La muerte es una putada. Siempre. Unas veces lo es para el muerto y otras lo es para el vivo, para el que se queda, pero es siempre una putada. Bueno, una tragedia. Perdóname las palabras pero, ya que voy a contar esto, lo quiero contar como me salga, sin medirme ni ser bien hablada. Sólo quiero decir lo que pienso, lo que siento, y lo que siento es que la muerte es una putada. Una putada y una desgracia.
Mis recuerdos de aquel día son confusos. Cuando lo pienso, lo primero que se me viene a la cabeza es el polvo, el polvo formando una espesa nube que me molestaba en los ojos; y los escombros y el desorden en todas partes. Es raro porque, aunque el día empezó como un día normal ―bueno, normal no, empezó como un día feliz―, yo lo recuerdo como si todo hubiera estado cubierto de polvo desde el primer momento. Te digo que empezó como un día feliz porque era el cumpleaños de mi hijo. Veinte años…veinte. Se es tan joven con veinte años. Yo ahora tengo cincuenta y dos y me parece que hace una eternidad que tuve veinte. Algunas veces, cuando veo fotos antiguas, me resulta difícil reconocerme, como si esa, la de las fotos, esa niña joven, la de los veinte años, no fuera yo. Y es que en realidad no soy yo. Yo tengo dos vidas, ¿sabes? Tuve la vida normal, la de todo el mundo. Tuve veinte años, claro que sí, luego me casé, trabajaba, tuve un hijo, me divorcié…y luego pasó lo que pasó aquel día y ahora tengo esto. Esto que es otra vida que es más bien muerte en vida. Mi vida de antes se fue en medio de aquella nube de polvo y escombros, en medio de aquel estruendo ensordecedor que aún me parece que me siguen zumbando los oídos. Te habrás perdido…lo siento. Es que hablar de esto es tan difícil que lo acabo mezclando todo.
Te decía que aquel día era el cumpleaños de mi hijo. Yo tenía bastante suerte porque, desde que nos divorciamos su padre y yo, los cumpleaños siempre me tocaban a mí. Por convenio nos hubiera tocado un año a cada uno, pero el niño prefería pasarlos conmigo y su padre aceptó. De las pocas cosas buenas que ha hecho el muy gilipollas del padre en su vida, pero esa es otra historia. Yo me había levantado temprano porque desde hacía unos años ese día nos lo tomábamos para los dos, daba igual que fuera fin de semana o que fuera lunes, daba igual. Yo me cogía el día libre en el trabajo y él no iba a clase. Entonces teníamos todo el día para darnos caprichos y desayunábamos tarta. Empezábamos el día así, era algo nuestro. Como yo soy tan mala cocinando, pues siempre teníamos dos tartas, una que hacía yo y otra buena que compraba en una pastelería. Yo hacía una de esas de galletas con chocolate, la típica, que por más que la hiciera me salía siempre hecha un churro y nos reíamos mucho. Ahí le ponía las velas, y él le hacía fotos y las ponía en sus redes sociales para que sus amigos se rieran de mí. Y luego ya nos comíamos la buena, que ese año era de zanahoria. Yo en esos momentos me sentía feliz de una manera que creo que solo las madres podemos entender. Me sentía felizcompleta, con una felicidad desbordante que me llenaba todo el cuerpo. Todo lo contrario que ahora, que cuando lo pienso me ahogo; me da una angustia en el pecho, como un vacío muy grande, como una muerte en mi cuerpo. Sí, una muerte. A veces me siento tan vacía que siento como si en realidad estuviera muerta por dentro y mi cuerpo fuera una vaina, una cáscara que alberga esta vida-muerte, hasta que un día esa vaina se caiga ya putrefacta y se descubra que dentro sólo había la nada.
Pues aquel día fuimos al cine. Vimos una de estas de super héroes, que a mí no me gustan, pero esas son las cosas que hacemos las madres. Ahora las veo todas, por él. No me voy al cine, no, las veo en casa, porque ya no aguanto estar con la gente. No es que me de miedo que vuelva a pasar lo mismo que aquel día, lo que pasa es que no soporto estar rodeada de gente; verlos reírse, abrazarse, besarse, comer juntos, compartir momentos…No soporto ver a la gente feliz. Odio que ellos puedan ser felices y que yo solo tenga tragedia. Y, sobre todo, sobre todo, odio que ellos estén y que mi hijo no esté. Porque mi hijo no está. Supongo que ya te lo habrás imaginado. A lo mejor es egoísta, pero yo pienso que ojalá le hubiera pasado a otro y no a mi hijo. Sí, a lo mejor es egoísta, pero es humano, ¿verdad?
Por ejemplo, mi vecina de abajo tiene un hijo que es un cabrón. Ya te he dicho que me tendrías que perdonar las palabras, pero es que, además, en este caso es que es verdad, no se merece otra palabra. Tendrá ahora veinticinco años, pero es un cabrón desde hace ya muchos. Ya desde que era chico es de los que le hacían bullying a otros niños en el colegio. El caso es que mi ventana de la cocina da al patio interior del bloque y, cuando tengo la casa en silencio, casi todas las tardes, los oigo discutir. Lo oigo a él gritándoles y diciéndole cosas terribles a sus padres. Ayer mismo: “ojalá te mueras”, les dijo. Ojalá te mueras. Ojalá te mueras tú, cabrón, pienso yo. Yo no sé si ese niño tiene algún problema o algo, ni lo quiero saber. Yo lo único que sé es que él está vivo y mi hijo…mi hijo…mi hijo eso.
Bueno, ¿por dónde iba? Ah sí, el cine. Vimos la película de super héroes, que ahora no recuerdo cuál era ―pero da igual―, y después nos fuimos a comer. Ese día, por ser su cumpleaños, lo elegía todo él, así que eligió, como cualquier otro chico de su edad, hamburguesas ―por supuesto―. A mí tampoco es que me hagan mucha gracia, pero lo que te he dicho antes, las cosas que hacemos las madres.
Hubo un momento, justo un ratito antes de que todo pasara, que estábamos los dos sentados, allí mismo, dentro del centro comercial, comiéndonos la hamburguesa y las patatas. Los centros comerciales no es que sean especialmente bonitos, pero este, en concreto, no está mal. No estaba mal, quiero decir, no sé cómo estará ahora desde que lo arreglaron después de lo que pasó. Yo no he vuelto a ir. Me invitaron al homenaje y la reinauguración y todo eso, pero no fui. Cómo iba a ir…y ¿para qué? No, no fui, ni pienso ir.
Como te decía no sé si ahora sigue siendo así, pero entonces la zona de los restaurantes era como un atrio con el techo con cristales, ya te digo que era más o menos bonito. Ese día el sol se colaba por esos cristales y le daba a mi hijo en la cara, pero no mal, no era molesto, sino que le iluminaba la cara. Ese es el último recuerdo bello que tengo de él, antes de que todo pasara. Antes del estruendo, del polvo y los escombros, antes de eso tengo la imagen de verlo con el sol acariciándole la cara, con su sonrisa perfecta de veinte años, con los ojos achinados como se le ponían cuando se reía, lleno de vida. Es una pena porque, como te digo, la nube de polvo me mancha todas las imágenes de ese día, como si hasta ahí, hasta en ese último momento de felicidad, todo hubiera tenido una pátina de angustia, de amargura, aunque en ese instante nada de eso había llegado aún. Ahí todavía vivíamos felices, ignorantes de la tragedia que estaba por suceder.
Cuando terminamos, nos levantamos y nos íbamos a ir, pero mi hijo me dijo que iba al baño. Así que se volvió para entrar en el restaurante y yo caminé un poco, unos pasos nada más, y me acerqué a la fuente que había en el centro del atrio este que te digo. Maldita la hora en que fue al baño. Solo unos pasos hubieran marcado la diferencia, unos pasos, veinte como mucho. Ojalá hubiera ido a los baños del centro comercial en lugar de ir a los del restaurante. “Voy aquí mismo que está más cerca”, me dijo. Maldita la hora. Me doy cuenta de que estoy alargando el momento de contarlo, pero es que muy doloroso. Bueno, allá va. Cuando salió del baño, venía pasando entre las mesas del restaurante, de camino a donde yo estaba, y entonces vio una mochila, allí sola, olvidada. Se paró un momento al verla, extrañado, supongo que pensaría que alguien se la había dejado y entonces miró a los lados como buscando al dueño. Y entonces…entonces…boom. Entonces llegó el estruendo, el ruido ensordecedor, el polvo, la espesa nube de polvo que me escocía en los ojos, los escombros por todas partes. ¿De dónde salieron tantos escombros? Yo estaba tirada en el suelo, aturdida. En ese momento ni siquiera notas bien el dolor. Yo era consciente de que me dolía la cabeza y de que tenía sangre resbalándome por el brazo, pero todo eso daba igual, no lo notas apenas. Mi hijo, lo único que importaba era mi hijo. Levanté la mirada y justo allí, donde estaba él, justo allí, de repente no había nada, sólo polvo y escombros. El cuerpo de mi hijo había explotado. Todo su cuerpo destrozado, estallado y convertido en minúsculas partículas. La bomba estaba en la mochila y él era el que estaba más cerca.
Es curioso cómo funciona la mente en esos momentos porque, de todas las cosas que podía pensar, además del horror que sentí, lo que yo pensé era que, si alargaba la mano, a lo mejor aún podría juntar sus átomos. Qué tontería, ¿verdad? Se me ocurrió que, si me daba prisa, antes de que pasara más tiempo y todo él se hubiera dispersado, a lo mejor podía juntar sus átomos y volver a reconstruir su cuerpo, su precioso cuerpo de niño de veinte años. Yo soy Bióloga, ¿te lo he dicho? Supongo que por eso lo de los átomos. El caso es que allí me ves, tirada en el suelo, cubierta de polvo, de sangre, y arrastrándome por el suelo para tratar de llegar hasta donde había estado mi hijo e intentar juntar con mis manos sus átomos. Claro que no eran átomos lo único que había de él, también vi una pierna. La reconocí por las zapatillas que llevaba ese día. El pantalón vaquero se había roto y medio quemado, pero la zapatilla, aunque estaba sucia, seguía más o menos intacta ―punto para Nike―. En ese momento, para mí, recuperar esa pierna era lo que más me importaba. A pesar de los gritos, la confusión, el ruido de ambulancias…yo solo quería recuperar la pierna de mi hijo. Al final es lo único que me quedó de él. Y a esto que un tipo me agarró y me quiso levantar. Ahora no sé si era un hombre una mujer, pero me levantó a pesar de que yo manoteé, pataleé y grité para que me soltara. “Tranquila”, me decía, “tranquila”. Yo arrastrándome, yo tratando de coger la pierna y los átomos de mi hijo y el tipo ―era un hombre― haciéndose el héroe. Al final la pierna fue lo que enterré. Su padre quería que lo incineráramos, ¿te lo puedes creer? Como si no hubiera ardido ya suficiente de él. No, la pierna la enterramos. Así al menos tengo un sitio a donde ir para llorarlo. Pero da igual cuánto llore, la pena, la muerte que tengo a mí no se me quita.
Yo creo que lo peor de la muerte es que es irreversible. Yo lo entiendo, de verdad que lo entiendo, ya te he dicho que soy Bióloga. Entiendo que la muerte es necesaria y que es parte del ciclo y todo eso. Pero cuando te pasa a ti, cuando el que se muere es tú hijo, la muerte es una putada y entonces tú sólo quieres poder juntar sus átomos. Yo sé que hay otras madres que han perdido a sus hijos que dicen que se cambiarían por ellos…y sí, es verdad, yo daría lo que fuera, hasta mi propia vida, porque él siguiera vivo, lo que fuera. Pero que no, que yo no quiero cambiarme por él, que yo lo que quiero, lo que de verdad quiero es que todo vuelva a ser como antes. Que todo vuelva a ser como ese día, pero antes de que todo explotara. Como ese momento que te he dicho, con el sol iluminándole la cara, antes de que mi vida cambiara para siempre, antes de que todos sus átomos se dispersaran por el aire, antes de que la esencia, la vida de mi hijo, se quedara hecha cenizas, polvo, escombros y una pierna. Ay, si yo pudiera juntar sus átomos.