El Ruido I: Bajo A

  En cuanto cerró la puerta de casa Rosalía pudo sentir sobre sus hombros todo el peso del silencio. De entre todos los olores que había, el primero que detectó su nariz fue, como siempre, el olor a vacío. Caminó despacio hasta la cocina, sigilosamente, con ese andar menudo y callado de las mujeres de su edad, sobre todo de las que van de luto. Dejó en el suelo las bolsas de la compra,  Supermercados Spar, y se dispuso a guardarlo todo en la despensa. Esa despensa que era lo único que estaba lleno en su casa vacía. Cuando terminó fue al dormitorio y se cambió de ropa. Escogió un camisón de un negro inmaculado. El luto pesaba, pero no tanto como aquel aire denso que inundaba su casa desde hacía dos años y cuatro días. Aquel aire que se le antojaba tan duro como el cemento y en el que ella percibía, tan claro como el color negro que la vestía, los restos de la tragedia que había detenido el tiempo. Hoy es lo mismo que ayer. Y será lo mismo que mañana, porque ya ayer fue lo mismo que hoy. ¿Estaré muerta?- pensó Rosalía- pero un dolor en la espalda se apresuró a recordarle que no. Se preparó un café con leche que se tomó sin prisas sentada en la mesa de la cocina, mirando al frente sin ver, perdida entre tantos recuerdos.
El reloj de pared del salón marcaba el pasar continuo del tiempo, aunque el sonido del vaivén del péndulo se propagaba atenuado en la espesura del aire. La mujer se levantó y sacó una cacerola grande. Vertió en ella los restos del cocido del día anterior y lo puso a calentar en el viejo hornillo. Se sintió triste al pensar que nunca aprendería a cocinar para una sola persona. Su marido, José, siempre había alabado su destreza en la cocina. Tienes unas manos de oro, solía decir, y luego las cogía entre las suyas y las besaba.

  Había conocido a José un domingo en la verbena del pueblo. Ella estaba sentada con otras muchachas, tomando un poco de Casera y sonriendo a los chicos que estaban en el otro extremo de la plaza. José no tardó mucho en acercarse, le preguntó si quería dar un paseo y ella asintió mientras sus amigas reían divertidas. El sol de aquella mañana de domingo brillaba generoso sobre su rostro, acariciando sus lozanas facciones ya de por sí suaves. Según le contó José años después, fue al mirarla así, con el sol de frente, cuando decidió que quería pasar el resto de su vida junto a ella. Se casaron un año después y fueron de viaje de novios a Ceuta y Melilla. Aunque las ciudades no eran gran cosa, a Rosalía la cautivó el encanto de viajar con su marido por primera vez, los dos en el coche que les había regalado su padre, cruzando el estrecho en Ferry y recorriendo después las tierras del norte del continente africano juntos, como si fueran dos aventureros de las películas americanas.  Poco tiempo después a José le salió un trabajo en Sevilla, como técnico de Telefónica, y fue así como los dos dejaron Extremadura y se trasladaron a vivir a la ciudad en la que aún residía Rosalía.
Compraron un pequeño piso, un bajo, en el barrio de Triana y lo pagaron durante años con algún que otro esfuerzo económico. No habían transcurrido muchos meses desde que se mudaran cuando el embarazo colmó de dicha la casa. Su hijo Jesús llegó con las primeras flores de la primavera y el joven matrimonio no pudo pedir más felicidad.

  Rosalía retornó de los recuerdos alertada por el borboteo de los garbanzos en la cacerola. Se levantó y apagó el fuego, sirviéndose después una ración abundante en un antiguo plato de Arcopal con flores azules pintadas sobre un fondo blanco. Comió despacio, ajena al tiempo y a la vida que transcurrían fuera de aquellas cuatro paredes. En su casa, la vida era una mentira. Un ir y venir de días inciertos, con las horas solapándose en su paso inadvertido; el tiempo, no existía en casa de Rosalía que, desde la muerte de su marido y su hijo se hallaba detenida en el purgatorio. Fregó los cacharros con delicadeza, dejando que el agua le refrescara las manos. Cuando terminó se dirigió a la que fuera la habitación de su hijo. Parada frente a la puerta se dijo que no debía, que el médico ya le había dicho muchas veces que eso no le venía bien, pero no pudo resistir el deseo de abrir la puerta. En aquel espacio todo se conservaba como el día que José y Jesús se marcharon de pesca.
Ella recordaba lo contentos que se fueron. Tened cuidado -había dicho, fiel a su papel de madre, justo antes de que sus dos hombres cerraran la puerta-. Aún guardaba fresca en su memoria la huella del beso que su hijo le dio en la mejilla. No te preocupes.-le dijo el chico, esbozando una sonrisa veinteañera antes de cruzar el umbral. Vamos, vamos, que luego nos pilla la caravana.-apremió José. Y esa fue la última vez que hablaron. A pesar de la recomendación de su hijo, Rosalía, mujer de principios, se preocupó. Y su inquietud fue en aumento a medida que pasaba el tiempo y no recibía la llamada para anunciarle que habían llegado bien. En su lugar se presentó un coche de Policía, a las 11 de la noche, para acompañarla cortésmente a un Hospital de Sevilla. La mujer se sintió abrumada y sola en el corto viaje, a pesar de que los dos policías fueron muy amables intentando consolarla. José murió esa misma noche, Jesús tuvo que soportar un calvario que duró tres días. Rosalía permaneció todo el tiempo junto a su hijo. Se lavaba con las esponjas jabonosas que le daban las enfermeras, en el baño de la habitación. Rezó mucho, a San Camilo, a San Martín de Porres y San Judas y aún así su hijo continuó en coma. Para ella, lo más duro fue verlo extinguirse poco a poco, sin poder hablar con él por más que ella le suplicara que se despertara. Y no despertó. Los médicos dijeron no se qué de una hemorragia interna. Rosalía enterró los dos cadáveres, pero lloró sólo a uno. A José lo odió por haber tenido aquel despiste con el coche. Se habían salido de la carretera y habían caído por un barranco. Ahora, lo echaba de menos y lo detestaba a partes iguales. Suponía que algún día podría perdonarlo pero, ¿cómo? ¿cómo podría? ¿Por qué no había estado atento? Su corazón roto latía dividido cuando pensaba en su pobre José, el culpable del accidente de tráfico que la había dejado sola en el mundo. Su hermana Trini, mayor que ella, la acompañó en todos los horribles trámites del entierro y pasó con ella unos días. Ahora era su única familia, a excepción de algunos primos que residían en Barcelona, y hablaban por teléfono de vez en cuando. Rosalía no había vuelto a ir jamás al pueblo, a pesar de lo mucho que se lo pedía su hermana. Su vida (o su muerte) estaban en aquel Bajo de Triana.

  Entró en la habitación de su hijo muerto y sintió cómo el aire era aún más sofocante allí, cargado como estaba de recuerdos y de amor sin objeto. Se quedó parada de pie, enlutada, respirando y añorando, comenzó a llorar y se sentó en la cama. Acarició la colcha azul que cubría las sábanas y se tumbó tan escuetamente que casi no se formaron arrugas en la tela. Se volvió hacia un lado, aferrándose a la almohada con mucha fuerza, por si así conseguía convertirla en su añorado hijo. En momentos así era cuando odiaba a José. No había vuelto a dormir en la cama que compartieran. Pasaba sus días como un fantasma, dedicada a las labores del hogar con esmero, viendo algún programa en Canal Sur y, por supuesto, entregada al sufrimiento de su pérdida como en aquel mismo momento. Ella, que había sido tan feliz con su hijo, que lo había alimentado, lo había bañado, lo había enseñado a andar y a decir sus primeras palabras, ella que lo había visto crecer fuerte y espigado. Ella, madre, ya no era nada. ¿Qué es una madre sin un hijo?-se preguntó entre lágrimas. Se hundió en la profundidad insondable de su pérdida y en lo inexplicable del vacío que sentía. Vacío que ni el tiempo ni el llanto habían podido llenar. Se despertó desorientada, hasta que el camisón negro la devolvió al presente. No sabía cuánto tiempo había transcurrido y no le importaba. Se secó las lágrimas con la mano y se incorporó para sentarse de nuevo. El calor de la siesta sevillana se dejaba notar en la casa. Entornó las persianas de toda la casa y se sentó en el sofá. Fue entonces cuando escucho el ruido. Lo escuchó sordo y apagado, amortiguado por aquella espesura dramática que inundaba su casa. Aún así se abrió paso rasgando por un momento el aire pesado. ¿Qué ha sido…?-balbuceó, pero rápidamente el velo de la tragedia volvió a caer sobre ella, sigiloso, certero.

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