Al principio fue sólo una sensación vaga durante los primeros meses de embarazo, una incertidumbre, un malestar, algunos sueños extraños; pero poco a poco había ido creciendo traicionera y ponzoñosa, contaminándolo todo en su interior, la angustia. Ahora, dos años después de que naciera su hijo, Aarón, aún se despertaba alarmada mucho tiempo antes de que sonase el reloj que había de poner en marcha a su marido. Ella acostumbraba a quedarse quieta en su lado de la cama, esperando a que el día comenzara su ajetreo, pensando en angustias y silencios. Luego él se despertaba, la besaba y, algunas veces, hasta hacían el amor. Y después se marchaba a trabajar. Y entonces Paqui se quedaba sola con el niño. Y poco a poco el silencio inundaba su casa, a pesar de todos los esfuerzos que ella hacía por combatirlo, encendiendo la televisión, la radio o cualquier otro electrodoméstico cuyo sonido se alzara por encima del cruel manto tejido a partir del mutismo de su hijo. Pero Paqui perdía siempre todas las batallas e, impotente, la vida se le deslucía, pudriéndose lentamente bajo la pátina desoladora de los silencios.
Mateo se despertó con el sonido del despertador y a tientas buscó el botón de apagado. Se desperezó lentamente y se volvió a abrazar a Paqui.
-Buenos días -dijo entre bostezos. -Felicidades mamá -añadió mientras le besaba el cuello a su esposa. Ella respondió quedamente, tratando de no mostrar el desasosiego que la invadía. Ese día Aaron cumplía dos años. Y lo único en lo que pensaba Paqui era en la primera vez en que sintió deseos de abortar.
Cuando Mateo se metió en la ducha, ella se levantó y se encaminó a la habitación del niño. Lo encontró de pie en la cuna, callado como siempre, con sus preciosos ojos oscuros mirando hacia la puerta pero sin reaccionar ante la presencia de su madre. Paqui se acercó, y en su interior se materializó la misma mezcla de culpa, ternura y desesperación que siempre la invadía cuando observaba a su hijo.
El niño había sido buscado, Mateo quería que su hijo tuviera un padre mucho más joven del que él tuvo y ella se desvivía por complacer a su marido. Así, a sus veintiocho años, pocos meses después de casarse , Paqui se quedó embarazada. Fue el día que cumplía el tercer mes cuando se despertó sobresaltada por primera vez. Había tenido un sueño extraño, una pesadilla, donde se veía a sí misma alumbrando a una extravagante criatura de cartón, modelada al estilo de las tradicionales marionetas de silueta japonesas, necesitando de Mateo para maniobrar los hilos responsables de su movimiento. Al despertar, tuvo la certeza de que algo no iría bien con su hijo. Trató de hacérselo entender a su marido, pero él, ingeniero de profesión y racional por convicción, no atendía a intuiciones. Los médicos y sus ecografías no hicieron más que darle la razón a Mateo. Lo más que pudo conseguir Paqui fue que le practicaran una amniocentesis, una vez descartado el aborto tras una fuerte discusión con su esposo. Todas las pruebas auguraban buena salud al futuro recién nacido, pero ninguna pudo apaciguar sus dudas. Poco a poco, aquella sensación funesta se fue apoderando de su ánimo, creciendo en su interior como una plaga. Aunque nunca hizo nada en su contra, los últimos meses de embarazo despertaba todos los días deseando que el hijo que albergaba en su interior hubiera muerto. Y ya nunca volvió a dormir tranquila. Pasaba las noches rezando en secreto. Ella, moderna a pesar del nombre y atea para disgustar a su padre, le pedía a Dios, unas veces rogando que le diera un niño sano, las otras solicitando que secara su útero como la tierra yerma.
-¿Ya estás despierto, bebé?- preguntó mientras cogía al niño. Envidiaba la naturalidad con la que su suegra lo sostenía en brazos cuando los visitaba. Ella se sentía torpe e incapaz de contener sus emociones cuando lo tocaba e, invadida por la angustia, acababa soltándolo y dándole algún juguete. Llevó al niño a la cocina y le dio el biberón y la papilla de frutas mientras Mateo terminaba de arreglarse.
-¡Buenos días campeón! ¡Felicidades!- fue el sonoro saludo con el que su esposo saludó a su hijo aquel día. Pero campeón continuó absorto, con la boca medio abierta esperando a recibir la próxima cucharada. Advirtiendo la mueca de desagrado en la cara de su esposa, Mateo se apresuró a calmarla:
-Cariño, ya sabes que mi madre dice que yo también fui muy lento…
Paqui hubiera querido decir muchas cosas, hubiera querido decir que el niño no era lento, que al niño le pasaba algo, hubiera querido decir que estaba cansada de esperar… pero calló y no dijo nada, añadiendo otro silencio más a todos los que ya habitaban su casa.
-Adiós cariño- se despidió su marido.
-Que tengas un buen día. Le he dicho a tu madre que venga a las seis, para celebrarlo.- Y le dio un beso en la mejilla. Su suegra, viuda desde hacía más de diez años, era la única invitada a la fiesta de cumpleaños de su hijo. Paqui no tenía relación con sus padres y, aunque Mateo había querido invitar a algunos de sus amigos, ella se opuso. Le aterrorizaba ver a su hijo así, rodeado de otros niños, sabiendo que expuesto a tanta normalidad no habría manera de esconder lo que ella ya sabía y su marido y su suegra aún negaban. Y, sobre todo, le aterrorizaba verse a sí misma rodeada de otras madres, porque ante aquella multitud ella tampoco podría esconder sus carencias. ¿Cómo taparía sus miedos, sus recelos, sus culpas, una vez confrontados con la ternura y la dedicación de las otras madres?
Una vez que Mateo cerró la puerta notó como el ambiente se hacía más espeso, enrarecido, ahora que los dos estaban solos y no había nadie que hablara. Paqui volvió a coger la cuchara y el tintineo del instrumento contra el cristal del envase de la papilla le pareció excesivo, amplificado por el silencio que comenzaba a tomar posesión de la casa. Se apresuró a poner la tele y terminó de dar de comer al niño evitando en parte su mirada inquietante. Lo metió en el parque infantil y le dio sus figuritas de dinosaurios.
Ella pasó la mañana con la aspiradora, la radio y la lavadora y, aunque no hubo ruido suficiente para cubrir el turbador ambiente que creaba el silencio, esto le bastó para contener sus nervios. De a cada tanto se acercaba a mirar al niño y sobre la una le dio de comer tras cambiarle los pañales. Trató de hablarle animadamente: “Ya eres un niño muy mayor, tienes dos años…y tú mamá y tu papá están muy orgullosos de ti…y te queremos mucho…” pero se sintió extraña e interrumpió el monólogo. Recordó una antigua canción que le cantaba su madre cuando era niña, pero se sintió incapaz de recitársela a su hijo, sin saber dónde habrían de anidar sus palabras y si acaso no harían más que eco contra las paredes. Las pruebas médicas habían confirmado que el niño oía y ella estaba segura de que ese no era el problema. El problema era que su hijo no estaba allí. En el interior de aquel cuerpo menudo sólo se hallaba la nada insondable. Por eso ella se sentía tan terriblemente sola cuando estaba con él. Porque su silencio era mucho más profundo que cualquier falta de audición.
Después de comer cargó el lavavajillas y se afanó en preparar un bizcocho para esa tarde, agradeciendo el murmullo de la batidora al mezclar la masa. Mientras lo metía todo en el horno no pudo evitar acordarse de sus fiestas de cumpleaños infantiles. Se preguntó si alguna vez organizaría alguna fiesta así para su hijo, si alguna vez él traería amigos a casa…y se preguntó si alguna vez habría siquiera amigos. Se sentó en la mesa del salón a esperar que el calor y la levadura hicieran su trabajo con la masa del bizcocho. Se quedó mirando los juegos de su hijo. Cogía los juguetes con torpeza, no se reía, se limitaba a repetir algunos movimientos de un modo casi mecánico. La imagen de la marioneta de su sueño volvió a su mente y se le erizó el vello. Se preguntó cómo sería ser madre de un hijo normal. Cómo sería sentir eso que sentían todas las madres y ella nunca acababa de sentir. Se preguntó cómo sería sentir amor por un hijo. Y pensó que todo sería más fácil si el niño hablara. Lo vio allí, ingenuo, ajeno a todo, torpe y autista, con la mirada perdida mientras jugaba con dinosaurios. Y no pudo contener sus nervios. Agarró al niño en brazos y lo colocó ante sí, buscando sin éxito su mirada. Lo zarandeó y gritó: ¿Por qué no hablas? ¿Por qué no hablas? Hijo de puta ¿por qué no hablas? y rompió a llorar, incapaz de sostener a su propio hijo más tiempo en sus brazos.
Le hubiera gustado llamar a su madre y compartir sus miedos con ella, pero no hablaban desde hacía tiempo. Paqui nunca pudo perdonarle que no asistiera a su boda. Probablemente su madre no compartía la opinión de su padre sobre el pecado que constituyen los matrimonios civiles, pero jamás se habría atrevido a oponerse a él pública o privadamente. Así que ninguno de los dos acudió al evento.
Seguía llorando desconsolada y silenciosamente, sentada en una silla en mitad del salón cuando escuchó el ruido. Sonó seco pero fuerte, lo suficiente como para alzarse por encima del murmullo de la televisión. Se asomó a la ventana y le horrorizó lo que vio. Y frente al bullicio de la calle en su casa reinaba el silencio. El niño-marioneta seguía jugando con dinosaurios.