La mujer podrida (2)

Sonia piensa en la mujer del tren mientras hace el amor con Andrés. El chico la penetra con exactitud y vehemencia; el novio perfecto que folla perfecto. Para corresponderle, Sonia finge un orgasmo perfecto y sincronizado. Gime lo justo, pretendiendo un placer que no siente, se agarra los pechos y se muerde el labio, exaltando al hombre hasta el culmen. Y entonces los dos se recuestan, cada uno a su lado de la cama, muy cerca pero sin tocarse. Andrés se congratula por el polvo perfecto, se vuelve hacia ella y le da un beso.

-¡Uuuf! Me encanta el sexo contigo.- Sonia sonríe y asiente, aunque en realidad ella sigue pensando en la vieja loca del tren. Aquella mujer medio consumida, enfermiza, que la insultó hace unos días. “Tú estás podrida”- le había dicho. Y la frase aún resuena en sus oídos.

Andrés se ha quedado dormido. Su media melena cae sobre la almohada, dejando al descubierto su bello rostro. Sonia lo mira y piensa en lo maravillosa que es su vida con él. Una vida perfecta de ropa de marca y muebles de diseño, de sábanas de lino egipcio, de restaurantes de moda y orgasmos perfectos. Hace un año que una amiga común los presentó. «Tengo un amigo que es perfecto para ti»- le había dicho Marta. Y no se equivocaba, Andrés era perfecto para cualquier mujer. Alto y guapo, era uno de esos raros hombres que consiguen ser elegantes sin merma en su masculinidad; inteligente y aficionado al deporte. Empezaron a salir a las pocas semanas y tras varios meses de relación el joven se mudó a casa de Sonia. Él decía que la amaba y ella lo creía. Aún lo cree. Lo mira, dormido, con un apacible gesto en su rostro, no ronca, ni siquiera respira profundamente, Andrés es perfecto. Perfecto y desapasionado. Salvo su belleza, no hay nada especialmente notable, lo tiene todo en su justa medida, sin exabruptos. Un hombre lineal, neutro, que combina a la perfección con el resto de elementos de su vida. Sólo su perfecta belleza escultórica la hace sentirse insegura algunas veces, pero no dice nada. Se pregunta si ella está a la altura de tal perfección, al chico parece no costarle nada conseguirlo; ella, sin embargo, pone su vida y sus fingimientos en el empeño de encarnar a la mujer ideal.

Sonia se despierta con el leve zumbido del despertador de su móvil en la mesilla de noche. Tiene el sueño ligero así que detiene el aparato cuando inicia la segunda vibración. Con una maniobra silenciosa se zafa del abrazo de Andrés, al que deja en la cama mientras ella se dirige al cuarto de baño. Cierra la puerta cautelosamente, preservando así la intimidad que le proporciona el silencio. Saca del cajón del mueble del lavabo un enema rectal que se coloca con pericia. Mientras se sienta en el wáter a esperar a que le haga efecto, agradece al estreñimiento el control que le ofrece sobre un hábito tan molesto como la defecación. Su vago tránsito intestinal le permite evacuar de manera furtiva e íntima, sometiendo las vulgaridades de su cuerpo al dominio de su voluntad.
Así, en el entorno aséptico del blanco impoluto de su cuarto de baño, a las seis de la mañana, Sonia defeca en secreto. Y se finge angelical y perfecta, ocultada su biología de los ojos de Andrés. Después de haber consumado el acto, se da una larga ducha, entregándose a una concienzuda y jabonosa purificación de un cuerpo que se le antoja lamentablemente humano. Le viene entonces a la memoria un recuerdo de su infancia. A veces su padre entraba en el cuarto de baño justo después de que ella hubiera salido y entonces se tapaba la nariz y con voz forzada decía “oooooooh que peste…que peste ha dejado mi niña” y los dos reían divertidos. Después llegó la adolescencia y con ella la vergüenza y el asco. Y Sonia se volvió estreñida y pudorosa. Y altiva. Y empezó a fingir los orgasmos y a comer poco.

Ya frente al espejo, se aplica una base de crema hidratante. El cristal ha comenzado a librarse de la neblina del vapor y le devuelve algún retazo de su propia imagen. Mientras extiende la crema guiada por la visión fragmentada de su rostro se pregunta qué ocurrirá cuando su cuerpo envejezca, cuándo los años le ganen la batalla por la perfección. Y el pensamiento la aterra. “Tú estás podrida”- recuerda. Y temerosa se mira nuevamente al espejo, esta vez ya despejado de todo el velo del vapor. Se encuentra de frente con su rostro fino y discreto, de rasgos comedidos y femeninos. Y se fija en que, aunque parece guapa, hay algo en su expresión, imperceptible a primera vista, que resulta perturbador. Podría ser una mueca, quizá un leve gesto de repugnancia. Se acerca a mirarse con más detenimiento y a cada mirada se hace más patente la profunda fealdad que yace bajo la belleza superficial. Está segura de que la mayoría de las personas no pueden verlo, pero está ahí, lo que sea, el asco, la podredumbre, está ahí.

Despierta a Andrés cuando ya se ha puesto un elegante vestido blanco que realza su piel pálida y su corto cabello rubio. El chico se levanta y, tras algunas carantoñas, comen un saludable desayuno. Sonia se toma un café recién hecho y finge tener poco apetito. Se despiden en la entrada, prometiéndose amor, y ella abandona su fingida vida perfecta para adentrarse en su exigente vida laboral.
Es abogada, como su padre, aunque mejor de lo que era él. Se dedica al Derecho financiero y en la profesión es conocida por ser implacable y minuciosa. Sin embargo, hoy no se encuentra bien, está distraída, absorta, incluso ha cometido algunos errores de principiante. Desde que se encontró con aquella mujer se siente algo desconcertada, no para de pensar en lo que le dijo. “Tú estás podrida”. “Pero, ¿por qué?”-se pregunta. Porque lo más inquietante acerca de lo que dijo esa mujer es que Sonia piensa que tiene razón.
Al bajar del tren de vuelta del trabajo, a las siete de la tarde, saca del bolso el estuche de las gafas de sol y enredado entre sus dedos aparece el papel donde la mujer le escribió la dirección. Ni siquiera está lejos. Piensa que es una locura pero, ¿qué daño puede hacer? Necesita terminar con esta situación. “Si la mujer se pone a insultarme otra vez me voy y me olvido de esto”-decide. Y se pone en marcha en dirección contraria a su casa. Durante los quince minutos de camino se pregunta qué dirá cuándo llegue. Un par de veces se ve tentada de volver, pero no puede. La loca del tren le despierta una mezcla de curiosidad y repugnancia. Su aspecto enfermizo y su carácter excesivo la asquean, pero al mismo tiempo la mujer tiene algo provocador, enigmático, que captó por completo su atención en su primer encuentro.

El barrio en el que vive la mujer no es ni bueno ni malo, es un barrio antiguo, de los pocos de la ciudad que aún conservan casas unifamiliares. Sonia toca el timbre indecisa y en ese momento la sensación de estupidez la embarga. Transcurren unos minutos sin que nadie abra la puerta y se sorprende de no haber pensado en qué haría si no recibiera respuesta. “Esto es una tontería”-se dice. Y a punto está de marcharse cuando escucha a alguien toser mientras la puerta se abre.
La mujer del tren aparece ante ella con una bata de verano sucia y un cigarrillo en la mano.

-Oh, así que aquí estás…ya pensé que nunca vendrías.-le dice con una sonrisa socarrona.- Bien.- Y se da media vuelta adentrándose en la casa. Sonia se queda parada, sin saber muy bien qué hacer, debatiéndose entre la ira y la fascinación que le provoca la mujer.
-No te quedes en la puerta, entra ya, que no tengo todo el día.-le grita desde dentro de la casa. Y Sonia obedece.

La vivienda es modesta, debió ser acogedora en otros tiempos, pero ahora parece algo sucia y pasada de moda. Sin embargo, lo peor de todo es el olor. Sonia tiene que hacer verdaderos esfuerzos para evitar las nauseas. Toda la casa está impregnada de un fuerte olor dulzón que le resulta difícil de describir. Lo único que se le ocurre es decir que aquella casa huele a enfermo, a muerte.
-Estoy aquí.- Sonia sigue la voz hasta la cocina. La mujer está de pie, tomándose una cerveza que bebe directamente del botellín.
-¿Cómo te llamas?- le pregunta.
-Soy Sonia- responde, y se sorprende por lo frágil que suena su voz.
-¿Qué dices? Habla más fuerte, no seas estúpida. ¿Acaso crees que puedo leerte los labios?
-Sonia- dice ahora con claridad.
-Yo soy Carmela.- Las dos se quedan calladas un momento. La mujer la mira con tono burlón y Sonia se siente algo turbada. Duda de cómo iniciar la conversación, pero se decide por ser directa:

-He venido porque…
-Voy a cagar.
-¿Cómo dice?
-Que voy a cagar.- repite Carmela malhumorada. Y se pone a andar por el pasillo en dirección al cuarto de baño.- Ven por aquí.- exige. Y Sonia obedece, aunque le resulta un poco absurdo seguir a alguien que anuncia que va al cuarto de baño. Carmela entra en el retrete y deja la puerta abierta. Se baja las bragas y se sienta en el wáter ante la perplejidad de Sonia que trata de bajar la vista educadamente.
-Anda no seas mojigata. ¿A ti no te gusta cagar? Bah, estoy segura de que no, a la gente como tú no os gusta nada.- Sonia se arma de valor y responde:

-Oiga, ¿por qué me dice esas cosas? No debería haber venido.
-No digas tonterías. Estoy segura de que esto es lo mejor que has hecho en todo el día.
-Mejor me voy.
-No.- sentencia Carmela.- Tú te quedas aquí. Anda, dime, ¿a qué decías que has venido?- Sonia se muerde el labio y piensa un poco en la situación. Todo le parece obsceno y ridículo. ¿Por qué le importa tanto la opinión de aquella vieja vulgar?
-He venido para que me explique por qué estoy podrida.
-Aaaaah…así me gusta. Estaba segura de que era eso. Pero no tengas prisa, ya llegaremos a eso.-responde Carmela, que se sube las bragas sin apenas limpiarse el culo.

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