Mi marido es una maldición. Eso ha sido para mí. Ha sido una enfermedad, ha sido como la herrumbre que corrompe la forja, como la carcoma que devora la madera, ha sido peor. Si yo hubiera sabido esto la primera vez que lo vi, aquella vez primera, habría cerrado los ojos. Hasta me los habría arrancado, me los habría sacado de las cuencas para no verlo y no caer loca de amor por él. Porque eso es lo que yo soy, una loca, y ahora ya todo el mundo lo sabe. De qué si no iba yo a hacer lo que he hecho. Pero si la gente supiera lo que yo he pasado.
Te decía que habría cerrado los ojos, que me los habría sacado de las cuencas, porque es la única forma de evitar el hechizo, la maldición de mi marido. Nosotros nos conocimos en la feria, tú sabes, las cosas de Sevilla. Tenía yo diecisiete años y él veintiuno. Yo estaba con mi hermana Victoria y unas amigas en la puerta de la caseta de mi amiga Eugenia. Había un montón de gente, te podrás imaginar… ¿tú has estado alguna vez en la feria de Sevilla? Pues eso, un montón de gente, todos cantando, bailando… Y entonces apareció él. Iba con otro amigo, Juan, que en paz descanse, que se murió el pobre de cáncer de próstata hace dos años. Ahora algunas veces pienso que si me hubiera fijado en él en vez de en mi marido mi vida habría sido diferente, seguro que habría sido más feliz. Pero, ¿cómo me iba a fijar? No es que Juan fuera feo eh, para nada…el pobrecito que en paz descanse. Pero es que mi marido… Mira, cuando llegó aquel día, yo me di cuenta porque de repente la gente se calló. Al pasar él se hizo el silencio y la gente se volvía a mirarlo. De verdad, es difícil de creer, pero es la verdad. Yo aquella vez, en cuanto lo vi, sentí como un arrebato, como un rapto. Lo vi y me quedé prendada y de repente sentí que tenía que hablar con él, que ese hombre era la criatura más hermosa que había visto nunca. Supongo que lo pensé yo y todos los que estábamos allí, porque mi marido tiene ese efecto en la gente; hasta en los hombres, no te vayas a creer, a él lo mira todo el mundo, no sólo las mujeres. Supongo que estarás pensando que todo esto es una tontería, que lo que yo he hecho no puede ser sólo porque mi marido sea un hombre muy guapo. Pero ahí es donde tú te equivocas, tú no lo entiendes porque no lo has visto. Mi marido no es sólo un hombre guapo. Esto es lo más difícil de explicar porque las palabras no alcanzan, es que no se ha inventado palabra que pueda contener la belleza entera de mi marido. Cuando lo ves, no puedes apartar la vista, es como si de repente volvieras a ver los colores del mundo después de haber estado ciega. ―Ciega, ojalá, ojalá hubiera estado yo ciega―. Él tiene una belleza inexplicable, antinatural, como si una de esas esculturas del romanticismo o de esos personajes de los cuadros, esos que representan a héroes y dioses griegos, hubiera cobrado vida y caminara entre nosotros disfrazado de persona normal. Él despierta el deseo en todos, todos. Cuando la gente lo ve, todos quieren algo de él, es como si enloquecieran al verlo. Y después de haberlo visto, cuando se va de tu lado, es como si el mundo perdiera un poco de brillo, como si el resto de hombres, el resto de personas, fueran solo sombras a su lado. Él te deja con un vacío, con una especie de hambre que no se sacia con nada.
Todo esto ya lo noté yo la primera noche, no tan así, con tanta claridad como lo puedo explicar ahora después de tantos años viviendo juntos, pero, desde luego, sí que noté, que mi vida ya había cambiado para siempre después de ver a aquel hombre. Lo primero que yo vi fue, como te he dicho, la reacción de la gente, el silencio que se hizo y como si se hubiera parado el tiempo un momento. Y ya luego lo vi a él, ya te digo, igual que si el sol hubiera salido de detrás de las nubes. Y entonces yo me quedé prendada, lo mismo que todos, deseando que aquel hombre me mirara, aunque fuera solo un momento. Y me miró, me miró. Si yo pudiera explicarte lo que fue aquella mirada, lo que yo sentí. Para mí fue todo. Yo no sé si tú alguna vez has sentido que te faltaba algo, como si hubiera algo que necesitas, pero no sabes que es y tienes que salir ahí fuera a buscarlo, desorientada, perdida y sin saber lo que buscas. Pues en ese momento fue como si todo encajara, como si ya no me faltara nada y la búsqueda hubiera terminado para siempre, fue como si de repente estuviera completa. Aquella mirada duraría qué, ¿un segundo?, ¿dos? Nada, una nada, pero en ese momento fue la vida entera. Tengo ese instante, ese primer instante, grabado a fuego en mis retinas. Si cierro los ojos aún soy capaz de verme allí en ese momento, porque en realidad yo creo que me he pasado la vida entera tratando de que él volviera a mirarme de esa forma, de esa misma manera, como aquella vez primera. Con esas ganas, con ese deseo, con ese anhelo que yo le vi…pero eso no se ha repetido nunca más. Nunca. Ni siquiera esa misma noche, esa primera noche, fueron las demás miradas iguales. Ni siquiera cuando nos estábamos besando o cuando me hizo el amor entre dos coches en un callejón ―esto no te lo esperabas de mí, ¿eh? Ya te he dicho que yo me volví loca―. El caso es que él ya nunca me volvió a mirar igual, había algo que se había perdido.
Yo creo que a él lo que le gusta, lo que de verdad le gusta en la vida, es seducir. Por eso, una vez que me tuvo, a él se le fueron de la mirada las ganas de mí.
Me quedé embarazada esa misma noche, qué locura, ¿verdad? Si vieras cómo se puso mi padre cuando se enteró. Mi padre era militar. Militar de los de antes, más franquista que Franco. Imagínate cuando le dije que me había quedado embarazada, se puso como una fiera. Él no podía consentir que se hablara de su niña en Sevilla, así que me quiso mandar a Londres. Tú sabes a lo que se iba la gente a Londres, ¿no? Pero yo le dije que no. No, no y no. Yo de aquel hombre lo quería todo, ¿cómo no iba a querer un hijo suyo? De mi padre aguanté gritos, llantos y amenazas. Hasta que al final se cansó de gritar y entendió que yo no iba a cambiar de opinión. Al día siguiente, entre mis padres y los suyos, los de mi marido, acordaron que nos casaríamos como Dios manda, pero prontito, para que a mí no se me notara el embarazo y la gente no pudiera echar cuentas. El día de la boda yo, aún, ilusa, pensaba que íbamos a ser felices. Yo no sé si ese mismo día me puso los cuernos, no sé si me los había puesto ya antes, pero ese día fue la primera vez que yo tuve un ataque de celos. Fue allí mismo, en la boda. Es irónico que lo que ha pasado ahora también haya sido en una boda, pero es que la vida tiene estas cosas, estas ironías. Lo que pasó entonces, en nuestra boda, es que yo lo vi mirando a otra mujer, la hija de una prima de mi madre que habíamos invitado un poco por compromiso. Estábamos ya en la barra libre y yo estaba hablando con unas amigas. Me volví para buscarlo y entonces lo vi, hablando con su amigo Juan, el que te he dicho antes, sólo que más bien era su amigo Juan el que le hablaba a él. Él, por su parte, lo que hacía era mirar a la tía esa. Lo digo así porque aún hoy me duele. Allí estaba mi marido, que entonces ya sí era mi marido ―mío, mío―, mirando a otra con aquellos ojos, con esa mirada que te he dicho antes, esa que yo nunca he vuelto a encontrar, como si fuera un león agazapado esperando el momento para saltar sobre su presa. Y me volví loca. Loca.
Cuando terminó todo, con mi madre, mi hermana y mis amigas consolándome, aún con el vestido de novia puesto y una taza con una tila doble en las manos, recuerdo que mi madre ―que en paz descanse también― me dijo:
―Hay que ver Carmencita, hija, lo enamorada que estás de ese hombre.
¿Sabes qué le dije yo? Yo respiré hondo, me sequé las lágrimas, lo pensé un momento, y le dije:
―Yo estoy loca por él―. Y después esto mismo lo he repetido muchas veces. Muchas. Porque ha habido muchas, muchas otras mujeres. De algunas me he enterado y de otras no. Lo mismo ha habido también hasta hombres, pero de estos no me he enterado yo. Da igual, la vergüenza es la misma. Cada vez que mis amigas, cuando aún las tenía, o mi hermana han hablando conmigo, cada vez que han intentado que yo abriera los ojos ―ay los ojos, todo esto va de los ojos, ¿verdad?―, cada vez que han intentado, en definitiva, que yo dejara a mi marido, he repetido esa misma frase: “Estoy loca por él”. Y ellas lo han entendido siempre mal, siempre. Ellas han visto en esa frase la confirmación de mi amor por él, han pensado que yo decía que sí, que estoy muy enamorada de él. Pero no, yo digo la verdad, yo digo que estoy loca, porque esa es la verdad. De lo que yo siento por mi marido, no hay nada que se parezca al amor. Si lo hubo alguna vez, si es que aquello que yo sentí aquella noche en la feria cuando lo vi por vez primera, cuando debí de haberme sacado los ojos de las cuencas, si aquello lo fue, ahora ya no.
Yo me he pasado, como te digo, la vida buscando que él volviera a mirarme como esa primera vez, pero eso nunca más ha vuelto a suceder. Eso es, precisamente, lo que no soporto de cuando lo he visto con otra mujer, el encontrar que, a ella, a esa otra, le da lo que a mí me niega.
Mira, solo ha habido una vez, una, que he estado cerca de tener eso mismo otra vez. Fue la única vez que yo intenté dejarlo. Fue justo antes de quedarme embarazada de mi hija, cuando mi hijo, mi Manuel, tenía cuatro años. Ahí lo había pillado yo con mi amiga Eugenia, la que te conté antes de cuando él y yo nos conocimos en la feria. Bueno, pillarlos, pillarlos no los pillé exactamente, pero los vi. Los vi y lo supe, sin ninguna duda. Ella había venido con su marido a cenar a casa, que en aquella época venían mucho. Y allí estábamos los cuatro, sentados a la mesa, y de eso que en un momento mi marido le sirve una copa de vino a ella. Y ahí, en un segundo, fugaz, les cogí la mirada. Esa mirada. Fue un segundo, ya te digo, pero en un segundo pueden pasar tantas cosas. Hay vidas enteras que cambian en un segundo. Yo les vi a los dos las ganas, sobre todo a él…y a ella esa cara que se nos pone a las mujeres cuando los hombres nos miran con ganas. Y me volví loca. Otra vez. Loca. Rompí platos, copas, grité, me tiré de los pelos. Y, por supuesto, a ella la eché de mi casa.
A los pocos días vino mi hermana Victoria a verme:
―Tú así no puedes seguir, Carmencita ―me dijo―. A ti este este hombre te va a costar la salud.
Parece que la estoy viendo, sentada en una mecedora antigua que teníamos en el salón de mi casa. Me quiso hablar también de Eugenia, pero yo le dije que ese nombre no se pronunciaría ni una vez más en mi casa. Eugenia era mi amiga desde la guardería, habíamos sido amigas toda la vida, era la madrina de mi hijo…Pues nunca más he vuelto a verla. Ella lo intentó, me escribió una carta una vez, pero yo la rompí en cuanto llegó. Lo que me hizo yo no lo puedo perdonar, el dolor que sentí, la vergüenza, la traición. Yo de aquello no me recuperé, ¿sabes?, ya a partir de ese momento no volví a confiar nunca más en ninguna de mis amigas. Me quedé sóla.
“Así no puedes seguir, Carmencita, te va a costar la salud”. Eso me dijo mi hermana Victoria. Cuánta razón tenía, me ha costado la salud y me lo ha costado todo ese hombre. Mi hermana Victoria es, era, tres años más mayor que yo, nada más, pero siempre ha sido como una madre para mí. Que dejara a mi marido ya me lo había dicho muchas veces, muchas, cada vez que se enteraba de que él había estado con otra, seguramente, o con otro, ya te digo. El caso es que esa vez, no sé cómo, yo hice caso.
―Sí―le dije. Sí, sólo eso. Sí. Y me levanté y me puse a hacer maletas. Empecé lentamente, como si estuviera andando en un sueño, pero poco a poco fui acelerando, hasta que llegó un momento en que casi corría por la casa, cogiendo ropa y enseres y guardando, tirándolo todo en las maletas. Corriendo como si estuviera en un trance, poseída por la necesidad, por la urgencia de escapar de mi marido. La única vez que tuve la mente clara, la mirada limpia de su maldición. Pero él llegó antes de que me diera tiempo de irme, maldita la hora. Estábamos al punto de salir, mi hermana Victoria, mi Manuel en brazos, tan chico, y yo, loca. Pero entró él.
―¿Qué pasa aquí?― Las maletas, el niño que empezó a llorar, la casa medio desmontada…no contestamos ninguna de las dos, no hacía falta. Él me miró, me miró, de nuevo, casi como aquella primera vez, suplicante, con un asomo de anhelo en los ojos. Un asomo nada más, pero un asomo que me encendió la chispa.
―Carmen, yo sin ti me muero. Tú eres la única…la única― No tuvo que decir más. Yo solté a mi hijo, se lo dejé a mi hermana, y me eché en brazos de mi marido. Casi hicimos el amor allí mismo, en el quicio de la puerta, con mi hermana, descompuesta, mirando. Esa vez me quedé embarazada de mi hija, mi Lucía, y es, como te he dicho, la única vez que le encontré a él una mirada que fuera, por poco, algo parecida a la primera vez.
Él ha sido un buen padre, eso no se lo puedo negar, mis hijos lo adoran. Yo creo que por eso también me sentido yo más sola, porque al final a mí no me ha entendido nadie.
Al poco de nacer la niña me dio una depresión postparto, o al menos así la llamaron los médicos. Yo creo que lo que me pasó es que ese hombre, al final, me costó la salud como me había dicho mi hermana. Yo no tuve depresión ni la he tenido nunca, yo lo que he tenido ha sido resentimiento y vergüenza. Y odio, odio de que ese hombre sea de todas menos mío, que a mí no me mire con ese deseo con el que mira a otras, que mire a otras hasta delante mía. Al principio de ser novios y luego, cuando nos casamos, yo salía con él a pasear, orgullosa, casi pavoneándome, creyendo que todos pensarían en la suerte que tenía de haber encontrado a un hombre así. Pero, desgraciada de mí, no tardé mucho en darme cuenta de que los elogios, las miradas, se las llevaba siempre él, cuando a mí, con suerte, me ignoraban si no me despreciaban. Al final dejé de salir y me fui aislando, sobre todo después de lo de mi amiga Eugenia, que entonces ya no me pude fiar de nadie nunca más, como te he dicho. Desde entonces he salido lo justo, a llevar a los niños al colegio, a hacer los cuatro mandados precisos, a las cosas de la familia, tú sabes, celebraciones y esas cosas, pero a esto siempre sufriendo. Yo creo que encerrarme ha sido, para mí, la forma que he encontrado de cerrar los ojos y evitarme la vergüenza. Pero, de todas maneras, la vergüenza, el resentimiento, el odio, han venido siempre conmigo desde hace ya muchos años.
No sé si ahora vas entendiendo un poco mejor lo que ha pasado. Tú sabes lo que ha pasado, ¿no? En Sevilla no se habla ahora de otra cosa, pero nadie me ha preguntado a mí qué ha pasado. Nadie ha querido saber mi parte.
Fue el otro día, en la boda de mi Manuel. Iba él tan guapo. Mi hijo se parece mucho a mi marido, pero es más bueno. De alguna forma es igual de guapo, pero la gente no se enloquece cuando lo ve. Estábamos allí en la boda, todos felices…hasta yo, aunque yo nunca estoy feliz del todo porque siempre estoy con los nervios pendiente de si mi marido va otra vez a hacer una de las suyas. Así estaba, de hecho, pendiente, intranquila. Los novios se habían levantado para acercarse a otra mesa a saludar y brindar con unos amigos. Mi marido había ido al baño, así que yo me quedé sola con los padres de la novia de mi Manuel. Su novia, su mujer ya, es buena niña, aunque su madre es un poco pesada y no paraba de intentar sacarme conversación. Como si a mí me interesara. A mí en ese momento lo único que me interesaba era no perder ojo de la puerta de acceso a los baños a ver si salía de una vez mi marido. Yo estaba ya nerviosa porque estaba tardando mucho, demasiado, y cuando por fin salió ya le noté algo raro. Le vi algo en la cara, como un gesto de complacencia, como de estar satisfecho, ese gesto que yo no sé describir, pero que yo sé lo que es. Nada más verlo me subió ya una angustia por todo el cuerpo; no sé explicártelo mejor, es una sensación de desconsuelo y de amargura. Y de vergüenza y de resentimiento y de odio como te he dicho antes. Seguí mirando un rato más, esperando, para ver quién salía detrás. Seguí mirando incluso cuando él ya había vuelto a sentarse a mi lado. Y entonces salió del baño también mi hermana Victoria. Es sólo contándolo y se me saltan las lágrimas…qué horror. Mi hermana Victoria, mi hermana, que ha sido como mi madre. Esto es lo último, lo último que ese hombre, que esa maldición me podía hacer. Ese hombre que es una enfermedad, como la herrumbre que corrompe la forja, como la carcoma que devora la madera. Yo a mi hermana la miré a la cara, a los ojos, y así incluso desde lejos le vi esa cosa en la mirada. Le vi el éxtasis que provoca mi marido. Y me volví loca. Otra vez más. Loca. Me levanté y fui andando en su dirección. A ella se le fue cambiando la cara en cuanto me vio. Al pasar por una de las mesas, no sé ni qué mesa fue, cogí un tenedor. Cogí lo primero que tuve a mano, si hubiera sido una cuchara también la habría cogido.
―Carmencita…―me dijo mi hermana. No le dio tiempo de más. Le clavé el tenedor en el cuello. Luego en la cara. Y otra vez y otra y otra. Cuarenta y dos puñaladas dicen que le di. ¿Si es un tenedor también se dicen puñaladas? No sé, a mí me sale decir tenedoradas. Es una tontería, pero no me la puedo quitar de la cabeza. Yo creo que es la forma que tiene mi mente de intentar que no me de cuenta de que he matado a mi hermana en la boda de mi hijo. Cuarenta y dos tenedoradas, todas en la cara menos la del cuello. Yo en realidad lo que quería era sacarle los ojos porque no podía aguantar que ella, precisamente ella de entre todas las mujeres, mirara a mi marido de la manera que lo miró al salir del baño.