El Ruido VIII. Tercero B

  Ana abrió los ojos lentamente y enseguida se vio sobresaltada por la sensación del cambio. Había sido siempre una mujer intuitiva, así que podía percibir la sutileza de la diferencia, casi como si de un olor se tratara, incluso antes de saber qué ocurría. Cuando sus pupilas se fueron acomodando a la luz pudo ver que se encontraba en su habitación, en su casa, en la pequeña cama de noventa que compró sólo unos meses después de que su Francisco falleciera. Al morir su marido, la cama de matrimonio le parecía un desierto inhóspito, con un vacío frío inmenso allí donde solía yacer aquel. Y despertaba siempre acurrucada en una esquinita del colchón, con la sensación de haber maldormido acuciada por las pesadillas. Finalmente, harta del desierto de 135 cms, compró aquella cama, más pequeña y más recogida. Y, aunque la desproporción del tamaño hacía parecer su habitación ridículamente grande y ridículamente vacía, pensó que, ya que de lidiar con vacíos se trataba, prefería estos en el espacio de su alcoba, a cambio de dormir en una cama que su cuerpo pudiera llenar completamente, para así en los sueños engañar a su mente y sentirse menos sola.
Retiró un poco la ligera colcha que tejiera hacía muchos veranos y, una vez que vio respondida la pregunta acerca de dónde se encontraba, llegó el momento de responder al cuándo. Y entonces el cambio dejó de ser sólo un aroma, una intuición, para cobrar certeza corpórea. El cuándo era la respuesta que esclarecía el cambio. Ese día, por obra de la providencia, todos los impulsos eléctricos habían encontrado el camino correcto en el amasijo de vías neuronales de su cerebro. Y las tinieblas que la habían envuelto en los últimos años se disiparon. Se sintió repentinamente despierta, como si hubiera retornado de un sueño muy largo, y sintió su mente clara como nunca, ágil, con todos los recuerdos en el lugar correcto, en un punto de su hipocampo accesible a la rememoración. Año 2014, eso marcaba el almanaque de San Juan de Dios que tenía en la mesilla de noche. Y a la curiosidad inicial por la causa que habría obrado tamaña magia le siguió la tristeza por la penuria del tiempo entre tinieblas.
  Su hija María entró en la habitación sigilosamente y se acercó a la cama. La tocó suavemente en el hombro y cariñosamente le dijo:
-Vamos reina, que se van dos, el día y el sol.
Ana la miró desconcertada, pensando en cuántas veces habría pronunciado aquellas mismas palabras para despertar a su hija cuando era pequeña. Trató de recordar cuántas veces se había repetido aquella escena en los últimos años desde que le diagnosticaran el Alzheimer y lo incalculable de la cifra la mareó. No pudo evitar pensar entonces en cómo la vejez iguala a los adultos con los niños, torpes, desamparados, pero mientras la minusvalía de la infancia se recibe con la ilusión de la vida prometida, la senectud genera el asco, la repulsa del cuerpo decrépito que camina hacia la muerte; el contacto con la infancia rejuvenece, la vejez es el espejo del que al asomarnos emerge la imagen de nuestra propia finitud.

  Ana tomó el brazo de su hija y caminó lentamente con ella hasta la cocina. Hubiera querido decirle que estaba bien, que podía comer por sí misma pero, ¿cómo explicarlo?, ¿qué pasaría si al día siguiente volvía a despertar absorta y perdida como de costumbre? Se limitó a callar y ponerle fáciles las cosas a su hija. Ese día no hubo quejas ni manchas en el babero. Vamos a la ducha– anunció María- y se encaminaron las dos en silencio hacia el cuarto de baño. Ana sintió pena de sí misma, con sus pasitos cortos y sin fuerza apenas para levantar los pies, agarrada del brazo de su hija, como dos beatas en una procesión. La Amargura, pensó. Ya en el baño María procedió a quitarle el pañal con la pasmosa naturalidad que sólo otorga la práctica, mientras ella se ruborizaba por la vergüenza, sintiéndose estúpida por no haberse percatado hasta ese momento de que llevaba pañales. El agua de la ducha corrió sobre ella como un torrente, mientras María la enjabonaba cuidadosamente, frotando con esmero cada milímetro de su piel, en una operación en la que su intimidad y su dignidad quedaban profundamente expuestas, profundamente ligadas al hacer de su hija. Se sintió dependiente. Gran dependiente decían los papeles de las trabajadoras sociales que ella nunca había leído. Miró apenada su cuerpo caduco, encorvada, con la piel ajada y fláccida, las carnes blandas, podía sentir las arrugas cuarteándole el rostro… El tiempo había devastado todo el vigor que la caracterizara en la juventud. Y bajo el agua, en la crudeza de su desnudez se sintió acabada, se sintió muerta. Pensó que la providencia no le había hecho ningún regalo aquel día, las tinieblas al menos la protegían de aquella cruel visión de sí misma y, por eso, las echó de menos. Y entonces se sintió egoísta, al ver las atenciones que su hija le dispensaba cariñosamente. La miró a hurtadillas mientras la secaba cuidadosamente con la toalla y mientras le teñía el pelo después. Miró sus manos encallecidas, sus ojos cansados. Se encargaba de arreglarle el cabello a ella cuando el suyo propio estaba seco y salpicado de canas, su semblante preocupado. Parloteaba incesantemente, contándole las andanzas de los vecinos del barrio, esforzándose por darle a la escena una apariencia de normalidad que se antojaba imposible. A pesar de que hoy la entendía, Ana sabía que su hija pasaba los días hablando sola, comiendo sola, viviendo sola, llorando sola. Ella no era más que un cuerpo sobreviviendo, arrastrándose lentamente en su camino hacia el inexorable final de sus días. Y en cuidarla malgastaba sus días María. No pudo evitar las lágrimas que acompañaron a este pensamiento: su hija, joven y lozana, marchitándose en el proceso de cuidar de ella. La miró de nuevo, con lágrimas en los ojos, mientras la joven intentaba consolarla. Anda no llores que te pones muy fea- le dijo cariñosamente y, después, la besó en la mejilla y le secó las lágrimas. Tras lavarle y secarle el pelo, la ayudó a sentarse en el váter. Ana orinó rápidamente y se aguantó la vergüenza y la culpa cuando su hija limpió sus genitales.

  María la dejó en el salón, sentada en su vieja mecedora, mientras por su parte se esmeraba en limpiar el polvo. Ana abrió el libro de sopas de letras que tenía en su regazo y sintió pena de sí misma al ver las hojas llenas de garabatos sin sentido. Le horrorizó pensar en cómo la enfermedad le había quitado todas sus habilidades y, poco a poco, toda su vida. Pero mucho más aún le horrorizó pensar en cómo su enfermedad había detenido también la vida de su hija. La miró mientras limpiaba, sabiendo que hacía aquello todos los días. ¿De qué vive?-se preguntó. ¿De qué vivimos?. Ella, que había tenido que hacer tantas cuentas cuando murió su Francisco, sabía lo cara que es la vida y se sintió preocupada por su hija. La joven continuaba envuelta en los quehaceres del hogar, dirigiéndole de vez en cuando algunas palabras o contándole alguna anécdota. A Ana le hubiera gustado levantarse y hacerse cargo de todo, decirle a María que volviera inmediatamente al trabajo y que se echara un novio, pero miró sus piernas llenas de varices y comprendió que su cuerpo ya no tenía nada que decir ni que poner en orden. Sus varices, sus piernas, su joroba y su cuerpo cansado la situaron en la terrible certidumbre del orden natural de las cosas. Su hora había pasado. Y su hija desperdiciaba la suya, tratando de hablarle a una madre que hacía tiempo que no estaba allí.
Almorzaron temprano, siguiendo la costumbre que impusieran los deseos de su marido, que gustaba de comer en horario europeo. Él había sido un hombre culto y viajado, más allá de lo propio para la época en la que se crió. Tuvo la suerte de empezar a trabajar bastante joven como ayudante del director de una empresa de importaciones. Lejos de hacerlo rico, el trabajo le permitió conocer otros países y tener un sueldo lo suficientemente holgado como para comprar los últimos dos pisos de aquel bloque de Triana para construir un dúplex. Cuando él falleció, Ana hizo todo lo que estuvo en su mano para conservar aquella casa, que había sido el sueño de su marido, y sacar adelante a María.

  Después de comer, su hija la llevó de nuevo a su habitación y la sentó en una butaca grande de la que ella no guardaba recuerdos, así que imaginó que habría sido adquirida durante los años en los que había estado sumida en las tinieblas. Antes de salir, María le dio un beso y sintonizó Radiolé. En cuanto cerró la puerta, Ana no pudo reprimir el llanto. Lloró amargamente, escuchando coplas antiguas que había cantado una y mil veces mientras preparaba la comida en la cocina de aquella misma casa. Lloró por sus recuerdos que habían estado tanto tiempo perdidos y por el miedo de que si se quedaba dormida volvieran a perderse de forma irremediable. Y sobre todo lloró por su hija, que había abandonado su propia vida para dedicársela a ella. Volvió a pensar en cuál habría de ser la razón por la que ese día había despertado con tal lucidez en su pensamiento. No en las causas médicas -que pierden toda su relevancia cuando uno está a punto de morir- sino en el sentido que aquella magia tenía para su vida. Y entonces pensó en María. Su hija de sus amores. Se levantó y buscó con dificultad un papel entre los recovecos de su habitación. La tarea le ocupó largo rato, con su cuerpo vencido por los años andando de acá para allá, hasta que finalmente se le ocurrió arrancar un trozo de una hoja de un libro de crucigramas. Hubiera querido escribir una larga carta, decirle a su hija cuánto la amaba y darle todos los consejos de los que fuera capaz para que la acompañaran durante su vida, pero sus manos deformadas por la artrosis no respondían a sus deseos. Con su letra menuda y temblona escribió una sóla palabra y dejó la nota encima de su cama. Después fue al tocador y se peinó sin mirarse apenas al espejo para no encontrarse con su propia imagen. Y nuevamente salió en procesión. La Amargura caminó lentamente por el largo pasillo hasta la puerta de entrada a su casa y se acercó al mueble del recibidor. Allí, en el viejo cenicero de recuerdo de su visita a Toledo, encontró un manojo de llaves que cogió antes de salir. No se molestó en cerrar la puerta para no hacer ruido y continuó su camino escaleras arriba parándose a ratos a recobrar el aliento. Ya en la azotea sintió el calor propio de la siesta sevillana. Aunque no podría decir la hora que era, ésta se le antojó apropiada para su propósito, torera. Miró sus pies enfundados en unas zapatillas negras y vio sus tobillos hinchados del esfuerzo. Se planchó con las manos el bambito de flores, aspiró aire profundamente y se encaramó al alféizar. Le hubiera gustado subirse de forma más elegante, pero su cuerpo no le dio para más, así que trepó como pudo pensando en que se vería ridícula, como si fuera una salamanquesa vieja y enjuta. A horcajadas sobre la barandilla dedicó un último pensamiento a su hija, esperando que la nota y la única palabra que contenía le evitaran la culpa. Vive, había escrito. Y se dejó caer. Y al llegar al suelo el ruido del golpe sonó como un crack.

El Ruido VII: Tercero A

  El primer sorbo de café por la mañana siempre ponía en marcha su día. Su cuerpo despertaba al calor de ese primer trago con su regusto recio y tostado. Ella siempre se sentaba en la misma silla, de frente a la ventana, con las manos en la antigua mesa vestida con un mantel de hule, disfrutando del silencio y de la hermosa ilusión de tranquilidad que otorgan las primeras horas de la mañana, cuando el mundo aún duerme ajeno a la vida. Acompañando al café se comía una tostada, casi un cuscurro del pan sobrante del día anterior, que regaba con aceite de oliva. Y cuando se levantaba por fin de la silla, alrededor de las 9 de la mañana, se inauguraba oficialmente su día. Entonces se daba una ducha, se vestía y se apresuraba a llamar a su madre, Ana, a quien estaba dedicada en cuerpo y alma desde que le diagnosticaran la enfermedad de Alzheimer. María había visto cómo su madre, otrora inquieta y parlanchina, se había ido deteriorando lentamente en los últimos tres años. Con tristeza asistió al progreso de la enfermedad, desde los primeros olvidos a las grandes lagunas en su memoria, de las primeras torpezas hasta los grandes desvaríos y, finalmente, la lenta pérdida de las palabras; hasta que vio poco a poco a su madre ensimismarse para acabar convertida en un cuerpo callado y cansado, dependiente hasta para sus cuidados más básicos, arrasada por la peor de las enfermedades que la naturaleza ha reservado al ser humano, el envejecimiento. La mujer, que en otro tiempo había llenado la casa con sus labores de ganchillo y otras manualidades, ahora pasaba el tiempo sentada en una mecedora, pintarrajeando los libros de sopa de letras que alguna Trabajadora Social les recomendara al principio de la enfermedad.

  María tocó suavemente el hombro de su madre que yacía tumbada en la cama.
“Vamos reina, que se van dos, el día y el sol”– le dijo, repitiendo la misma muletilla que la mujer empleaba para despertarla cuando ella era pequeña y fingía estar dormida para no ir al colegio. Su madre respondió con la misma mueca de extrañeza que pintaba su rostro casi todo el tiempo y que dejaba clara su perplejidad ante el más mundano de los acontecimientos.
-Soy yo, María, tu hija…venga levántate que hoy tenemos que hacer muchas cosas.
Sin decir nada Ana se limitó a obedecer de forma automática y a tomar el brazo que María le ofrecía para levantarse. Caminó en silencio, junto a su hija, quien la llevó a la cocina y le dio de comer. A María le sorprendió que ese día su madre aceptara el yogur y la fruta sin oposición alguna, acostumbrada como estaba a que aquella simple actividad se demorase más de una hora, y concluyese con parte de la comida manchando el babero que protegía las ropas de Ana. “Vamos a la ducha”, anunció, y sigilosamente se dirigieron las dos al cuarto de baño. María le quitó el camisón a su madre y después los pañales que, como sospechaba, estaban limpios. Los accidentes nocturnos ocurrían muy de cuando en cuando y, en realidad, las únicas veces que Ana obraba era fruto de los enemas que María le administraba unas dos veces en semana. La metió en la ducha y comprobó que el agua estuviera templada antes de comenzar a lavarla. Miró apenada aquel cuerpo caduco, con la joroba que encorvaba la espalda, la piel ajada y fláccida, las carnes blandas, las arrugas cuarteando el rostro… El tiempo había devastado todo el vigor que caracterizó a su madre durante su juventud. María la recordaba correteando por la casa siempre enfrascada en alguna tarea, hablando sin parar, organizándolo todo. Ahora, mientras la bañaba, la observó en toda la crudeza de su desnudez y en aquel cuerpo no pudo encontrar nada de su madre, más que la apariencia, un leve rastro, como los restos del incendio son sólo una sombra, un recuerdo de aquello que ardió consumido por el fuego. Y a su madre, pensó con tristeza, ya no le quedaban ni recuerdos.
La secó con delicadeza, suavemente, frotando un poco cada uno de sus miembros con una toalla gruesa, mientras la otra le devolvía una mirada inquieta, siguiendo con la vista todos sus movimientos, sin que María tuviese del todo claro si la mujer entendía lo que pasaba a su alrededor. La sentó en una silla frente al espejo. “Vamos a teñirte el pelo, ¡que mira qué canas tan feas te están saliendo!”– le dijo, y abrió el kit de tinte capilar que una vecina le había traído de la farmacia. Cuando la mezcla estuvo preparada, la aplicó cariñosamente en los cabellos de su madre, desde la raíz a las puntas, mientras le contaba los últimos chismes del barrio y le regalaba de cuando en cuando alguna caricia en la cara. Cuando terminó, le cubrió la cabeza con un gorro de plástico y se dispuso a esperar los diez minutos que recomendaban las instrucciones.
María se agachó hasta ponerse a la altura de su madre, para ajustarle bien el gorro, y fue entonces cuando descubrió las lágrimas en sus ojos, como dos regueros solitarios que surcaban el rostro envejecido de la mujer. “¿Qué te pasa?” Aquello sucedía en contadas ocasiones, pero cuando ocurría María se entristecía. Pensó que su madre, que siempre había sido coqueta, cesaría en su llanto al decirle que el gesto la afeaba y así todo podría volver a la silenciosa normalidad. “Anda no llores que te pones muy fea” la acució cariñosamente y, tras darle un beso en la mejilla, le secó las lágrimas con la mano. Después de lavarle la cabeza, el cabello de Ana volvió a brillar del color Rubio oscuro ceniza de Farmatint. María la sentó en el váter, y esperó pacientemente a que la mujer entendiera que tenía que orinar. Tardó bastante menos que de costumbre y al poco ya estaba nuevamente sentada en su mecedora, agarrando tontamente el libro de juegos de sopa de letras, mientras ella se esmeraba en limpiar el polvo.

  María echaba a veces de menos a su madre, la antigua, la que hablaba. Ella no paraba nunca de contarle cosas, deseando que en algún momento la madre enferma respondiera con algún gesto, alguna palabra, siquiera un beso o un abrazo, y en lugar de eso siempre se encontraba con la misma expresión de desconcierto en su rostro. Su médico de cabecera se había cansado ya de recomendarle que la internara en una Residencia, “va a estar muy bien…y tú podrás volver a trabajar y hacer tu vida”, le decía, pero ella se resistía. ¿Con quién podría estar su madre mejor que con ella? ¿Quién le dispensaría con tanto esmero las atenciones que ella le prestaba? Tras morir su padre, cuando ella tenía quince años, su madre hizo todo lo que estuvo en su mano para sacarla adelante dignamente. Trabajaba de limpiadora mientras ella acudía al instituto. Recorría todos los supermercados del barrio buscando “la oferta” en cada uno. Y se llenó de orgullo cuando sus ahorros y las becas del ministerio permitieron que María estudiase Periodismo. Sentía que ahora le correspondía a ella devolverle a su madre todo ese esfuerzo, todo ese sacrificio, toda esa vida. Por las tardes escribía, un par de horas, o al menos lo intentaba, puesto que hacía más de dos años que no era capaz de imaginar una sola palabra. Bloqueo, lo llamaban sus compañeros; tristeza, pensaba ella. Y preocupación, por el incierto destino que la esperaba, sin saber quién resistiría durante más tiempo la batalla contra la enfermedad: el cuerpo devastado de su madre o sus mermados ahorros.
María limpió levemente el salón, dirigiendo de cuando en cuando algunas palabras a su madre, tan absorta como siempre, que seguía sentada en la vieja mecedora. Algunas veces echaba una siesta por las mañanas, pero ese día estaba despierta, más cabizbaja que en otras ocasiones, tan callada como siempre. Le dio de comer un puré de calabacín, y nuevamente se sorprendió ante la sencillez de un acto que habitualmente suponía una lucha. Tras limpiarla la llevó a su habitación, al otro lado del piso, la sentó en una butaca grande y encendió la radio. La música llenó la estancia y poco a poco el eco se fue dejando sentir en todas los rincones de la casa. Su madre era aficionada a la copla, así que ella sintonizaba Radiolé. “Ahora voy a dejarte un ratito sola, para que escuches la radio y duermas un poco”-le dijo. Y tras esto se marchó a su habitación, donde se sentó al escritorio frente a un papel en blanco. Repetía aquella operación a diario, y todos los días obtenía idéntico resultado. Nada. Dudaba de si hacía bien dejando sola a su madre, pero se esforzaba por convencerse de que era necesario para su propia salud disfrutar de algún tiempo para ella, algún espacio que estuviera libre del trabajo que suponían los cuidados de una enferma. Pensaba entonces en cómo había cambiado su vida en los últimos años. Había dejado su trabajo, sus amistades, lo había dejado todo a excepción de su madre. Su madre, que ahora tan sólo era un cuerpo decrépito y desolado esperando pacientemente a la muerte. Y en la blancura del papel, María se resistía a la idea de que muertos los recuerdos de su madre y abandonada su vida anterior, a ella ya no le quedaba nada. Se resistía a aquella idea con todo el amor y la perseverancia de que disponía. Y cuando se cansaba de resistir, dejaba el bolígrafo sobre la mesa, se levantaba y acudía al encuentro de su madre, a quién abrazaba fuertemente, buscando su olor y la seguridad de su regazo. Y aquella sensación infantil le devolvía las ganas de cuidarla.

  Ese día aún no le habían aparecido las dudas. Se hallaba igualmente sentada frente a la hoja en blanco, mirándola, sintiendo cómo había una idea en lo más profundo de su cerebro, una historia, pujando por manar a la superficie y hacerse visible, dispuesta a ser escrita. Mas nunca llegaba. Siguió pensando, nadando en el mar embravecido de sus pensamientos, en busca de esa idea que anhelaba ser rescatada. Fue entonces cuando escuchó el ruido.

El ruido sonó como un crack. Una fuerte interrogación que lo conmocionó todo…– escribió. Y las palabras brotaron de sus manos cómo si siempre hubieran estado allí, esperando a ser escritas.

La despedida matemática de los amantes genéricos

  Los amantes se despidieron con un largo beso que dejó insatisfechos a ambos.  Al contrario que todos sus besos anteriores, aquel beso les supo a distancia, dejando en sus labios el sabor amargo de la despedida.  Habían sido ilusos, los amantes. Creyendo que el amor podía ser un juego, de tanto jugarlo se terminaron enamorando. Se enajenaron hasta el punto de pensar que podrían desafiar el tiempo y el espacio; y, finalmente, las leyes básicas de la Física se materializaron en aquel beso que, como cualquier otro beso de despedida, les dejo la herida de la separación.
  El resto del mundo siguió ajeno a la tragedia interior de los amantes, LAS tragedias, las dos, una por cada amante. Cada uno se separaba, se alejaba en direcciones opuestas, retirando su amor del otro, forzando a sus propios sentimientos a un retorno cruel desde el objeto deseado hasta la fuente de la que nacieron. Envueltos entre los pasajeros que caminaban por el andén buscando el tren, los amantes se miraron un tiempo, en silencio, perdidos cada uno en sus propias cavilaciones. Ninguno se atrevió a decir te quiero, pensando que era innecesario infligir más heridas a sus ya maltrechos corazones. Se soltaron las manos. Adiós, dijeron, aunque se contaron mucho más con los ojos. El uno dio media vuelta y subió al tren. El otro se quedó mirando hasta que el vehículo comenzó su viaje. Y así retomaron ambos sus vidas en solitario, sin saber cuánto tiempo alcanzarían a quererse en la distancia.
  Fueron ilusos, aunque no fueron necios. Ninguno de los dos creyó nunca en medias naranjas ni en almas gemelas. Ambos supieron siempre de la contingencia del amor. Lo curioso de tal afecto es, que una vez producida la casualidad, el encuentro, nadie le permanece inmutable. La Tierra y la Luna nunca estuvieron predestinadas a encontrarse, pero desde que se vieron por primera vez, ningún humano imagina el destino de la primera sin el voluntarioso discurrir giratorio de la segunda. Sin embargo, por más que sus destinos se hayan visto enlazados durante milenios, si se empujara a la Luna con suficiente fuerza, alcanzaría un punto de no retorno y la gravedad, que sostiene a la luna mucho más de lo que lo hace la querencia por su amada tierra, dejaría de actuar. Y la Luna iniciaría un viaje en solitario, a la espera de que en la cercanía de otro cuerpo celeste, la gravedad la atrajera hacia sí, y se iniciara así un nuevo romance.
  Los amantes se despidieron asustados de aquella certera verdad espacial. Y tristemente supieron que mas allá de la contingencia de su amor, ellos también eran contingentes. Amantes genéricos, representantes ª i cualesquiera de un conjunto A de parejas que se separan dejando su amor inconcluso. Dos don nadies, viviendo el drama matemático que suponía el sometimiento de su amor a las leyes elementales de la Física. Y mientras tanto el resto del mundo vagando en el andén.

La Quimera

La Quimera

dices que me quieres
pero no sé lo que sientes
no sé nada de tu cuerpo
no soy tú
no habito en ti
sólo sé de mí
sólo habito en mí
solo soy yo

me coges de la mano
te agarro pero sigues siendo tú
sigo siendo yo
la promesa del amor es una quimera
la fusión es imposible
siempre serás tú
siempre seré yo
solos
individuos

escucho tus palabras
te conozco
me conoces
pero no sé quien eres
no habito en tí
sólo sé de mí
sólo habito en mi
solo soy yo
eres tu
solos
individuos
y la quimérica promesa del amor

El Ruido VI: Segundo B

  Ella dijo sí. Y cerró la puerta. Aunque en realidad sabía que no. A través de la mirilla lo vio bajar el primer tramo de escaleras, hasta que desapareció en la vuelta que conducía hacia el primer piso. De repente se sintió seis horas más triste.
  Se habían conocido en un popular bar de Triana donde cantaban flamenco en directo.  Carmen estaba sentada en una de las mesas con sus amigas, disfrutando de la noche del viernes. En cuanto lo vio, el cabello rubio del chico le llamó la atención. Lo miró detenidamente y al poco se sintió atraída por él. Era alto, delgado, de aspecto despreocupado y sonrisa franca. No había más que verlo para percatarse de que no era sevillano, ni siquiera español, y sin embargo parecía de esas personas que se desenvuelven con soltura en cualquier parte. Fresco y divertido, se rió y habló con varias personas a pesar de que no parecía estar acompañado por nadie. Al segundo gin tonic Carmen se lo señaló a sus amigas, que admiraron las cualidades corporales del chico. Él seguía ajeno al interés que despertaba su presencia, sentado junto a la barra, como si nunca hubiese mostrado la más mínima preocupación por su aspecto físico. Jaleada por las otras chicas, una de las amigas de Carmen se acercó a saludarlo, por más que ésta intentara evitarlo. Minutos después regresó acompañada de él, que sonrió y saludó educadamente antes de sentarse junto a Carmen. Se llamaba Fréderic y resultó ser canadiense. Había llegado a Sevilla hacía tres días, desde Québec, y pretendía quedarse seis meses estudiando en la Universidad mientras trabajaba de profesor de francés a media jornada. Tenía los ojos vivos y las facciones definidas. Hablaba un español muy pobre y ella no entendía una palabra de francés, así que acordaron hablar en inglés. Ya desde las primeras palabras ambos pudieron sentir una complicidad impropia de un primer encuentro. Tras la conversación en el bar siguieron unas copas en una discoteca y ya al amanecer unos tímidos besos que terminaron con arrumacos en la cama. Y tras esa noche vinieron otras…y después los días; y las tardes; y todo lo demás.

  Carmen se dejó caer contra la puerta, pensando en cuánto tardaría en perder la nitidez el recuerdo que tenía de la cara de Fréderic. Cúanto tiempo habría de pasar sin que sus manos la acariciaran para que su piel olvidara las huellas que ahora estaban frescas, cuánto para que sus oídos no supieran con certeza reproducir su timbre de voz, cuándo no podría alucinar su olor ni recordar el regusto dulce de su piel. El suyo era un amor que los había cogido por sorpresa. Ninguno de los dos esperaba encontrarse aquel viernes. Pero se encontraron. Y seis meses después, también en viernes, Carmen acababa de cerrar la puerta mientras Fréderic se dirigía al aeropuerto de vuelta a su país. El destino gusta de jugar con las coincidencias crueles. A partir de ese momento, pensaba Carmen, todas sus coincidencias espaciales con Fréderic se habían acabado.
  Después de la noche en que se conocieron, no volvieron a hablar sobre la marcha de él hasta que fue inevitable. Se dedicaron a hablar en inglés, a contarse la vida. Él se había criado en un pueblo pequeño del territorio francófono de Canadá y estudiaba Idiomas en la Universidad. Ella había vivido en Sevilla la totalidad de sus 32 años y habitaba un piso en Triana propiedad de sus padres. A sus veintisiete, él había viajado por buena parte de Sudamérica, desarrollando en parte su pasión por la fotografía. Ella posó para él muchas veces. Y poco a poco su casa se fue llenando de fotos. Él conoció Sevilla de su mano, caminando sus calles juntos hasta que recorrieron todos sus recodos. Su relación fluyó de forma natural, sin trabas y sin prisas. Y sin más barreras que las idiomáticas, al final los dos se enamoraron en lengua extranjera. Carmen siempre sintió que, por más que lo intentara, las palabras inglesas no terminaban de recoger todos los matices de sus sentimientos. Era como si tratara de cantar una copla en el idioma foráneo.  Los errores con la lengua les reportaron más de un momento de risas, pero a la hora de estrechar lazos, de decir te quiero, Carmen siempre sentió que algo se perdía en la conversión lingüística. Las palabras inglesas nunca llegaban a sonar con la calidez aterciopelada que envolvía los fonemas españoles.

  Esa mañana habían hecho el amor pausadamente, mirándose a los ojos, sintiendo probablemente por última vez aquella unión que se les había hecho tan familiar, tan permanente. Después de ducharse y tomar un desayuno copioso, Fréderic se dedicó a preparar su equipaje mientras Carmen preparaba la comida. A pesar de que el chico había estado pagando el alquiler de un piso compartido durante su estancia en Sevilla, la realidad era que sus cosas y él mismo llevaban bastante tiempo instalados en el piso de Carmen. Todos los recuerdos que habían acumulado en esos meses encontraron su sitio en una pequeña maleta que el canadiense había comprado en El Corte Inglés. La chica se entristeció al ver su amor rigurosamente empaquetado, dispuesto para ser trasladado hasta otro continente, para ser vivido a partir de entonces en la lejanía.
  Recordó entonces la primera vez que vio una maleta. Contaba cinco años; probablemente ya había visto alguna maleta con anterioridad, pero fue aquel día cuándo descubrió el uso real de aquel instrumento: el de alejar de su vida las cosas más queridas. Se hallaba en la estación de San Bernardo. De la mano de su madre, ambas despedían a su padre, militar de profesión, que partía para la realización de un ejercicio de maniobras. Carmen miraba a la maleta de cuero marrón que portaba el hombre, mientras su madre le daba a él un beso en los labios. Después él se agachó a abrazar a su hija. Me voy a jugar a la guerra.– dijo. La palabra asustó a la niña, que se pasó toda la tarde llorando desde que viera a su padre subir al tren. De nada sirvió que su madre le repitiera una y otra vez que su padre estaba bien y que regresaría en unos días. Cuando volvió, Carmen se alegró mucho, aunque en la ausencia de él, su relación había sufrido un cambio. En cierto sentido, el miedo a la pérdida de aquel hombre hasta entonces omnipotente y omnipresente, había hecho a la pobre niña dudar de su amor por ella. A pesar de que fue él el que partió alejándose en el tren, fue ella la que había iniciado el verdadero viaje. Desde ese momento, en las despedidas siempre se sentía especialmente abandonada.

  -I’m going to miss you a lot.- enunció ella, mientras estaban sentados a la mesa comiendo. Volvió a sentir que sus sentimientos no encajaban completamente en aquellas palabras extranjeras. Algo de la desolación que sentía por la marcha del chico había quedado irremediablemente perdido en la traducción.
  -I’m going to miss you too. But we will talk a lot by Skype…and you know that you have to come to visit me in two months…-él se levantó y la besó dulcemente. Después se sentó de nuevo y terminaron de comer. De vuelta en la habitación, Fréderic daba el último repaso al equipaje.
-¿A qué hora llegas?-preguntó Carmen.
-A las 10. Aquí serán las 4 de la tarde.- En ese momento Carmen cobró una ineludible conciencia de la distancia que los separaría a partir de entonces. Unos cinco mil kilómetros de Océano Atlántico que se extendería entre ellos como un interludio azul inevitable. Cinco mil quinientos kilómetros de tierra y mar, que constituían seis husos horarios. Y pensó en cómo serían sus quereres a partir de ese momento. Hablando por Skype a seis horas de distancia. Sintió pena de su pobre amor, que sería ya viejo en el instante de ser enunciado, deslustrado en su camino cibernético hasta su punto de destino al otro lado del Atlántico. Y lloró. Amargamente. Lloró por los cinco mil quinientos kilómetros, por skype, por los trescientos sesenta minutos de diferencia y por todos los husos horarios. Fréderic trató de consolarla y Carmen fingió que se calmaba. Miró al chico. Y de repente ya lo sintió completamente en la distancia. Sintió extrañeza de su presencia, como si toda la naturalidad de antaño se hubiera difuminado. En su interior, él ya había partido a la guerra. Y Carmen comenzaba otro viaje. Mejor alejarse que ser abandonada.
El chico cogió el equipaje como pudo. Le dio un beso en los labios que a Carmen le supo raro y dio media vuelta saliendo de la casa. Cuando estaba en el primer escalón ella lo llamó. Él se volvió a mirarla y Carmen no supo muy bien qué decir:
-Have a nice trip.-musitó.
-I love you.-dijo él-Talk to you when i arrive.
Ella dijo sí. Y cerró la puerta. Aunque en realidad sabía que no. A través de la mirilla lo vio bajar el primer tramo de escaleras, hasta que desapareció en la vuelta que conducía hacia el primer piso. De repente se sintió seis horas más triste.

  Se sentó en el suelo apoyada contra la puerta, mirando el mural de fotos tomadas por Fréderic que habían instalado en la pared del salón que tenía frente a ella. Pensaba en el viaje que tenía por delante, olvidar a Fréderic y evitar que el par amor-distancia la desgarrase por dentro. Sintió lástima de sí misma, obligada a desenamorarse por miedo a ser abandonada. Volvió a llorar. No habrían transcurrido más de cinco minutos desde que Fréderic se marchara cuando escuchó el ruido proveniente de la calle. Imponente. Pesado. Como todo el océano Atlántico. 

El Ruido V: Segundo A

  Paqui pasaba las noches en vela. La última tregua que le daba el sueño no alcanzaba nunca más allá de las 5 de la madrugada. Pensaba entonces en el peso del silencio. El silencio corrompía todo en su vida, se adentraba en sus entrañas, carcomiendo, devorando sus sentimientos y sembrando culpa y temores a su paso. Aquella mañana, como todas, yacía tumbada en la cama, con los ojos abiertos mientras Mateo dormía a su lado. Su esposo, tranquilo y sosegado, ponía todo su empeño en normalizar el silencio: “todo va bien”, le decía a veces, “al niño no le pasa nada”, insistía, pero la sensación de que algo marchaba mal hacía largo tiempo que se había instalado de forma inamovible en el corazón de Paqui.
  Al principio fue sólo una sensación vaga durante los primeros meses de embarazo, una incertidumbre, un malestar, algunos sueños extraños; pero poco a poco había ido creciendo traicionera y ponzoñosa, contaminándolo todo en su interior, la angustia. Ahora, dos años después de que naciera su hijo, Aarón, aún se despertaba alarmada mucho tiempo antes de que sonase el reloj que había de poner en marcha a su marido. Ella acostumbraba a quedarse quieta en su lado de la cama, esperando a que el día comenzara su ajetreo, pensando en angustias y silencios. Luego él se despertaba, la besaba y, algunas veces, hasta hacían el amor. Y después se marchaba a trabajar. Y entonces Paqui se quedaba sola con el niño. Y poco a poco el silencio inundaba su casa, a pesar de todos los esfuerzos que ella hacía por combatirlo, encendiendo la televisión, la radio o cualquier otro electrodoméstico cuyo sonido se alzara por encima del cruel manto tejido a partir del mutismo de su hijo. Pero Paqui perdía siempre todas las batallas e, impotente, la vida se le deslucía, pudriéndose lentamente bajo la pátina desoladora de los silencios.

  Mateo se despertó con el sonido del despertador y a tientas buscó el botón de apagado. Se desperezó lentamente y se volvió a abrazar a Paqui.
-Buenos días -dijo entre bostezos. -Felicidades mamá -añadió mientras le besaba el cuello a su esposa. Ella respondió quedamente, tratando de no mostrar el desasosiego que la invadía. Ese día Aaron cumplía dos años. Y lo único en lo que pensaba Paqui era en la primera vez en que sintió deseos de abortar.
  Cuando Mateo se metió en la ducha, ella se levantó y se encaminó a la habitación del niño. Lo encontró de pie en la cuna, callado como siempre, con sus preciosos ojos oscuros mirando hacia la puerta pero sin reaccionar ante la presencia de su madre. Paqui se acercó, y en su interior se materializó la misma mezcla de culpa, ternura y desesperación que siempre la invadía cuando observaba a su hijo.
  El niño había sido buscado, Mateo quería que su hijo tuviera un padre mucho más joven del que él tuvo y ella se desvivía por complacer a su marido. Así, a sus veintiocho años, pocos meses después de casarse , Paqui se quedó embarazada. Fue el día que cumplía el tercer mes cuando se despertó sobresaltada por primera vez. Había tenido un sueño extraño, una pesadilla, donde se veía a sí misma alumbrando a una extravagante criatura de cartón, modelada al estilo de las tradicionales marionetas de silueta japonesas, necesitando de Mateo para maniobrar los hilos responsables de su movimiento. Al despertar, tuvo la certeza de que algo no iría bien con su hijo. Trató de hacérselo entender a su marido, pero él, ingeniero de profesión y racional por convicción, no atendía a intuiciones. Los médicos y sus ecografías no hicieron más que darle la razón a Mateo. Lo más que pudo conseguir Paqui fue que le practicaran una amniocentesis, una vez descartado el aborto tras una fuerte discusión con su esposo. Todas las pruebas auguraban buena salud al futuro recién nacido, pero ninguna pudo apaciguar sus dudas. Poco a poco, aquella sensación funesta se fue apoderando de su ánimo, creciendo en su interior como una plaga. Aunque nunca hizo nada en su contra, los últimos meses de embarazo despertaba todos los días deseando que el hijo que albergaba en su interior hubiera muerto. Y ya nunca volvió a dormir tranquila. Pasaba las noches rezando en secreto. Ella, moderna a pesar del nombre y atea para disgustar a su padre, le pedía a Dios, unas veces rogando que le diera un niño sano, las otras solicitando que secara su útero como la tierra yerma.

  -¿Ya estás despierto, bebé?- preguntó mientras cogía al niño. Envidiaba la naturalidad con la que su suegra lo sostenía en brazos cuando los visitaba. Ella se sentía torpe e incapaz de contener sus emociones cuando lo tocaba e, invadida por la angustia, acababa soltándolo y dándole algún juguete. Llevó al niño a la cocina y le dio el biberón y la papilla de frutas mientras Mateo terminaba de arreglarse.
  -¡Buenos días campeón! ¡Felicidades!- fue el sonoro saludo con el que su esposo saludó a su hijo aquel día. Pero campeón continuó absorto, con la boca medio abierta esperando a recibir la próxima cucharada. Advirtiendo la mueca de desagrado en la cara de su esposa, Mateo se apresuró a calmarla:
-Cariño, ya sabes que mi madre dice que yo también fui muy lento…
Paqui hubiera querido decir muchas cosas, hubiera querido decir que el niño no era lento, que al niño le pasaba algo, hubiera querido decir que estaba cansada de esperar… pero calló y no dijo nada, añadiendo otro silencio más a todos los que ya habitaban su casa.
-Adiós cariño- se despidió su marido.
-Que tengas un buen día. Le he dicho a tu madre que venga a las seis, para celebrarlo.- Y le dio un beso en la mejilla. Su suegra, viuda desde hacía más de diez años, era la única invitada a la fiesta de cumpleaños de su hijo. Paqui no tenía relación con sus padres y, aunque Mateo había querido invitar a algunos de sus amigos, ella se opuso. Le aterrorizaba ver a su hijo así, rodeado de otros niños, sabiendo que expuesto a tanta normalidad no habría manera de esconder lo que ella ya sabía y su marido y su suegra aún negaban. Y, sobre todo, le aterrorizaba verse a sí misma rodeada de otras madres, porque ante aquella multitud ella tampoco podría esconder sus carencias. ¿Cómo taparía sus miedos, sus recelos, sus culpas, una vez confrontados con la ternura y la dedicación de las otras madres?

  Una vez que Mateo cerró la puerta notó como el ambiente se hacía más espeso, enrarecido, ahora que los dos estaban solos y no había nadie que hablara. Paqui volvió a coger la cuchara y el tintineo del instrumento contra el cristal del envase de la papilla le pareció excesivo, amplificado por el silencio que comenzaba a tomar posesión de la casa. Se apresuró a poner la tele y terminó de dar de comer al niño evitando en parte su mirada inquietante. Lo metió en el parque infantil y le dio sus figuritas de dinosaurios.
Ella pasó la mañana con la aspiradora, la radio y la lavadora y, aunque no hubo ruido suficiente para cubrir el turbador ambiente que creaba el silencio, esto le bastó para contener sus nervios. De a cada tanto se acercaba a mirar al niño y sobre la una le dio de comer tras cambiarle los pañales. Trató de hablarle animadamente: “Ya eres un niño muy mayor, tienes dos años…y tú mamá y tu papá están muy orgullosos de ti…y te queremos mucho…” pero se sintió extraña e interrumpió el monólogo. Recordó una antigua canción que le cantaba su madre cuando era niña, pero se sintió incapaz de recitársela a su hijo, sin saber dónde habrían de anidar sus palabras y si acaso no harían más que eco contra las paredes. Las pruebas médicas habían confirmado que el niño oía y ella estaba segura de que ese no era el problema. El problema era que su hijo no estaba allí. En el interior de aquel cuerpo menudo sólo se hallaba la nada insondable. Por eso ella se sentía tan terriblemente sola cuando estaba con él. Porque su silencio era mucho más profundo que cualquier falta de audición.

  Después de comer cargó el lavavajillas y se afanó en preparar un bizcocho para esa tarde, agradeciendo el murmullo de la batidora al mezclar la masa. Mientras lo metía todo en el horno no pudo evitar acordarse de sus fiestas de cumpleaños infantiles. Se preguntó si alguna vez organizaría alguna fiesta así para su hijo, si alguna vez él traería amigos a casa…y se preguntó si alguna vez habría siquiera amigos. Se sentó en la mesa del salón a esperar que el calor y la levadura hicieran su trabajo con la masa del bizcocho. Se quedó mirando los juegos de su hijo. Cogía los juguetes con torpeza, no se reía, se limitaba a repetir algunos movimientos de un modo casi mecánico. La imagen de la marioneta de su sueño volvió a su mente y se le erizó el vello. Se preguntó cómo sería ser madre de un hijo normal. Cómo sería sentir eso que sentían todas las madres y ella nunca acababa de sentir. Se preguntó cómo sería sentir amor por un hijo. Y pensó que todo sería más fácil si el niño hablara. Lo vio allí, ingenuo, ajeno a todo, torpe y autista, con la mirada perdida mientras jugaba con dinosaurios. Y no pudo contener sus nervios. Agarró al niño en brazos y lo colocó ante sí, buscando sin éxito su mirada. Lo zarandeó y gritó: ¿Por qué no hablas? ¿Por qué no hablas? Hijo de puta ¿por qué no hablas? y rompió a llorar, incapaz de sostener a su propio hijo más tiempo en sus brazos.
  Le hubiera gustado llamar a su madre y compartir sus miedos con ella, pero no hablaban desde hacía tiempo. Paqui nunca pudo perdonarle que no asistiera a su boda. Probablemente su madre no compartía la opinión de su padre sobre el pecado que constituyen los matrimonios civiles, pero jamás se habría atrevido a oponerse a él pública o privadamente. Así que ninguno de los dos acudió al evento.

  Seguía llorando desconsolada y silenciosamente, sentada en una silla en mitad del salón cuando escuchó el ruido. Sonó seco pero fuerte, lo suficiente como para alzarse por encima del murmullo de la televisión. Se asomó a la ventana y le horrorizó lo que vio. Y frente al bullicio de la calle en su casa reinaba el silencio. El niño-marioneta seguía jugando con dinosaurios.

El Ruido IV: Primero B

  Alba se despertó mirando a la pared blanca y desnuda. En un gesto automático acarició tristemente la lisa superficie. Todos los días anhelaba atravesar aquel muro y pasar al otro lado. Allí, en el otro lado, en el más allá de sus sábanas dormía Ángel. El chico ocupaba la habitación contigua a la suya y, desde hacía un tiempo, Alba había cambiado la disposición de los muebles de su dormitorio, de manera que las camas de ambos se hallaban únicamente separadas por el tabique que ella acariciaba todas las mañanas. Esa pared, blanca y desnuda, se alzaba cruel como el muro en Berlín, convirtiendo su cama en un frío desierto de anhelos de amor, de vanas esperanzas, de tristezas, de angustias…Alba se acurrucaba por las noches contra la pared, al arrullo de sus sábanas siempre frías en la ausencia del otro, esperando que algún día, o más bien alguna noche, aquel terrible telón de acero cayera y reuniera su cuerpo con el cuerpo del chico. Y desolada despertaba todas las mañanas cuando al abrir los ojos comprobaba que los ladrillos seguían sosteniendo la frontera entre ella y su amado. Entonces acariciaba la pared, soñando con que a fuerza de tocarla con ganas alguna vez el chico pudiera sentir sobre su piel la llamada de sus dedos.
  No podía decir en que momento exacto se había enamorado de Ángel, de hecho, estaba segura de que había ocurrido de forma progresiva, con el discurrir sereno de los días compartiendo casa. Habían pasado de ser dos desconocidos que coinciden en un piso de alquiler a convertirse en amigos. Alba recordaba con cristalina nitidez la primera vez que vio a Ángel, fresco y desaliñado, en el sofá del salón del domicilio que ahora cohabitaban, sentados los dos frente a la que sería su casera. Para ambos era su primer día en Sevilla, ella llegada desde Córdoba para estudiar Ingeniería de Telecomunicaciones y él, extremeño, que se había matriculado en Bellas Artes. Habían concertado la entrevista con la dueña del piso por separado, pero por cuestiones de tiempo ésta los había recibido juntos. El tiempo, definitivamente el tiempo los había unido. Las noches de estudio, las fiestas, los cafés, los desayunos apresurados en la cocina habían hecho su trabajo y, como el agua que horada su camino en la roca, se habían establecido entre ellos los lazos que constituyen la amistad. Y nuevamente fue cuestión de tiempo que Alba comenzara a sentir que sus emociones iban más allá. Fue así cómo, sin clara explicación, Ángel se había convertido en la fuerza que movía todas sus mareas. En los pocos momentos de pleamar Alba pensaba que era posible que el chico también sintiera algo por ella, pero luego llegaba inevitablemente la bajamar y se sentía completamente descorazonada y desquerida. En su mente deshojaba margaritas a diario, escudriñando todas las palabras y los pequeños gestos del chico, en busca de un signo, cualquier señal que la hiciera decidirse, me quiere-no me quiere. Pero la balanza nunca acababa de inclinarse lo suficiente como para sacarla de la estanqueidad de la incerteza. Así, a base de silencios, de palabras sofocadas, estaba hecho el querer de Alba. Y como lo que no se dice no existe, era el suyo un amor inédito e inexistente, terriblemente inexistente y terriblemente doloroso. Lacerante.

  Escuchó como al otro lado Ángel andaba ya entregado al ritmo de la mañana, seguramente preparando sus enseres para ir a la Facultad. Ella tenía el día libre, así que podía remolonear en la cama, además no quería cruzarse con el chico, hoy, tocaba bajamar. Se levantó al oír que la puerta de la casa se cerraba e hizo la cama tranquilamente, esmerada como era para todo. Salió de su habitación y en seguida la embriagó el olor de Ángel. Podía notarlo por toda la casa, en todas partes y, en días como ese, cada inspiración le suponía una tortura, cuando la fragancia del aire se le volvía angustia una vez llegaba a la profundidad de sus pulmones. Se preparó un café solo y se lo bebió tranquilamente, acompañado de algunas galletas integrales, sentada en el sofá mientras veía la edición matinal de las noticias en la televisión. Se tumbó a contemplar como el mundo seguía tan mal como siempre, pensó en estudiar un rato pero su cabeza vagaba en el incesante deshoje floral habitual.
  Llevaba unos días evitando encontrarse con Ángel. Hacía justo dos noches el chico había salido con unos amigos, ella se quedó en casa estudiando y estaba ya en la cama, aún despierta, cuando él regresó. Aguzó el oído y escuchó el sonido de dos pares de pisadas diferentes; a las clásicas de Ángel se sumaron las de unos tacones descalzándose en el pasillo a medio camino de la habitación del chico. Agazapada contra la pared Alba pudo escuchar como al otro lado su amado y la intrusa se tumbaban en la mitad de su cama que quedaba en el más allá del muro. Se cubrió ligeramente con la sábana y continúo escuchando. Él se quitó los zapatos, un cinturón cayó, unas risas apagadas anunciaron el momento de la ropa interior, casi le pareció que podía oír el sonido de los besos que se dispensaron, como si fueran cañonazos que el cuerpo enemigo arrojaba contra su parte del campo de batalla. Y el placer al otro lado fue soledad en su más acá. Ella, Alba, continúo aferrada a su pared blanca y desnuda, acariciándola a pesar de todo, sin poder contener las lágrimas mientras Ángel y la otra chica se deshacían en gemidos y arrumacos. Y esa noche su cama fue aún más fría que de costumbre. Y en su cabeza arrancó un pétalo de no me quiere.

  Desde entonces había fingido estar muy ocupada con un trabajo para clase. Salía temprano, antes de que el chico despertara, y regresaba ya tarde tras pasar el día en la Facultad, comunicándose con su compañero de piso únicamente por breves mensajes de texto. Aquella mañana era la primera que pasaba en casa desde hacía dos días.
  Serían las once cuando por fin se levantó del sofá y se encaminó a la cocina para lavar los restos del frugal desayuno que había tomado. Terminó de fregar la taza y fue entonces cuando encontró la nota en el frigorífico. Un post-it amarillo, en el que con un rotulador rojo Ángel había escrito lo siguiente: Te echo de menos, dónde andas? Comemos juntos hoy?
Alba se quedó muy quieta frente a la nevera, leyendo letra a letra el mensaje. Te echo de menos, te echo de menos…Y lentamente la marea comenzó a subir arrastrada por la fuerza de aquellas palabras escritas en rojo. En seguida fue a buscar el móvil y envió un mensaje para Ángel: Estoy en casa, yo hago la comida. Quieres arroz? La respuesta de él no tardó en llegar: Bien!!– escribió. Y las aguas crecieron aún más en el interior de Alba.
  Se entregó a las labores de la cocina con delicadeza, añadiendo con cariño cada ingrediente, mientras trataba de borrar de su mente las huellas del desastre de hacía dos noches. Para cuando Ángel entró en la casa, una generosa mesa bien dispuesta para el almuerzo lo estaba aguardando. Él saludó sonriente a su compañera de piso y le dio un abrazo cariñoso. Alba se sintió turbada y aún se resistió a arrancar otro pétalo. Se sentaron a comer, ni siquiera encendieron la televisión, y hablaron largo rato. Él le preguntó por el trabajo que la tenía tan ocupada y ella contestó con evasivas. Bebieron vino para acompañar al resumen de los dos días que habían estado lejos, viviendo juntos sin encontrarse, siendo el uno para el otro como los fantasmas que caminan por el mundo de los vivos sin dejarse ver. Él no mencionó a la intrusa y ella no se sintió con derecho a preguntar. Se percató de cuánto había extrañado la sonrisa del chico en esos dos días, le resultaba siempre tan cautivadora. Se rieron y disfrutaron de la comida y de la compañía. Y ella volvió a amarlo en secreto.

  Se levantó a preparar café y, cuando regresó con la bandeja, encontró que Ángel se había quedado dormido. Siempre le divertía la facilidad que tenía él para quedarse dormido. Pobre-pensó- estará cansado. Se sentó en una silla, admirando las bellas facciones del chico que se hallaba medio tumbado en el sofá. Después de ratos como el que acababan de pasar se cuestionaba por qué nunca le había confesado su amor. Y la respuesta siempre acababa emergiendo de la profundidad de sus mares: tenía miedo. Le aterraba que con sólo decir te quiero el mundo fuera a estallar y romperse en un montón de fragmentos. Pensó en lo irónico que era que una futura especialista en Telecomunicaciones fuera una absoluta inútil en la comunicación íntima y tuviera miedo de dos palabras, del mensaje que transmitían esas dos palabras al encadenarse. Por sí solas, esas dos palabras no decían nada, estando separadas te y quiero no eran absolutamente nada más que dos palabras inertes, pero al unirse lo cambiaban todo. Alba se preguntó si te sufriría tanto como ella en su búsqueda semántica del quiero, como si las palabras también pudieran estar separadas por una pared blanca y desnuda. Continúo mirando extasiada al chico y, por una vez, se atrevió a pronunciar: Te quiero. Lo dijo bajito, balbuceando, casi sin emitir más sonido que el murmullo de los labios al moverse. Y entonces sonó el ruido. Sordo, ahogado. Los dos se sobresaltaron. Y Alba tuvo miedo de que verdaderamente el mundo se hubiese roto por el peso de sus palabras.

El Ruido III: Primero A

  Rosario se calzó el tacón aún dolorida. Al apoyar los dos pies sobre el suelo sintió una punzada que atravesó su cuerpo desde el bajovientre hasta una zona ilocalizable del interior de su pecho. Guardó los cuarenta euros con desprecio en el bolso de imitación de Chanel que dos días antes había comprado en el chino de la esquina de su calle.  Cerró la puerta de la habitación y caminó por el pasillo enmoquetado cojeando. Notaba cómo el labio le palpitaba y lo imaginó hinchado. Se percató de que no veía bien por un ojo. Lo bueno de los hostales baratos es que los empleados nunca hacen preguntas. Ella salió intentado mantenerse digna y erguida a pesar de su aspecto. En cuanto atravesó la puerta del establecimiento se halló en plena Alameda de Hércules, desierta a esas horas de la madrugada. Pensó en tomar un taxi, pero sabía que ninguno pararía ante su llamada, así que se dispuso a hacer el camino andando, rezando para llegar a tiempo de que ningún vecino se hubiera despertado aún y nadie la encontrara en ese estado ni en esas vestiduras. Y Rosario, sus dolores, sus tacones y su bolso del chino pusieron rumbo a Triana.
  Decidió dar un ligero rodeo, evitando el centro en busca de calles menos transitadas. Agradeció la brisa nocturna que la devolvía a la realidad y la sacaba del torbellino de sus pensamientos. De entre todos los golpes que había recibido esa noche, el que se le hacía más mezquino era que aquel desgraciado hubiera pensado que era puta. Claro que había cogido el dinero sin dudarlo, pero la paliza que había recibido bien valían los cuarenta euros que el caballero había tirado sobre la cama junto a su cuerpo malherido. Se sentía sucia y vacía, el dolor físico iba en aumento a cada paso que daba, y aún así no alcanzaba a ser tan intenso como para anestesiar la tristeza. Aquel hombre, que al principio le había parecido tan cortés, había terminado golpeándola brutalmente. Cojeando como iba, tardó mucho más de lo habitual en recorrer el camino. Se paró en mitad del puente de Triana, apoyada en la barandilla, a recuperar un poco el aliento. Miró al río y se sintió pequeña y desdichada ante la magnitud de las aguas negras que se desplegaban bajo su mirada. Se lamentó de sí misma y de su mala suerte, contuvo las lágrimas y continúo su renqueante camino. Aunque no se cruzó con nadie, hubiera dado la vida por ser invisible.

  Encaró la puerta del edificio en el que vivía cuando los primeros rayos de sol comenzaban a bañar la ciudad. Como pudo subió las escaleras hasta su piso, el primero A, sintiéndose afortunada por no haberse cruzado con ningún vecino. En los más de quince años que llevaba viviendo allí, nunca había regresado a casa en esas condiciones. Era una comunidad tranquila, de buena gente, donde una noticia así habría resultado un pequeño escándalo. Así que, por encima de todas las cosas, temía pavorosamente que su vida diurna pudiera llegar a conocer de su vida nocturna. Ya en la intimidad de su hogar se sintió levemente reconfortada, se descalzó y caminó hasta el baño arrastrando un poco los pies, luchando por evitar el dolor que sentía. Se miró en el espejo y ya no pudo contener las lágrimas. Tenía el labio y un ojo hinchados, el rimmel corrido y el carmín de los labios desgastado. Lloró amargamente y pensó en lo duro que es ser mujer. Eso ella lo sabía mejor que nadie.
  Se quitó la peluca y la dejó caer pesadamente al suelo. Contempló la expresión extraña que quedaba entonces en su cara, el hombre maquillado y vestido de mujer. Y se preguntó si sería ése su verdadero rostro, el auténtico, el único que no guardaba secretos, que no ocultaba vidas, el único rostro completo en una existencia repleta de medias verdades. Por las mañanas era Paco, un tranquilo empleado de una oficina del Banco Santander, con sus gafas y sus pantalones de pinzas, educado, responsable y solterón. Tres noches en semana era Rosario, una travesti que actuaba en un conocido local del ambiente sevillano. Un sitio tan oscuro como los secretos que guardaba Paco, lleno de gente nocturna y tenebrosa, pero donde todas las Rosarios del mundo eran aceptadas sin reservas ni inquisiciones. Sólo en lugares como ése se le permitía a ella ser mujer.
  Aún recordaba con viveza la primera vez que vio un espectáculo de travestis, a sus veinte años, en un local tan sórdido como el que ahora acogía a Rosario y ubicado en un Torremolinos que se resistía tenaz a las ataduras del franquismo. El joven Paco quedó absolutamente fascinado por la ilusión que generaba el travestismo. Aquellas mujeronas frívolas y sufridas a partes iguales, hechas a sí mismas, irreverentes, sobreactuadas y descaradas creaban un ambiente de mágico ensueño que se le antojó entonces propio del circo. Y encontró que su otro ser, verdaderamente, podía ser. No fue hasta varios años después cuando comenzó a frecuentar los pocos lugares de Sevilla donde acudían travestis. Conoció a una de ellas, su amiga Pepa, que en paz descanse la pobre, que falleció de SIDA hacía ya ocho años. Ella le enseñó a coser, a maquillarse y a construir esa mujer que él podía ser. Y él aprendió y, desde entonces, Rosario salía de las sombras de Paco de jueves a sábado, para sumirse en la oscuridad del único mundo que le permitía existir.

  Se bajó la cremallera y se sacó el vestido negro aflamencado que llevaba. Se quitó el sujetador y las tetas postizas, se liberó de la media que cubría la cabeza, se lavó la cara. Después se desmaquilló con cuidado para no hacerse daño en el ojo y el labio y, por último, se quitó la faja y las bragas. Miró hacia abajo y vio su pene allí colgando, real e impúdico, y fue entonces cuando volvió a sentirse Paco. Él también herido. También llorando.
  La noche había empezado bastante bien. Había interpretado dos canciones: A tu vera y Ne me quitte pas; ella sólo imitaba a las grandes de la copla y a las damas de la canción francesa, no como las travestis modernas, mamarrachas todas, que preferían a Madonna, a Lady Gaga o a cualquier otra estrella musical que confundía la feminidad con la vulgaridad. Se equivocaban, ella no encontraba nada del ser mujer en la chabacanería de aquellas coreografías simplonas. Para ella, la feminidad tenía que ver con la herida, la profunda herida que dividía su alma y la hacía tan diferente de un hombre. Y eso sólo lo encontraba en la copla y en la chanson francesa.
  Al bajarse del escenario después de su segunda actuación se le acercó aquel tipo. No era muy guapo pero parecía fuerte. Tendría unos cincuenta años bien llevados y era educado, envolvente, de esos hombres que la hacían sentirse irresistiblemente mujer. Él pagó dos copas, ella bebió whisky, como buena coplera, y sonrió y coqueteó tanto como las circunstancias merecían. Él la sedujo, le contó que no iba mucho por allí, que no le gustaban ese tipo de lugares, pero que ella era diferente, una señora caminando entre el barro. Ella vibró con su cercanía, su olor masculino, sus antebrazos fuertes. Se dejó hacer. Aceptó la invitación de él para acompañarlo a un hostal cercano. Las normas del establecimiento obligaban al pago por adelantado y él se encargó caballerosamente de los asuntos de dinero, como corresponde a los hombres. Ya en la habitación la besó impetuosamente, la desnudó hasta donde ella consintió, la tumbó en la cama y tras ponerse un condón lubricado la penetró haciendo a un lado las bragas. Ella yacía boca arriba, con las piernas en los hombros de él, que por su parte comenzó a incrementar el ritmo. Rosario pudo ver cómo a él le excitaba tocar el bulto donde se ocultaba el pene de Paco. Y tanto creció la excitación que se la folló con rabia, con violencia. Se lo folló, a él, al hombre que había tras la mujer travestida. Se lo folló furiosamente, con esa emoción animal que tan cerca se halla de la muerte. Ella pensó que nunca había desatado una pasión similar en ningún hombre. Pobre ilusa, no era ella, era Paco, o la conjunción que formaban ambos. Y cuando terminó al caballero la pasión se le tornó ira. La miró furibundo y le dio un puñetazo en la cara. Ella gritó y él le tapo la boca y descargó la fortaleza de sus antebrazos muchas veces.
-Para, para, por favor…-balbuceaba Rosario intentado liberarse de las manos del caballero. Aquel hombre le dio una buena paliza, a ella, a Paco, a los dos. Cuando se cansó de golpearla le escupió, se vistió y tiró cuarenta euros en la cama antes de marcharse.

  Paco sacó unos calzoncillos de la cómoda de su habitación y se los puso lentamente. Pensó en curarse las heridas o en ir a Urgencias, pero estaba tan cansado. Además le daba vergüenza. Siempre podía decir que unos chicos le habían atracado, sí, eso contaría. Pero necesitaba dormir un poco. Agradeció no tener que trabajar ese día. Fue al salón y sacó del cajón de las medicinas un Valium que se tomó sin agua. Se sentó un momento en el sofá, mirando con extrañeza a su alrededor, aún incapaz de creer la violencia de la que había sido objeto. ¿Por qué yo? ¿qué le he hecho? Si le estaba gustando-pensó amargamente, sin poder llegar a comprender que su única falta había sido precisamente esa, la de gustarle. Encendió la tele, aunque más que al aparato se quedó mirando a las figuras de la gitana y el toro que había encima y al pequeño retrato de la Duquesa de Alba que colgaba justo detrás. Se quedó dormido, en un sueño superficial que duró muchas horas y ayudó a reparar un poco su cuerpo dolorido pero no su alma torturada. En duermevela le pareció escuchar un ruido que venía lejano de la calle, aunque no acertó a desvelarse. Momentos después se despertó angustiado al oír las sirenas en la calle, pensando que quizá venían por él. Abrió los ojos. Y le costó discernir si había muerto.

El Ruido II: Bajo B

  Se hallaba en el otoño de su vida. El paso del tiempo había corrompido la inocencia de su juventud, dejando tras de sí sólo una sombra, una mujer marchita y distímica. Se llamaba Alondra. Su padre escogió aquel nombre porque le resultó divertido que una niña madrugara tanto para llegar al mundo. Para hacer honor a su nombre ella fue un ave diurna y de carácter alegre. A cambio, ambos tuvieron una relación privilegiada que su madre siempre respetó. Aún ahora, siete años después de su muerte, Alondra se ponía triste los días como ése, en que cocinaba las “papas a lo pobre” que él le enseñara a preparar cuando ella contaba 8 años.
  De su padre, perfumero de profesión, Alondra había heredado, además de aquella receta de cocina, un exquisito sentido del olfato. Mientras cargaba el cajetín de la lavadora con el detergente barato de Mercadona, pensó en qué habría dicho su padre de la estúpida costumbre de poner jabón de Marsella en todos los limpiadores actuales. Él, que odiaba el olor neutro del jabón, hubiera preferido los aromas florales ya pasados moda. Sus perfumes a base de jazmín causaron furor en más de una dama de la alta sociedad sevillana. Ese día tocaba colada de ropa blanca, compuesta principalmente por calzoncillos de su marido, fiel a los clásicos slips de Abanderado. Dieciocho años de convivencia reducen el matrimonio a tareas como aquella en la que se hallaba envuelta cuando escuchó cerrarse la puerta de casa.
  Ernesto entró desanudándose la corbata. Ella se incorporó para recibir a su marido, alto y trajeado, que había llegado hasta la cocina. Traía gesto alegre, por lo que la mujer adivinó que, a pesar de la tardanza, no habría tenido un mal día en el bufete. Él se acercó murmurando un hola manido y le dio un beso rápido en la mejilla. Y entonces Alondra lo olió. Ahí estaba, sigiloso y mezquino, escondido entre la mezcla de after shave barato, colonia de baño y algo de sudor, el perfume de una mujer. Antes de que su marido se retirase, Alondra se percató de que el olor de la traición era más fuerte en el cuello. Fue sólo un segundo, pero no había duda, el delicado aroma había helado su sangre. Era una fragancia fresca y elegante, del estilo de perfumes que gustan a las mujeres algo más jóvenes que ella. Enseguida imaginó a la otra delgada y estilizada, los labios tocados de carmín, el cabello liso…Ernesto le tocó el culo de forma mecánica, despojando de aprecio un gesto que se hizo estereotipia. Y ella se quedó quieta, sin saber qué hacer, mirando su imagen en el espejo situado en la pared frente a la puerta de la cocina. De repente se sintió mayor. Mayor y gorda, adivinó la celulitis en sus muslos bajo la falda y observó su pecho que comenzaba a verse vencido por la gravedad y los menesteres propios de su condición de ama de casa. Se sintió desolada, extraña, y tonta, contemplando su propia expresión de sorpresa.
-Anda, termina eso y comemos ya-dijo él mientras se dirigía al salón. Ella se volvió a mirar la ropa sucia que aún quedaba por meter en la lavadora. Echó a andar hasta el cuarto de baño y sacó del cesto de la colada unos calcetines rojos de su hija. De vuelta en la cocina terminó de cargar la lavadora, procurando introducir los calcetines entre la ropa interior blanca. Puso un programa de lavado largo. Así de sutiles son las venganzas de las mujeres como Alondra. Así de tenues.

  Sirvió tres raciones de patatas y las llevó a la mesa del comedor, donde esperaban su marido y su hija. Los dos charlaban animadamente, Miriam contándole a su padre no sé qué historia de algunas chicas del Instituto mientras él miraba el Telediario. Alondra se sentó junto a ellos, notando cómo el color retornaba poco a poco a sus mejillas, con el olor del perfume traicionero persistiendo en su nariz. Sin siquiera coger la cuchara miró a su marido y no pudo más que sentir incredulidad al ver su fingida naturalidad. La tristeza y la ira borboteaban en su interior, como el magma que se agita en el interior de un volcán.
  A sus amigas nunca les gustó Ernesto. Ella siempre lo defendió a capa y espada contra los ataques de éstas, que advertían a Alondra del peligro de los hombres como él.
-Es muy bueno conmigo.-decía ella.
-Es muy frío, Alondra, ¿no te das cuenta? Siempre haces lo que él quiere.
Y luego llegó Miriam. Alondra se quedó embarazada cuando sólo hacía dos meses que se veía con Ernesto. Fue una estupidez de juventud, pero cuando se percató de la primera falta, en lugar de miedo, sintió felicidad por compartir algo así con aquel hombre. Aunque nunca se atrevió a confesarlo, lo que más la atraía de su marido era la implacable masculinidad que derrochaba. Esa virilidad que impregnaba todos sus movimientos y llenaba cada resquicio de su relación, haciendo que ella se sintiera terriblemente mujer. Nunca, nunca había conocido a un hombre así. Y a pesar de todas las advertencias, Alondra se casó con él. Y sellaron su amor con una hija. Él siempre cuidó de la niña con premura, mimándola, queriéndola…de la misma manera en que su padre la quiso a ella.
  Cuando la niña cumplió cuatro años, estando ya instalados en el piso de Triana que les regalaran sus suegros y en el que aún vivían, su hija empezó a quejarse de dolor en las rodillas algunas noches. Al principio, Alondra pensó que era cosa del crecimiento, hasta que los dolores se hicieron tan persistentes que la llevó al Pediatra. El médico dijo que padecía el mal de Perthes, una enfermedad que afectaba a su cadera, destruyendo el hueso de la articulación. La niña se asustó mucho cuando le hicieron todas aquellas radiografías. Y a pesar de todos los analgésicos y los tratamientos de fisioterapia, Miriam no fue bien. Aunque se recuperó, el hueso no regeneró como debiera y la cabeza de su fémur nunca encajó a la perfección en la cavidad de la pelvis, resultando en una leve cojera. Alondra lloró muchas noches y muchos días. Y fue Ernesto quién cuidó de las dos. Él se aseguró de ser un buen padre y se encargó de que nunca hubiera traspiés en el mundo de su hija, que creció fuerte y dichosa. Y todas las advertencias previas de sus amigas parecieron un atrevimiento a los ojos de Alondra.

  Ernesto seguía comiendo, dando alguna mirada a la tele de a cada tanto. Ella, por su parte, había tomado algunas cucharadas del plato, más por aparentar normalidad que por otra cosa. Miró las manos de su marido, su cabello moreno ondulado, su barba recia. Y sintió como su amor, que otrora lo invistiera, abandonaba lentamente el cuerpo del hombre. Sus manos, antes fuertes y protectoras, se le hacían ahora torpes. Sus ojos habían cobrado una expresión mentirosa, su piel se le antojó un campo de minas, con el perfume de la otra mujer agazapado esperando a estallar ante la más leve caricia. Alondra se sintió desdichada. Recordó el gesto fraudulento de su marido al tocarle el culo, y se sintió la otra. Pensó que debía hacer algo de inmediato. Coger sus cosas y marcharse, abandonar a su marido.
-Qué ricas te salen las papas, mamá.-dijo Miriam.-¿Queréis algo de fruta?
-Tráeme un melocotón.-respondió su padre.
  Alondra miró a su hija mientras se alejaba hacia la cocina. A sus dieciocho años aún conservaba más de la adolescente que fue que de la mujer en la que habría de convertirse. Regresó portando dos melocotones, caminando con una casi imperceptible cojera que rasgaba el corazón de Alondra a cada paso. Entregó una de las frutas a su padre, que seguía mirando pasmado la tele, y le dio un beso inocente en la mejilla. Él sonrió levemente, sin darle apenas importancia a aquel gesto, como sonríen los padres que ya han recibido muchos besos de sus hijas y que saben de seguro que recibirán muchos más. Pero para Alondra aquel beso fue como un río, un maravilloso regalo que su hija hacía a su padre. Y no pudo menos que acordarse de su propio padre. Del último beso que le diera a su cuerpo moribundo en su lecho de muerte. Su padre había fallecido dos años después de que muriera su madre. Los médicos hablaron de un cáncer de pulmón, pero ella estaba segura de que había muerto de pena, extrañando a su esposa. Ella estuvo junto a él en el Hospital, cuidándolo y acompañándolo en la sombría intimidad del tránsito a la muerte. Sí, el beso que su hija acababa de dar a Ernesto fue como un río capaz de sofocar todos los volcanes. Y el fuego en el interior de Alondra se apaciguó. Se sintió egoísta por pensar siquiera en romper su matrimonio. ¿Cómo iba a hacerle eso a su hija?¿Con qué derecho iba ella a privar a Miriam de una felicidad que ella ya disfrutara? Y además, ¿qué haría? ¿adónde iría? En realidad, ella ya había tenido al hombre de su vida y sentía que le debía a su hija el suyo. Pensó en cuántas mujeres habrían pasado antes que ella por una situación similar, y en cuántas quedarían aún por pasar y, de repente, se sintió algo aliviada. Entre la muchedumbre que imaginó ya no estuvo sola. La resignación no es cosa de una sola mujer. Miró a su hija que ahora ayudaba a su padre a limpiar la mesa. Y en ese momento decidió que aguantaría por ella, sólo por ella, y entendió lo inexplicable del sacrificio inherente a la maternidad. ¿Cuántos sacrificios no habría hecho su madre por ella?
  Se recostó en el sofá, bajando el volumen de la televisión. Cayó en un sueño agitado, en el que se veía a sí misma caminando con una pata de palo. Mientras, en la lavadora su amor seguía desangrándose lentamente, tiñendo de rojo las vergüenzas de su marido. Habría transcurrido una media hora desde que se quedara dormida cuando la despertó un ruido que se le antojó metálico, algo así como un golpe que sonó como un clac. Su marido entreabrió los ojos pero siguió durmiendo en el sillón, mientras su hija hacía los deberes sentada a la mesa del salón escuchando música con los auriculares. Se levantó a revisar la lavadora y encontró que aún estaba centrifugando. Entonces el bullicio en la calle la sobresaltó. Se asomó a la ventana del salón, no acertaba a ver entre el corro de personas.
-¿Pero qué…?

El Ruido I: Bajo A

  En cuanto cerró la puerta de casa Rosalía pudo sentir sobre sus hombros todo el peso del silencio. De entre todos los olores que había, el primero que detectó su nariz fue, como siempre, el olor a vacío. Caminó despacio hasta la cocina, sigilosamente, con ese andar menudo y callado de las mujeres de su edad, sobre todo de las que van de luto. Dejó en el suelo las bolsas de la compra,  Supermercados Spar, y se dispuso a guardarlo todo en la despensa. Esa despensa que era lo único que estaba lleno en su casa vacía. Cuando terminó fue al dormitorio y se cambió de ropa. Escogió un camisón de un negro inmaculado. El luto pesaba, pero no tanto como aquel aire denso que inundaba su casa desde hacía dos años y cuatro días. Aquel aire que se le antojaba tan duro como el cemento y en el que ella percibía, tan claro como el color negro que la vestía, los restos de la tragedia que había detenido el tiempo. Hoy es lo mismo que ayer. Y será lo mismo que mañana, porque ya ayer fue lo mismo que hoy. ¿Estaré muerta?- pensó Rosalía- pero un dolor en la espalda se apresuró a recordarle que no. Se preparó un café con leche que se tomó sin prisas sentada en la mesa de la cocina, mirando al frente sin ver, perdida entre tantos recuerdos.
El reloj de pared del salón marcaba el pasar continuo del tiempo, aunque el sonido del vaivén del péndulo se propagaba atenuado en la espesura del aire. La mujer se levantó y sacó una cacerola grande. Vertió en ella los restos del cocido del día anterior y lo puso a calentar en el viejo hornillo. Se sintió triste al pensar que nunca aprendería a cocinar para una sola persona. Su marido, José, siempre había alabado su destreza en la cocina. Tienes unas manos de oro, solía decir, y luego las cogía entre las suyas y las besaba.

  Había conocido a José un domingo en la verbena del pueblo. Ella estaba sentada con otras muchachas, tomando un poco de Casera y sonriendo a los chicos que estaban en el otro extremo de la plaza. José no tardó mucho en acercarse, le preguntó si quería dar un paseo y ella asintió mientras sus amigas reían divertidas. El sol de aquella mañana de domingo brillaba generoso sobre su rostro, acariciando sus lozanas facciones ya de por sí suaves. Según le contó José años después, fue al mirarla así, con el sol de frente, cuando decidió que quería pasar el resto de su vida junto a ella. Se casaron un año después y fueron de viaje de novios a Ceuta y Melilla. Aunque las ciudades no eran gran cosa, a Rosalía la cautivó el encanto de viajar con su marido por primera vez, los dos en el coche que les había regalado su padre, cruzando el estrecho en Ferry y recorriendo después las tierras del norte del continente africano juntos, como si fueran dos aventureros de las películas americanas.  Poco tiempo después a José le salió un trabajo en Sevilla, como técnico de Telefónica, y fue así como los dos dejaron Extremadura y se trasladaron a vivir a la ciudad en la que aún residía Rosalía.
Compraron un pequeño piso, un bajo, en el barrio de Triana y lo pagaron durante años con algún que otro esfuerzo económico. No habían transcurrido muchos meses desde que se mudaran cuando el embarazo colmó de dicha la casa. Su hijo Jesús llegó con las primeras flores de la primavera y el joven matrimonio no pudo pedir más felicidad.

  Rosalía retornó de los recuerdos alertada por el borboteo de los garbanzos en la cacerola. Se levantó y apagó el fuego, sirviéndose después una ración abundante en un antiguo plato de Arcopal con flores azules pintadas sobre un fondo blanco. Comió despacio, ajena al tiempo y a la vida que transcurrían fuera de aquellas cuatro paredes. En su casa, la vida era una mentira. Un ir y venir de días inciertos, con las horas solapándose en su paso inadvertido; el tiempo, no existía en casa de Rosalía que, desde la muerte de su marido y su hijo se hallaba detenida en el purgatorio. Fregó los cacharros con delicadeza, dejando que el agua le refrescara las manos. Cuando terminó se dirigió a la que fuera la habitación de su hijo. Parada frente a la puerta se dijo que no debía, que el médico ya le había dicho muchas veces que eso no le venía bien, pero no pudo resistir el deseo de abrir la puerta. En aquel espacio todo se conservaba como el día que José y Jesús se marcharon de pesca.
Ella recordaba lo contentos que se fueron. Tened cuidado -había dicho, fiel a su papel de madre, justo antes de que sus dos hombres cerraran la puerta-. Aún guardaba fresca en su memoria la huella del beso que su hijo le dio en la mejilla. No te preocupes.-le dijo el chico, esbozando una sonrisa veinteañera antes de cruzar el umbral. Vamos, vamos, que luego nos pilla la caravana.-apremió José. Y esa fue la última vez que hablaron. A pesar de la recomendación de su hijo, Rosalía, mujer de principios, se preocupó. Y su inquietud fue en aumento a medida que pasaba el tiempo y no recibía la llamada para anunciarle que habían llegado bien. En su lugar se presentó un coche de Policía, a las 11 de la noche, para acompañarla cortésmente a un Hospital de Sevilla. La mujer se sintió abrumada y sola en el corto viaje, a pesar de que los dos policías fueron muy amables intentando consolarla. José murió esa misma noche, Jesús tuvo que soportar un calvario que duró tres días. Rosalía permaneció todo el tiempo junto a su hijo. Se lavaba con las esponjas jabonosas que le daban las enfermeras, en el baño de la habitación. Rezó mucho, a San Camilo, a San Martín de Porres y San Judas y aún así su hijo continuó en coma. Para ella, lo más duro fue verlo extinguirse poco a poco, sin poder hablar con él por más que ella le suplicara que se despertara. Y no despertó. Los médicos dijeron no se qué de una hemorragia interna. Rosalía enterró los dos cadáveres, pero lloró sólo a uno. A José lo odió por haber tenido aquel despiste con el coche. Se habían salido de la carretera y habían caído por un barranco. Ahora, lo echaba de menos y lo detestaba a partes iguales. Suponía que algún día podría perdonarlo pero, ¿cómo? ¿cómo podría? ¿Por qué no había estado atento? Su corazón roto latía dividido cuando pensaba en su pobre José, el culpable del accidente de tráfico que la había dejado sola en el mundo. Su hermana Trini, mayor que ella, la acompañó en todos los horribles trámites del entierro y pasó con ella unos días. Ahora era su única familia, a excepción de algunos primos que residían en Barcelona, y hablaban por teléfono de vez en cuando. Rosalía no había vuelto a ir jamás al pueblo, a pesar de lo mucho que se lo pedía su hermana. Su vida (o su muerte) estaban en aquel Bajo de Triana.

  Entró en la habitación de su hijo muerto y sintió cómo el aire era aún más sofocante allí, cargado como estaba de recuerdos y de amor sin objeto. Se quedó parada de pie, enlutada, respirando y añorando, comenzó a llorar y se sentó en la cama. Acarició la colcha azul que cubría las sábanas y se tumbó tan escuetamente que casi no se formaron arrugas en la tela. Se volvió hacia un lado, aferrándose a la almohada con mucha fuerza, por si así conseguía convertirla en su añorado hijo. En momentos así era cuando odiaba a José. No había vuelto a dormir en la cama que compartieran. Pasaba sus días como un fantasma, dedicada a las labores del hogar con esmero, viendo algún programa en Canal Sur y, por supuesto, entregada al sufrimiento de su pérdida como en aquel mismo momento. Ella, que había sido tan feliz con su hijo, que lo había alimentado, lo había bañado, lo había enseñado a andar y a decir sus primeras palabras, ella que lo había visto crecer fuerte y espigado. Ella, madre, ya no era nada. ¿Qué es una madre sin un hijo?-se preguntó entre lágrimas. Se hundió en la profundidad insondable de su pérdida y en lo inexplicable del vacío que sentía. Vacío que ni el tiempo ni el llanto habían podido llenar. Se despertó desorientada, hasta que el camisón negro la devolvió al presente. No sabía cuánto tiempo había transcurrido y no le importaba. Se secó las lágrimas con la mano y se incorporó para sentarse de nuevo. El calor de la siesta sevillana se dejaba notar en la casa. Entornó las persianas de toda la casa y se sentó en el sofá. Fue entonces cuando escucho el ruido. Lo escuchó sordo y apagado, amortiguado por aquella espesura dramática que inundaba su casa. Aún así se abrió paso rasgando por un momento el aire pesado. ¿Qué ha sido…?-balbuceó, pero rápidamente el velo de la tragedia volvió a caer sobre ella, sigiloso, certero.