El nacimiento de Liberada Martínez

El día del nacimiento de Liberada Martínez era ya de noche; las primeras horas después del anochecer de un viernes de principios de verano. Sería más apropiado, entonces, decir, la noche del nacimiento de Liberada Martínez, pues, como digo, ella llegó con la noche, como todas las cosas importantes en mi vida. Yo mismo nací de noche, de madrugada, como si ya desde el inicio de mi existencia viniera a anunciarse la relevancia que en mi vida habría de tener la noche, aunque, en parte, eso haya tenido mucho que ver con la propia Liberada. En cualquier caso, lo cierto es que todas, todas las cosas importantes de mi vida han sucedido de noche: mi trabajo, mi marido, la paliza que me dieron en el 93 y que me dejó ciego de este ojo, la muerte de mi padre…Y, por supuesto, Liberada. Ella nació, podríamos decir, de las sombras, la noche de un viernes de verano, mientras yo estaba en mi habitación probándome ropa, decidiendo qué ponerme para ir al cumpleaños de mi amigo Juan Márquez. Llevaba ya un rato así, rebuscando entre el armario, tratando de encontrar el look perfecto. Si no me daba prisa llegaría tarde. De hecho, llegué tarde, como siempre, pero a partir de ese día ya nunca pedí disculpas por eso. Desde ese momento lo convertí en un hábito. Fue una de las cosas que cambiaron esa noche. Desde entonces, la impuntualidad ha sido, lo sigue siendo, mi seña de identidad. Incluso ha habido veces en que me he sentado a esperar en casa, tomándome un gin-tonic antes de salir, sólo para asegurarme de no llegar a tiempo. Es una forma de decirle al mundo, a todo el mundo, que nunca podrán tenerme cuando quieran, sólo cuando yo disponga. El gin-tonic también ha terminado siendo otra de mis señas; hay quienes me dicen que el alcohol va a acabar conmigo, pero a ver cómo coño quieren que con cincuenta y cinco años trabaje en la noche de miércoles a domingo y no beba.

El cumpleaños de Juan Márquez, que en aquella época aún era mi amigo, era el acontecimiento que marcaba el inicio del verano. La primera fiesta que celebrábamos en esa época en la que la vida tiene tantas cosas que ofrecer. De mi grupo de amigos de aquel momento, los que no están ya muertos están felizmente casados, así que hace años que no sé nada de ellos. A Juan Márquez sí lo veo algunas veces, ha llegado incluso a venir alguna que otra noche al espectáculo, pero se pone al fondo, pensará que a lo mejor así no me doy cuenta de que está. La realidad es que daría igual que se pusiera en primera fila, para mí no existe, no desde el día de la paliza. Porque de la paliza recuerdo poco, pero lo que recuerdo no se me olvida. Lo primero que recuerdo es el frío que hacía aquella noche. La gente que no es de Sevilla no sabe el frío que hace aquí en invierno, con esa humedad que se te mete en el cuerpo y te cala hasta los huesos. Pues era una de esas noches de frío insoportable. Íbamos Juan y yo de vuelta a casa, riéndonos ajenos a todo y, de repente, de la nada, un grito: ¡Mariquita asqueroso! Y entonces un golpe, el primero. Un golpe en la cabeza que me tiró de bruces al suelo. Recuerdo el tacto frío del pavimento de la calle al chocar contra mi cara y el miedo inundando mi cuerpo mientras me daban patadas en la cabeza y en todo el cuerpo. Más que el dolor recuerdo el miedo, el miedo terrible a morirme allí tirado. Y lo último que recuerdo, imborrable en mi memoria, es ver a Juan Márquez corriendo, alejándose calle San Luis arriba, mientras tres hijos de puta me daban una paliza de muerte. Vino al hospital a verme muchas veces, muchas, pero yo no lo dejé pasar nunca. Mi madre hablaba con él y le decía que ya se me pasaría, que qué iba a hacer yo sin mi mejor amigo. Desde siempre habíamos estado los dos juntos, desde la guardería: Juan Márquez y Carlitos Martínez. Hasta entonces.

Pero me he adelantado mucho. Lo que iba a contarte hoy es el día, la noche, más bien, del nacimiento de Liberada Martínez. En ese momento aún no había sucedido nada de eso, Juan y yo todavía éramos amigos y nos preparábamos para celebrar su dieciocho cumpleaños. Yo aún tenía diecisiete años, pero habíamos decidido que ese viernes, después de celebrar su fiesta con todo el grupo, él y yo íbamos a ir por primera vez a una discoteca de ambiente. Por eso andaba yo dándole tantas vueltas a la ropa que iba a ponerme.  Y entonces, inesperadamente, pasó. Estaba frente al espejo de la puerta del armario, mirando a ver cómo me quedaban unos vaqueros negros que tenía por ahí, giré un momento la cabeza y, ahí, fugazmente, vi una sombra. Fue como algo que ves sin ver, como un destello, sólo una sombra que cruzó momentáneamente mi cara al mover la cabeza y ponerme un poco a contraluz. Ya te digo, fue un instante, pero me brotó al punto un sentimiento de extrañeza. Extrañeza… no sé decirlo de otra manera. Me quedé parado un rato, quieto, unos segundos, unos minutos, no sé cuánto, mirando fijamente mi cara, pensando si no habría sido una alucinación lo que acaba de ver. Pasado un tiempo ya me atreví a mover la cabeza, buscando en realidad si había manera de encontrar el punto exacto en el que aquella sombra volvía a aparecer sobre mi cara. Me costó, no era un movimiento intuitivo, tenía que forzar la cabeza hacia atrás y hacia un lado para que la luz de la lámpara del techo me diera de costado y…Allí estaba, proyectada sobre mi propio rostro: otra cara, otra persona. No era una alucinación, lo que había visto fugazmente en ese primer momento en que la sombra atravesó mi cara, estaba ahí, ahora quieta. Lo que sentí a continuación es muy difícil de describir. Por un lado, me invadió la angustia, una angustia muy honda como si me hubiera desgarrado por dentro, como si en mi interior hubiera habido un corrimiento de tierras. Pero por otro lado… No se puede explicar. Me quedé mirando fijamente el espejo, sin parpadear, hasta que me dolieron los ojos, angustiado, sí, pero a la vez fascinado por aquella cara que se me había aparecido, prendido por la imagen de esa persona que había surgido por la transmutación que las sombras habían operado en mi rostro.

Estudié aquella cara, tratando de memorizar bien los rasgos, aún sin saber bien qué era, quién era. Y también estudié el movimiento de cabeza, el punto exacto en el que debía situarme para que apareciese esa otra persona frente al espejo. No sé qué impulso, qué fuerza me movió, pero fui al cuarto de baño y de allí cogí todas las cosas del maquillaje de mi madre. Fui casi a tientas, con los ojos medio cerrados, tratando de atrapar así esa imagen que tanto me había impactado, temiendo que se me fuera a salir de los ojos, temiendo que si miraba otra cosa la ilusión se perdiera y cuando volviera a situarme frente al espejo ya no encontrara a esa otra persona. Pero cuando volví y reproduje el movimiento, cuando las sombras se proyectaron de nuevo sobre mi rostro, allí estaba, esperándome. Cogí un perfilador y sobre las mismas sombras dibujé las cejas, alargué los ojos, después los labios. Pinté como quien calca un mapa. Fui dando forma y luego rellenando, dándole cuerpo a aquella cara. Cuando terminé me miré de frente y me sentí distinto. Fue sobrecogedor verme transformado, mirarme a los ojos y no saber quién estaba frente a mí. Al principio, sólo brevemente, sentí que la persona que me devolvía la mirada desde el espejo no era ni hombre ni mujer. Pero, al momento, algo dentro de mí me lo dijo: mujer. Primero como un susurro ―mujer―, que fue poco a poco creciendo: MUJER. Y finalmente un grito a viva voz, descarnado: MUJER. Yo sentí esa voz como si fuera otra, a pesar de que manara de mi interior. No era mi voz. Aunque hubiera tomado posesión de mi cuerpo, aunque el grito hubiera cobrado forma en mi propia garganta y hubiera sido mi boca la que gritaba, a mí esa voz me vino extranjera, impropia. Y en parte aún lo sigue siendo, aunque yo ya la haya hecho mía a fuerza de usarla. Pero, en ese momento, por primera vez, había cobrado vida, en mi cuerpo, otra persona.

Alertados por el grito, mis padres vinieron a ver qué había pasado. El primero en llegar fue mi padre y, en cuanto me vio, a su cara se asomó la perplejidad. Después vinieron el gesto mezcla de decepción y de enfado que yo conocía tan bien. Ahora que soy más mayor, bastante más mayor, puedo imaginar que nada te prepara para ver a tu hijo transformado en otra persona, pero mi historia con mi padre venía de lejos. ¿Tú sabes por qué el día de la paliza yo me quedé tirado en el suelo y no me moví mientras me daban patadas esos tres hijos de puta? A mí la primera paliza por maricón me la dieron con cinco años. Me la dio mi padre, claro. A ver si así me hacía un hombre. Un hombre.   

― ¿Qué haces? ―El tono que utilizó dejaba claro que aquello no era una pregunta sino un reproche. Uno más, uno de tantos. Yo conocía perfectamente ese tono que era siempre el comienzo de una nueva reprimenda. Empezaba así y luego venían los gritos y después, a veces, los golpes. Normalmente yo agachaba la cabeza y aguantaba. Pero esa vez todo fue distinto, algo había cambiado en mí.

―¿Qué haces? ―insistió. Yo lo miré fijamente a los ojos con un gesto de indiferencia. Indiferencia, sí, no hubo desafío, solo la expresión de quien sabe que el otro ya no tiene ningún poder. Me quedé callada un rato, alargando el momento, sosteniéndole la mirada para que entendiera bien lo que acababa de pasar. Entonces, le dije:

―Liberarme.

Y así nació, ya desde el principio liberada. Liberada Martínez.

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