer la violencia de la que había sido objeto. ¿Por qué yo? ¿qué le he hecho? Si le estaba gustando-pensó amargamente, sin poder llegar a comprender que su única falta había sido precisamente esa, la de gustarle. Encendió la tele, aunque más que al aparato se quedó mirando a las figuras de la gitana y el toro que había encima y al pequeño retrato de la Duquesa de Alba que colgaba justo detrás. Se quedó dormido, en un sueño superficial que duró muchas horas y ayudó a reparar un poco su cuerpo dolorido pero no su alma torturada. En duermevela le pareció escuchar un ruido que venía lejano de la calle, aunque no acertó a desvelarse. Momentos después se despertó angustiado al oír las sirenas en la calle, pensando que quizá venían por él. Abrió los ojos. Y le costó discernir si había muerto.