La avenida Corrientes era un hervidero de gente. Turistas y porteños caminaban por las aceras, los unos despacio, los otros casi corriendo. El rugido del motor y el claxon de los coches enturbiaba el ambiente.
A Amelia nunca le gustó en exceso la Avenida Corrientes, al menos no durante el día. Allí donde algunos decían que Buenos Aires era más Buenos Aires, ella sólo encontraba una ciudad desangelada y gris, llena de gente corriendo o gente perdida. Sólo de noche, cuando las luces de neón de los teatros la llenaban con su magia, le parecía que cobraba alguna vida aquella avenida. Y, sin embargo, para su pesar, recorría parte de Corrientes todas las mañanas a la misma hora, camino de su turno de trabajo en un pequeño café literario que regentaba en la calle Rodríguez Peña. Era un local modesto, pero que ella gustaba de impregnar del sabor de las antiguas tertulias literarias. Por eso le gustaba Buenos Aires, porque lugares como aquel aún podían permitirse continuar abiertos. Su Madrid natal había sido así una vez, pero la última vez que lo visitó encontró que la ciudad que ella añoraba había dejado paso a una ciudad del siglo veintiuno.
Aquella mañana caminaba ensimismada por la avenida Corrientes que era un hervidero de turistas y porteños que deambulaban o corrían a su alrededor. Caminaba camino del pequeño café literario que regentaba en la calle Rodríguez Peña, pensando en cómo Buenos Aires aún conservaba en cierto modo su aire de principios del siglo veinte. Se detuvo, junto al río de gente, en el semáforo que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba. Levantó la vista un momento, tratando de percibir en el ambiente ese perfume de lo añejo que aún conservaba Buenos Aires. Y allí, en aquella esquina inhóspita, a su lado, de repente, lo vio. El fantasma se paró a su lado, sin que ningún tipo de presagio anunciara su llegada. Amelia lo miró como se mira a las ascuas de los fuegos que se apagaron hace mucho tiempo. Y el fantasma pareció ignorarla, se esforzó en ignorarla. Se hallaban el uno junto al otro, a sólo diez centímetros de distancia, como habían estado muchas otras veces en el pasado, pero con la lejanía a la que relegan la muchedumbre y el desamor.
En ese momento, sólo eran dos más de los turistas y porteños que caminaban o corrían por aquella avenida Corrientes que era un hervidero de gente. Dos sombras más de las cuantas se habían congregado en el semáforo que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba. A sólo diez centímetros de distancia, con la lejanía que conlleva la muchedumbre, de su amor no quedaban más que cenizas. Y, sin embargo, mientras el fantasma se esforzaba en ignorarla, Amelia pensó en el tiempo en que aquellas cenizas habían sido fuego. Porque una vez fueron fuego. Recordó el tiempo en que la distancia que ahora los separaba les parecía demasiado. Recordó el tacto de las manos del fantasma, entonces cuerpo presente, mientras le llenaban de caricias su piel. Recordó el sonido de todas las palabras de amor que una vez se dijeron. Recordó el sabor de todos sus besos. Y pensó en cómo el tiempo y otros besos de otros fantasmas venidos después, habían borrado poco a poco el sabor de aquellos labios.
Junto a ellos, los turistas y porteños que recorrían la avenida Corrientes que era un hervidero de gente continuaron ajenos a la pequeña tragedia de Amelia. Parada en el semáforo que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba, se había encontrado al fantasma. A su alrededor nadie pudo notar nada extraño. Dos personas que coinciden en un semáforo. Qué habrían de saber los demás de todas sus anteriores coincidencias, por más intensas que aquellas hubieran sido en el tiempo en que se amaron. A pocos pasos de allí, el cartel de un local de tango, “El Beso”, se alzaba como una cruel metáfora de su encuentro. Un beso, ni un beso, ni siquiera un beso le había dado el fantasma el día que se despidieron. Aquella noche la dejó sin explicación y se marchó dejando la casa cargada de silencio.
El fantasma mantenía un silencio ingrato, allí parado junto a Amelia en el semáforo que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba. Amelia miró el cartel de “El Beso” y sintió una honda tristeza que se alzó por encima del rugido del motor y el claxon de los coches. Pensó que sus besos, todos aquellos besos que una vez le dio al fantasma, no se merecían aquel desprecio. Todas sus caricias y todas las palabras de amor que una vez le entregó, todas las cenizas del fuego que una vez fue su amor, se merecían más respeto que aquel silencio. A diez centímetros de distancia, como si la lejanía de la muchedumbre y el desamor no fueran suficientes, el fantasma la ignoró como si ella sólo fuera una más de los turistas y porteños que abarrotaban la avenida Corrientes.
El semáforo de peatones que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba se puso en verde. A su alrededor, cuantas personas se habían reunido reiniciaron su camino, cruzando la calle atropelladamente. Amelia se quedó allí parada, viendo al fantasma alejarse entre la multitud de turistas y porteños. Se marchó de la misma forma en que había llegado, sin avisar, sin que ningún presagio anunciara su presencia. Amelia miró el cartel de “El Beso” una vez más y sonrió al pensar en lo cruel de la metáfora. Pensó entonces que otros besos estarían por llegar, otras caricias y otros cuerpos. Y de esos cuerpos habría uno que se quedaría para no convertirse nunca en fantasma. Y ese pensamiento la reconfortó. Le dedicó un último vistazo al fantasma. Que te den, pensó…que a mí ya me darán, pero a cada uno le darán lo suyo. Y echó a andar. Y se perdió entre la muchedumbre como una sombra más caminando por la avenida Corrientes que era un hervidero de gente.