Al otro lado del teléfono me dicen que ha muerto. Al otro lado del teléfono, al otro lado del mundo, me dicen que ha muerto. En ese momento me quedo en silencio, escuchando mi respiración y la respiración de mi interlocutor al otro lado de la línea. Es un instante, un segundo, que dura el infinito, un universo lleno de silencio y de pensamientos que se atropellan. Shock, lo llaman. En ese momento, ese intenso momento, ese universo de silencio, yo pienso que muerto es sólo una palabra. Una palabra hecha de fonemas, de sonidos que se encadenan unos con otros para dar forma en nuestro cerebro a la idea de la muerte. Ahora mismo, mientras los dos seguimos callados y no hemos dicho nada, mientras la última sílaba de esa palabra sigue aún resonando en mi canal auditivo, yo podría fingir que en realidad no he oído nada. Podría fingir que la línea se ha llenado de interferencias y no he llegado a oír nada, quizá sólo ruido y tartamudeo al otro lado del teléfono. Pero entonces tendría que preguntar qué has dicho, es que no te he oído bien. Y entonces mi interlocutor repetiría la palabra, la temida palabra, aún más alto y más claro, más despacio, arropando cada fonema con la nitidez de una vocalización precisa, para que llegaran incólumes en su viaje a través de las ondas electromagnéticas, de modo que la muerte anunciada sería imposible de ignorar y yo tan sólo habría conseguido alargar la vida de la fallecida los breves segundos que habría de durar la fingida confusión.
No, unos segundos no es suficiente. Mejor, en este breve instante de silencio, cuando la última sílaba de la susodicha palabra sigue aún resonando en mi canal auditivo, mejor fingir que muerte, m u e r t e, es sólo una palabra más. En realidad yo no he visto el cuerpo aún y no sé siquiera si lo veré. Así, ahora mismo, ahora, en este infinito universo de silencio, este instante eterno de pensamientos que se atropellan, yo puedo fingir que muerte es sólo una palabra y no un estado de la materia. A saber, los estados de la materia son cuatro: sólido, líquido, gaseoso y sin vida o muerto. No inerte sino muerto, que es distinto. Porque muerto es un calificativo muy particular que sólo se aplica a cosas ―o mejor, seres― que han gozado alguna vez del regocijo de la vida, algo que las cosas inertes o inanimadas no han probado nunca, por lo que, nunca habrán de lamentarse por haber perdido lo que nunca han tenido, al menos que se sepa. Así, en este instante de silencio telefónico, este segundo que ya digo que es eterno, como si durara una vida entera ―la de la persona que se ha muerto, por ejemplo―, yo puedo fingir que eso, muerto, es sólo una palabra que no significa nada más grave de lo que significan silla o hierba o corazón. Porque es bien sabido que esas palabras sólo llegarían a ser graves si se les pone delante o detrás alguna otra palabra, alguna otra sucesión de fonemas que las transforme en otra cosa más grave, más seria. Porque no es lo mismo silla que silla eléctrica o hierba que fumar hierba o corazón que corazón roto. Ahora que lo pienso, quizá la diferencia esté en que silla o hierba o corazón son sustantivos y muerto un adjetivo. Pero no, creo que no, creo que lo que sucede es que hay palabras que son como bombas que hacen que, en tu cerebro, en alguna zona particular de tu cerebro, bien sea el área de Broca, el hipotálamo o quizás la amígdala o incluso en todas a la vez, allí explote algo. Muerto es una de ellas, y lo es porque remite a (la) muerte, que esta sí es un sustantivo y es, también, una palabra bomba. Cuando uno escucha muerto o muerte, no puede pretender que las interferencias de la línea telefónica han interrumpido la comunicación, lo más que acierta a hacer uno es a quedarse callado, meditando cómo fingir que muerte es sólo una palabra, mientras la respiración de su interlocutor acompasa los pensamientos que se atropellan en un instante infinito de silencio. Esa palabra, ya sea muerto o muerte, adjetivo o sustantivo, reverbera en cualquier oído que la escuche, aunque sólo sea una sucesión de fonemas, es decir, de sonidos que se encadenan. Una vez que esos sonidos alcanzan nuestro canal auditivo para que después nuestro cerebro, en un breve, brevísimo instante, tan brevísimo que casi lo podríamos pensar automático como tantas otras cosas hay automáticas en esta vida, entonces, ya interpretados y dotados de sentido, se forma en nuestra mente la imagen de lo que es la muerte y la bomba explota. Y en ese momento, la idea de la muerte cobra forma, como he dicho, pero forma no general sino particular, y uno se imagina al muerto ―la muerta― con nombre y apellidos. Y se imagina sus ojos abandonados de la viveza que siempre tuvieron; se imagina a su alrededor el aire estático, vaciado de su voz y de los caprichos de su risa; se imagina su postura quieta, quieta, quieta con una quietud que se llama rigor mortis; y su piel apagándose mientras la vida termina de írsele del todo al tiempo que la muerte se va asentando en su cuerpo ahora muerto, con ese nuevo estado de la materia que desde este momento le acompañará para siempre. Lo que quiero decir, en definitiva, es que hay una imposibilidad absoluta de fingir que una palabra bomba es sólo una palabra más de esas que no tienen ninguna gravedad a menos que se les añada algo que las transforme, como son, por ejemplo, silla o hierba o corazón.
Así que, descartadas estas dos primeras alternativas, en este instante, este segundo eterno de silencio de universo de pensamientos atropellados y de respiración de mi interlocutor al otro lado de la línea telefónica, pienso que podría también colgar el teléfono, terminar la llamada y dejarla inconclusa y, a partir de este momento vivir como si nunca hubiera escuchado lo que me acaban de decir por muy incómodo y grosero que resultara no volver a atender ninguna futura llamada de mi interlocutor. De esa manera podría fingir durante un tiempo más prolongado que, lo que acaba de anunciarme la voz al otro lado de la línea telefónica, nunca ha sucedido, y de esa manera podría mantener viva a la persona finada durante todo el tiempo que consiguiera sostener esta farsa. Mientras fuera capaz de vivir como si no hubiera escuchado lo que he escuchado, y siempre que se mantenga la premisa actual de que yo en realidad no he visto el cuerpo y la única prueba fehaciente que tengo de la noticia, la mala noticia, la terrible noticia de la muerte de la persona fallecida es la palabra de otra persona al otro lado de una línea telefónica y al otro lado del mundo, entonces la persona fallecida seguiría para mí viva, en un estado de superposición, de posibilidad, similar al que Schrödinger enunció para el gato de su famoso experimento mental.
¿Me has oído? ―me pregunta de repente mi interlocutor al otro lado de la línea telefónica. Y el instante, el segundo de silencio que dura no ya un infinito sino casi, finalmente sólo tendente al infinito, pero no infinito porque tiene fin, acaba, precipitado su final por la pregunta de esa voz que se dirige a mí. Y entonces yo ya no puedo fingir nada más, mi canal auditivo recoge los fonemas que son una sucesión de sonidos que mi cerebro interpreta. Y la bomba explota.