Oh, la prisa

¿Tú sabes esa prisa, esa sensación de urgencia que se siente cuando vas a besar a alguien por primera vez? Ese cosquilleo que se siente el segundo antes de que pase nada, cuando sientes el impulso crecer dentro de ti, como una chispa justo en el instante antes de provocar un incendio. Cuando todo (el tiempo, el mundo), todo queda suspendido en ese instante de incertidumbre mientras contienes el aliento, con tu mirada trabada en los ojos, no, en los labios del otro, sin saber aún si cuando te lances te corresponderá el beso, si acogerá tu deseo o si lo sofocará con un giro de cabeza o un manido lo siento. Es como ese apremio que sientes aquí en el pecho…no sé, yo lo llamo así: prisa, urgencia…lo que sea, pero yo creo que nunca se está más viva que en ese momento. Yo tengo cuarenta y cinco años y sólo lo he sentido una vez. Sólo una vez. Ese instante lo he leído muchas veces, lo he visto en películas (a mí me encantan las comedias románticas), pero sentirlo así, en mi propio cuerpo, sólo una vez. Qué triste, ¿no?

Sí, yo creo que es triste porque esto dice mucho de mi vida. Para mí, el problema es que yo odio mi vida. Verás, yo, en teoría, tengo la vida perfecta. Me casé con mi novio del instituto, soy Odontóloga, tengo hijos, tenemos la casa, un piso en la playa…lo tenemos todo, todo. O al menos eso me dice la gente, mis amigas, mi madre…Sobre todo mi madre, que siempre me dice: “Olivia ―yo me llamo Olivia―, tu vida es perfecta, hija. Y será perfecta, pero yo no me siento feliz. También porque después de eso siempre me dice: “Tienes que tener cuidado, que tú siempre has sido muy rebelde y cualquier día te lo echas a perder todo. Con la suerte que tienes con ese marido tan bueno, cuídalo, eh, cuídalo y no lo enfades”. Yo, rebelde, yo que llevo toda la vida tratando de ser la niña buena que ella siempre ha querido. Pero ella nunca ha estado satisfecha, nunca. Ni siquiera ahora, que dice que tengo la vida perfecta, a ella no le basta. Total, que cuanto más me dice que mi vida es perfecta, más la odio yo. Yo creo que me llevé mucho tiempo negándomelo, pero ya es imposible negarlo más. Me di cuenta un día porque vi que no era capaz de mirarme en el espejo. Tenía esa sensación de desasosiego, como de angustia en el estómago, y supe que si me miraba al espejo me iba a echar a llorar. Supe que, si me veía a mí misma, si me miraba a los ojos, no iba a tener forma de esconderme esta desgracia que siento, esta mierda de vida que tengo. Así que no me miré, pero la angustia no se fue. Se quedó conmigo, como una sensación de naúsea continua que me acompaña en todo lo que hago. Al principio podía tratar de fingir que no era nada, que solo eran imaginaciones mías, pero ahora hay veces que siento que si me paro voy a vomitar. Así que no me paro, corro y corro siempre con prisa (esta otra prisa), siempre atareada, pero ya no puedo esconder nada, da igual que me mire al espejo o que no, ahora sé que este asco que siento es que odio mi vida. La odio en cuanto me levanto por la mañana, cuando me meto en la ducha y me lavo el pelo, cuando me froto con la esponja tratando de limpiar esta sensación tan terrible, como si a fuerza de frotar se me fuera a desprender de la piel, cuando en realidad es una cosa que yo noto por dentro y no en la piel. Odio mi vida cuando me maquillo, sin mirarme al espejo ―por supuesto― y después cuando le preparo el desayuno a los niños. Tengo dos hijos, creo que ya te lo he dicho, un niño y una niña, pre-adeolescentes. Los quiero mucho, pero cuando cojo el coche para llevarlos al colegio sigo odiando mi vida. A veces, de camino al colegio nos pilla un poco de atasco y, cuando los otros coches empiezan a tocar el claxon o los niños discuten, siento que me asfixio y pienso que voy a explotar. A explotar, sí. Ahí me aguanto las ganas de llorar, o peor, las ganas de gritar. De gritarle a los niños, de decirles que se callen y que se vayan a la mierda. De gritarle al mundo, porque, a veces, me dan ganas de sacar la cabeza por la ventana y empezar a gritar. Pero nunca lo hago porque me da miedo que si empiezo a gritar puede que no pare nunca hasta que se me rompa la voz o hasta que me explote la cabeza o el corazón. Hasta que explote yo.

Y luego, cuando llego al trabajo también odio mi vida, aunque ahí un poco menos, sobre todo ahora. En parte porque me parece que el trabajo es de lo poco que tengo que es verdaderamente mío…bueno, más o menos. Y ahora también por David. Ah sí, está claro que tenía que haber un hombre, bueno, un chico, es que no sé ni cómo llamarlo. Pero es él quién me ha hecho sentir la prisa. Oh, la prisa. La prisa es lo único bueno que tengo en mi vida últimamente. Me refiero a la que te contaba al principio, no a esa otra prisa que me hace correr y correr sin parar. A esa vuelvo cuando termina el trabajo y recojo a los niños y vamos todos juntos al supermercado a comprar. Ahí, en ese momento, empujando el carro mientras cojo los yogures que le gustan a mi marido, con los niños detrás protestando, ahí empiezo a sentir que todo es insoportable y que la angustia tan grande que tengo en el estómago me va a desbordar. Ahí me empiezan las náuseas otra vez, como si el odio y el asco que siento fueran tan grandes que no me cupieran en el cuerpo y tuvieran que salir de alguna manera, aunque fuera vomitando. Pero me aguanto, cojo las cuatro cosas que tengamos que comprar ―y los yogures― y volvemos a casa. Los niños se ponen a hacer los deberes y a ver la tele, mientras yo preparo lo que sea para cenar; perfecta madre trabajadora y ama de casa esperando a que su marido llegue después de un largo día de trabajo.  Entonces, ahí, justo en ese momento, es cuando más odio mi vida. Supongo que es porque ya es tarde, porque pienso que ya se ha pasado otro día en el que no he hecho nada más que seguir viviendo esta vida de mierda que detesto. Otro día más en que no me he mirado al espejo, en que no he gritado, no he llorado, no he vomitado. Otro día más corriendo para no pararme a pensar que odio mi vida. Y luego llega mi marido, que me da un beso y me da un toquecito en el culo. Todos los días igual, todos. No sé si me molesta más el beso sin sentimiento, el beso de trámite ―que acompaña de un murmullo en el que creo entender que dice te quiero― o el toquecito. Pero no, me molesta más el toquecito en el culo. Es un toque mecánico, inerte, como si fuéramos dos colegas que acabaran de marcar un gol jugando la pachanga de fútbol el domingo y se tocan el culo para darse ánimos. ¿Tiene sentido esto? No sé, en mi cabeza a mí me parece un poco así. El otro día, justo después de que lo hiciera, no aguanté más y vomité. Me dio el toquecito y la naúsea me invadió de repente, me desbordó, como un alud subiendo por mi garganta y vomité en el fregadero. Olivia, ¿qué te pasa? ―me preguntó él― Nada, nada, me habrá sentado mal algo ―algo― de la comida o lo que sea ―le dije. A ver si vas a estar embarazada ―me dijo el muy idiota. Embarazada.

Te preguntarás que cómo llega alguien a esta situación. Yo últimamente también me lo pregunto. Yo creo que tiene mucho que ver con lo que te decía antes, con lo de mi madre. Mi madre…mi madre es una persona muy difícil. En mi casa mi padre no estaba casi nunca, siempre estaba trabajando y viajando y haciendo cosas, así que, como yo soy hija única, pues siempre estábamos las dos solas. Y, para mí, ella siempre ha sido como una sombra, como una sombra opacando mis días. Mi madre no se ríe nunca, ¿sabes? Nunca, o al menos yo no la he visto. Como mucho hace así un medio gesto para abajo con la boca, que no sabes muy bien si se encuentra mal o algo. Tuerce la boca, eso es. Una sombra opacando mis días. Qué poético, ¿no? Pero es la verdad. A mí siempre me ha parecido que nada de lo que yo hiciera, nada que pudiera hacer era suficiente para ella. Y a ella por su lado parecía que todo lo que a mí me gustaba le parecía demasiado. Ni siquiera deja que mis amigas me llamen Oli, dice que yo me llamo Olivia. Algunas veces pienso que a lo mejor lo que le ha pasado es que ella tampoco estaba contenta con su vida y por eso ha tratado de que yo fuera perfecta. Pero da igual lo que haga que nunca está contenta, siempre falta algo. La única vez que me he enfrentado a ella fue con la carrera. Bueno, enfrentarme más o menos. Verás, ella quería que yo fuera enfermera, que era lo que ella hubiera querido ser, lo que pasa que su padre no la dejó estudiar― “y a los padres hay que obedecerlos Olivia, que eres muy rebelde”. Pues eso, que quería que yo fuera enfermera y a mí no me atraía nada la Enfermería. Yo quería ser Odontóloga, pero cada vez que intentaba sacar el tema ella me decía que ya estaba decidido y que no había nada más que hablar. Un día se lo comenté a Juan (así se llama mi marido, que entonces era sólo mi novio) y él sacó el tema un domingo después de comer. Le dijo a mi madre que quería hablar con ella sobre mis estudios. Mi padre se fue al despacho y se puso a trabajar y mi madre me dijo que preparara café. Les serví una taza a cada uno y entonces mi madre me dijo que esperara fuera. Y allí estuvieron los dos, encerrados en el salón-comedor, hablando durante media hora, decidiendo mi futuro. Al final Juan me dijo que le había explicado a mi madre que si me hacía Odontóloga íbamos a ganar mucho más dinero que si me hacía Enfermera. Y aquel argumento fue el que convenció a mi madre, que desde entonces pasó a decir que ella siempre había querido que yo fuera Odontóloga y que Juan era un hombre muy listo y muy bueno. Así que hasta eso, hasta mi profesión, que yo siento que es mía, en realidad la tengo un poco de prestado. La tengo porque así lo decidieron entre mi madre y mi marido. Es verdad que Juan es listo y me parece que también es bueno, pero yo no lo quiero. Es la primera vez que lo digo, pero es la verdad. Yo creo que nunca lo he querido y mira que me he esforzado. Me he esforzado como con todo en la vida, como con todo lo que quería mi madre. No sé si me he esforzado más en quererlo o en tratar de no darme cuenta de que de verdad no lo quería. Pero el caso es que, como te he dicho antes, ya no puedo fingir más.

Creo que me he desviado un poco del tema, perdona, es que en estas cosas de la vida me parece que se mezcla todo un poco. La cosa es que yo te estaba hablando de la prisa. Y bueno, supongo que tendré que hablar de David. David es un hombre…está bien, es un chico. Es un chico que ha entrado en la clínica a hacer prácticas. Nosotros siempre cogemos algunos alumnos de prácticas del ciclo de Higiene bucodental. Vienen de un instituto que hay cerca y, casi siempre nos mandan chicas, pero esta vez ha venido un chico. Tiene veintiún años, me da hasta vergüenza decirlo. El caso es que yo ya la primera vez que lo vi sentí como un vuelco en el corazón. Llegué a la clínica (la clínica es mía) acelerada como siempre y ya nada más entrar la administrativa empezó a contarme los pacientes que tenía citados ese día. Pues de repente oigo una risa, una risa de hombre. Era una risa franca, divertida, jovial… y a esto que llegó él acompañado de la higienista que trabaja conmigo. Te vas a reír, pero yo en ese momento, al mirarlo, sentí como un suspiro. Como un suspiro por dentro, como quedarte un momento sin aliento, pero bien. Lo vi, así como es él, alto, atlético, con el pelo que se le acaracola en unos rizos castaños, los ojos vivos y la piel…a mí me parece que su piel es dorada. Y su sonrisa es una mezcla de blancura y de juventud, porque todo en él emana juventud. Es una sensación contagiosa, como si al mirarlo todos pudiéramos volver a tener veinte, bueno, veintiún años. Yo al momento de verlo me puse un poco colorada y creo que las niñas me lo notaron. Me quedé mirándolo un segundo y entonces respiré muy profundamente, como si quisiera aspirar todo el aire que había en la habitación para ver si así podía captar su perfume. No sólo el olor de su colonia o su desodorante, sino su aroma, el olor de su piel y su propia esencia y toda la juventud que él desprende.

Al final bajé la cabeza, entre avergonzada y sorprendida, y María ―la higienista― nos presentó. Ese día en el gabinete lo pasé mal. Él se puso conmigo, ayudándome, y fue una suerte que no tuviera ningún caso difícil esa mañana, porque yo estuve todo el tiempo nerviosa. Estuve mucho más callada que de costumbre, mientras él hablaba con todos los pacientes. Les preguntó por su vida y les contó la suya. Les contó que quiere irse a Australia, a vivir allí unos años… a disfrutar de la vida, les dijo. Disfrutar de la vida. ¿Te imaginas cómo me sentí cuando lo escuché decir aquello? Ahí en ese momento fue cuando empecé a sentir la prisa cada vez que él está cerca. Porque, está bien, es evidente que a mí el me gusta, me gusta más que ningún otro hombre ―o chico o lo que sea― en toda mi vida. Pero, ¿sabes qué es lo que más me gusta? A mí me gusta que él es joven. No de forma sexual ni nada… o sea, que sí me gusta sexualmente, pero lo de que es joven no es eso. Es muy difícil de explicar, pero me gusta que él tiene esa libertad que yo nunca he tenido. Cuando yo lo miro lo que veo es la promesa de la juventud. Veo la vida como era antes, como era cuando tenía veinte años. O como debiera haber sido si la sombra de mi madre no hubiera estado siempre eclipsando, opacando mis días. Yo una vez tuve sueños, ¿sabes? Yo quería pintar, ser artista. Hubo un tiempo que quise apuntarme a un curso de dibujo, pero luego mi madre dijo que la profesora era una marimacho y que pintar era una tontería. Así que al final lo dejé. Ahora, a mis cuarenta y cinco años, con esta vida que odio y estas náuseas que siento y esta pena, cuando veo a David pienso en cómo habría sido mi vida si hubiera hecho el curso de dibujo. O en cómo sería si no me hubiera casado con Juan. Y, en definitiva, en cómo habría sido si hubiera dejado de intentar contentar a mi madre y me hubiera atrevido a irme a Australia o a disfrutar de la vida, como dice él. Sí, a mí el me gusta y cuando estoy cerca de él sólo pienso en cómo será besarlo y estar con él, pero sobre todo lo que quisiera es poder beberme hasta el último sorbo de su juventud. Como si fuera posible que una persona pudiera darte su esencia de alguna forma y así pudiera ayudarte a borrar veinte años de malas decisiones. Veinte no, veinticuatro.

Pues así llegamos a lo que pasó el otro día. Él ya lleva un mes allí con nosotras…da igual. Estábamos en la clínica y ya era tarde. Yo estaba terminando con una paciente y María, la higienista que te he dicho antes, se acercó y, desde la puerta del gabinete, me dijo que ese día tenía que salir un poco antes por no sé qué historia de su madre. Yo le contesté que sin problemas, pero luego me acordé de que justo ese día habíamos dejado un hueco para que ella me hiciera una limpieza a mí.

―Sí, lo he visto en la agenda ―me dijo―, pero es que de verdad que me tengo que ir un poco antes porque si no, no llego a tiempo. ¿No te importa si te la hace David?

Yo me quedé callada un momento, sin saber muy bien qué decir, pensando en poner alguna excusa para evitar el encuentro, pero no se me ocurrió nada. Entonces él asomó la cabeza por la puerta, al lado de María, y me dijo:

―Oli, ¿es que no te fías de mí? ―Oli―. Yo me quedé mirándolo, con cara de tonta, un segundo, sólo un segundo más de la cuenta. Pero qué segundo. Un segundo con el corazón latiéndome a toda prisa, bombeando la sangre que arreboló mis mejillas, el vello de los brazos erizado y un estremecimiento recorriendo mi espalda. Y la sensación de urgencia en el pecho.

―Sí, claro, en cuanto termine voy para allá. Ve preparando el gabinete 2― le dije, tratando de no tartamudear mientras él sonreía con sus dientes blancos y todo su cuerpo de veinteañero.

No te voy a aburrir con los detalles de la limpieza, no hace falta. Sólo te voy a decir que al final nos quedamos solos porque, cuando se fue la última paciente, la administrativa me preguntó si necesitaba algo más y yo le dije que no, que podía irse. Yo me sentí un poco rara, porque me ponía nerviosa sentirlo tan cerca, pero al mismo tiempo es una situación incómoda estar tumbada en el silón, con la boca abierta, con el aspirador colgando de un lado, mientras él te mira los dientes y te va quitando el sarro. Lo hizo bien, la verdad, yo creo que se le da bien el trabajo. Le dije eso mismo cuando me levanté. El caso es que al ponerme de pie él no se movió del sitio y entonces nos quedamos de repente muy cerca el uno del otro. Muy cerca. Él se quedó callado, mirándome, y se quitó la mascarilla, tan guapo, con la piel dorada. Y entonces yo sentí la prisa y el apremio. Lo que te decía al principio, como una chispa justo un momento antes de provocar un incendio, como un impulso creciendo. El corazón se me aceleró y sentí como un tremor recorriendo mi cuerpo. Los dos mirándonos, con los ojos buscando los ojos, no, la boca del otro. Él levantó una mano y me cogió el brazo, con delicadeza, casi con timidez. Sonrió un momento. Yo respiré hondo, tratando de nuevo de aspirar todo el aire de la habitación por si así podía beberme su olor, su esencia, su juventud…

David, me tengo que ir ―le dije. Él me soltó el brazo y se apartó, un poco sorprendido. Se dio media vuelta y se fue, turbado, sin decir nada. Yo solté despacio todo el aire que había juntado en mis pulmones y me sentí vacía. Me volvió la náusea.

Luego, en el coche, me miré un momento en el espejo retrovisor y me acordé de mi madre llamándome rebelde. Esta vez sí me miré. Eres patética― me dije. Y me eché a llorar.

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