La mujer podrida (3)

Carmela enciende un cigarro y da una bocanada larga, saboreando el humo que penetra en sus entrañas hasta ennegrecerlas. Cuando exhala le sorprende un golpe de tos, a pesar de que la fragilidad de su cuerpo hace ya tiempo que ha dejado de sorprenderla. Se queda un rato pensativa, sin querer mirar a la rubia para que no la importune con su impaciencia. Por el rabillo del ojo la ve inquieta, removiéndose levemente en la butaca que está frente a ella. Forman una extraña pareja: Carmela, borracha y consumida, sentada con las piernas abiertas, en una mano un cigarrillo y en la otra un botellín de cerveza caliente; Sonia, delicada, elegante, de maneras refinadas, se sienta con las piernas cruzadas y ligeramente inclinadas a un lado. A simple vista no tienen nada en común, sin embargo, Carmela está convencida de que tras esa fachada, Sonia está tan podrida como ella. Da un trago a su cerveza mientras decide cómo abordar a la rubia. Lleva tanto tiempo esperando este momento que no puede estropearlo ahora, si no consigue que Sonia la ayude, ¿quién sabe cuándo se presentará otra oportunidad? Ella es perfecta para su plan, pero, ¿cómo va a explicárselo? ¿Cómo va a manipularla para llevar a cabo sus propósitos? Un carraspeo de Sonia la saca de sus cavilaciones. Ahora o nunca-se dice.
-¿A qué te dedicas?- pregunta sin mirar a la chica.
-Soy abogada. ¿Y usted?

Carmela se ríe a carcajadas y sólo entonces se atreve a mirarla.

-¿Tú que crees?-le responde.
Sonia medita un momento, mientras observa a la mujer que tiene ante sí. No podría decir claramente la edad que tiene, pero no importa. Es vieja, es una vieja. Tiene la piel seca, de un extraño tono bronceado que se acentúa en la parte inferior de sus piernas, con los tobillos algo hinchados. En su cara, su boca esboza una mueca agridulce; y en los ojos, tras la mirada provocadora se adivina un poso de tristeza profunda. Sonia baja la cabeza, pensativa, tratando de imaginar si Carmela siempre ha sido así o si en algún momento de su vida su carne y su piel contaron lozanas la alegría de la felicidad. Al verla así, decrépita, con su torso trabajando para arrancar un poco de vida a cada respiración, atina a musitar un tímido “lo siento”, disculpándose por su torpe pregunta.

-No lo sientas. Me gusta la gente con mala leche.
-No pretendía…
-Claro que pretendías- interrumpe Carmela.- Soy una enferma. Antes era ama de casa, lo fui muchos años, pero ahora ya no. Ahora sólo soy una enferma. Una borracha y una guarra…y alomejor dentro de poco soy otra cosa peor, pero ya hablaremos de eso.

Sonia se queda extrañada ante esta última afirmación, pero no dice nada, así que Carmela prosigue:

-Me imagino que te preguntarás si siempre he sido así. La respuesta es no. Hubo un tiempo en que fui una persona normal, una mujer normal y corriente, con mi marido, mi hija, mi casa…Esta casa, que ahora la ves así, no siempre estuvo sucia, las cosas fueron nuevas una vez. Y eran tan bonitas.- Sonia siente la amargura en las palabras de Carmela.-Yo también fui nueva una vez, pero hace ya tantos años de eso…
-¿Y qué le pasó?
-La vida. Me pasó la vida.- Carmela da un par de bocanadas a una colilla que se resiste a apagarse.- Las mujeres somos tontas, niña. De chicas nos vienen con muchos cuentos…que si las princesas, que si comieron perdices…bah, ñoñerías. Anda, dime la verdad, ¿a qué tú también has soñado alguna vez con vestirte de novia y casarte con uno de esos príncipes?-Sonia agacha la cabeza y se sonroja un poco, le molesta parecer tan infantil, aunque finalmente responde vagamente que sí.
-Claro que sí. Al principio todas somos así. Todas pensando en que va a venir un hombre a rescatarnos.
-Yo no pienso que tenga que venir ningún hombre a rescatarme.-protesta Sonia.
Nooooo, claro que no. Tú eres moderna.-se ríe Carmela.-Anda, cállate y deja de hacerte la interesante. Aquí no hay nadie más que yo. A mí no me engañas, yo puedo ver cómo eres. Yo veo debajo de la ropa cara y de tu pinta de mojigata. Ya te lo he dicho, yo puedo ver que estás podrida.
-¡Estoy harta! ¿A qué se refiere con eso? Es lo único por lo que he venido. Dígamelo ya y déjeme en paz.
-Te lo diré cuando quiera. Ahora escúchame.-responde Carmela mientras apura el botellín de cerveza.- Al principio somos todas iguales ¿sabes?. Todas pensando que vamos a vivir como en los cuentos. Y mírame, mira esta casa…¿te parece que aquí hay algo de cuento? Mi hija se fue a Madrid hace ya muchos años. Algunas veces llama, pero casi nunca quiere hablar conmigo. Yo sé que con mi marido habla, pero conmigo no quiere. Yo soy una borracha, conmigo ya no habla nadie. Yo la parí, le di de mamar, la llevé al colegio, la cuidé cuando se ponía mala, le preparaba la comida…lo que hace cualquier madre, vamos. Y ahora, ahora se avergüenza de mí. Los hijos nunca llegan a corresponder el amor de las madres…y las hijas menos aún.
-¿Y su marido?
-¿Mi marido?- responde Carmela con desprecio mientras enciende otro cigarrillo.- Mi marido es maricón. Sí, maricón, no me mires así.
-Pero…
-Pero nada. Mi marido lleva más de veinte años sin tocarme. Antes dormíamos juntos, pero desde que se fue la niña a estudiar a Madrid ya ni eso. Y antes de eso tampoco es que folláramos muchas veces.-La mujer mastica las palabras, tratando de arrebatarles el tono de tristeza que las impregna. Se queda un rato callada, meditando, sumida en la pena que embarga la vida que una vez se le torció y ya no pudo volver a recuperar.
-Al principio yo no me di cuenta.-prosigue.- Él se portaba como el marido perfecto: cariñoso, atento…un hombre bueno. Tonta fui yo que me creí que había hombres buenos. En realidad siempre hubo algo raro; desconfía de los hombres que no tienen apetito. Los hombres son cazadores, niña…y nosotras somos presas. Ahora lo veo, pero entonces me creía sus excusas, los dolores de cabeza y esas mentiras.
-Pero usted ha dicho que tiene una hija.- Carmela se percata de que la rubia aún sigue tratándola de usted. La mira levemente, calibrando el influjo que parece ejercer sobre ella. , se dice a sí misma, esto podría funcionar.

-Ah, mi hija…-prosigue.-Él y yo follamos unas cuantas veces, poco y mal. Y de ahí nació mi hija. La quisimos eh, de niña la quisimos mucho. Yo menos, porque siempre sentí celos de la relación que tenía con su padre. Había algo ¿sabes?, un vínculo, yo que sé, algo que yo nunca podía tener con él. Me daba envidia, porque ni él ni ella me querían a mí de la misma manera. Mi hija… la hija puta ha sido siempre una traidora.
-¿Cómo puede hablar así de su hija?

Carmela elude la pregunta, enciende otro cigarrillo y con sus manos podridas juega con el mechero. Es un mechero barato, de plástico, de esos de propaganda de cualquier bar cutre de barrio. Al mirarlo, en silencio, a Sonia de repente la embarga una terrible sensación de pobreza. Piensa que todo lo que rodea a Carmela es terriblemente cutre, incluida ella misma, la propia Sonia. Allí sentada, frente a frente con esa mujer en el declive de sus días, se siente desnuda. Ni sus ropas ni su maquillaje le parecen ahora tan elegantes. Se le antojan caprichos de niña pretenciosa. Se siente vulgar. Y un escalofrío acompaña al pensamiento de que con todas esas cosas sólo ha construido una fachada para ocultar la sensación de soledad que la acecha. Se pregunta cuánto tiempo lleva sintiéndose sola y qué tiene Carmela para despertar de forma tan desgarradora ese sentimiento. Sonia mira a la mujer y la ve, por primera vez, tal cual es. Enferma y cruel, borracha, guarra. Triste. Podrida.

-¿Sabes cuántos años me he pasado yo queriendo que mi marido me quisiera?-prosigue la mujer en un tono desposeído de emoción.- Al principio lo justificaba. Me esforzaba en creer sus excusas y sus mentiras. Yo lo intenté mucho, de verdad, intenté mucho tener la vida de cuento. Y luego se fue mi hija y entonces ya fue imposible engañarme. El mismo día que se fue, él se cambió de habitación. Ya no hubo dolores de cabeza ni otras historias. Sólo hubo noes. Y yo, tonta de mí, aún así pensaba que era culpa mía, que no sabía cómo seducirlo ¡Hasta pensé que había otras! Y ahí empecé a beber. Y cada vez que tenía ganas de llorar bebía.
-¿Por qué no lo dejó?
-Porque seguí esperando que me quisiera. Quise pensar que las cosas se iban a solucionar. Y un día, cuando fui a llamarlo para cenar, ahí lo pillé con el ordenador, mirando fotos de tíos.
-¿Y qué le dijo?
-Nada. Él se hizo el tonto y yo me hice la borracha.
-Pero…¡con el carácter que tiene usted!
-Bah…eso es ahora. Antes era más tonta, más inocente. Ahora soy diferente. Ya no me queda nada de la mujer que era. Entre el alcohol y mi marido se lo llevaron todo.
-¿Y ahora?
-¿Ahora qué?
-¿Por qué no lo deja?
-Ay, ¿y dónde voy yo ahora?
Sonia baja la vista, tratando de buscar una solución para Carmela.
-Yo me muero, niña. Los médicos no lo dicen, pero yo lo sé. Lo siento. Mi cuerpo está tan podrido que ya no lo esconde. ¿Adónde voy yo, borracha y moribunda, si lo dejo?
-Entonces, ¿qué quiere hacer?

Carmela agarra un cigarro y le da una calada podrida y larga. Entre el humo, sus ojos oscuros y tristes le devuelven a Sonia una mirada podrida. Con voz severa, Carmela responde:

-Matarlo. Lo que yo quiero es matarlo. Quiero que me ayudes a matar a mi marido.

La mujer podrida (2)

Sonia piensa en la mujer del tren mientras hace el amor con Andrés. El chico la penetra con exactitud y vehemencia; el novio perfecto que folla perfecto. Para corresponderle, Sonia finge un orgasmo perfecto y sincronizado. Gime lo justo, pretendiendo un placer que no siente, se agarra los pechos y se muerde el labio, exaltando al hombre hasta el culmen. Y entonces los dos se recuestan, cada uno a su lado de la cama, muy cerca pero sin tocarse. Andrés se congratula por el polvo perfecto, se vuelve hacia ella y le da un beso.

-¡Uuuf! Me encanta el sexo contigo.- Sonia sonríe y asiente, aunque en realidad ella sigue pensando en la vieja loca del tren. Aquella mujer medio consumida, enfermiza, que la insultó hace unos días. “Tú estás podrida”- le había dicho. Y la frase aún resuena en sus oídos.

Andrés se ha quedado dormido. Su media melena cae sobre la almohada, dejando al descubierto su bello rostro. Sonia lo mira y piensa en lo maravillosa que es su vida con él. Una vida perfecta de ropa de marca y muebles de diseño, de sábanas de lino egipcio, de restaurantes de moda y orgasmos perfectos. Hace un año que una amiga común los presentó. «Tengo un amigo que es perfecto para ti»- le había dicho Marta. Y no se equivocaba, Andrés era perfecto para cualquier mujer. Alto y guapo, era uno de esos raros hombres que consiguen ser elegantes sin merma en su masculinidad; inteligente y aficionado al deporte. Empezaron a salir a las pocas semanas y tras varios meses de relación el joven se mudó a casa de Sonia. Él decía que la amaba y ella lo creía. Aún lo cree. Lo mira, dormido, con un apacible gesto en su rostro, no ronca, ni siquiera respira profundamente, Andrés es perfecto. Perfecto y desapasionado. Salvo su belleza, no hay nada especialmente notable, lo tiene todo en su justa medida, sin exabruptos. Un hombre lineal, neutro, que combina a la perfección con el resto de elementos de su vida. Sólo su perfecta belleza escultórica la hace sentirse insegura algunas veces, pero no dice nada. Se pregunta si ella está a la altura de tal perfección, al chico parece no costarle nada conseguirlo; ella, sin embargo, pone su vida y sus fingimientos en el empeño de encarnar a la mujer ideal.

Sonia se despierta con el leve zumbido del despertador de su móvil en la mesilla de noche. Tiene el sueño ligero así que detiene el aparato cuando inicia la segunda vibración. Con una maniobra silenciosa se zafa del abrazo de Andrés, al que deja en la cama mientras ella se dirige al cuarto de baño. Cierra la puerta cautelosamente, preservando así la intimidad que le proporciona el silencio. Saca del cajón del mueble del lavabo un enema rectal que se coloca con pericia. Mientras se sienta en el wáter a esperar a que le haga efecto, agradece al estreñimiento el control que le ofrece sobre un hábito tan molesto como la defecación. Su vago tránsito intestinal le permite evacuar de manera furtiva e íntima, sometiendo las vulgaridades de su cuerpo al dominio de su voluntad.
Así, en el entorno aséptico del blanco impoluto de su cuarto de baño, a las seis de la mañana, Sonia defeca en secreto. Y se finge angelical y perfecta, ocultada su biología de los ojos de Andrés. Después de haber consumado el acto, se da una larga ducha, entregándose a una concienzuda y jabonosa purificación de un cuerpo que se le antoja lamentablemente humano. Le viene entonces a la memoria un recuerdo de su infancia. A veces su padre entraba en el cuarto de baño justo después de que ella hubiera salido y entonces se tapaba la nariz y con voz forzada decía “oooooooh que peste…que peste ha dejado mi niña” y los dos reían divertidos. Después llegó la adolescencia y con ella la vergüenza y el asco. Y Sonia se volvió estreñida y pudorosa. Y altiva. Y empezó a fingir los orgasmos y a comer poco.

Ya frente al espejo, se aplica una base de crema hidratante. El cristal ha comenzado a librarse de la neblina del vapor y le devuelve algún retazo de su propia imagen. Mientras extiende la crema guiada por la visión fragmentada de su rostro se pregunta qué ocurrirá cuando su cuerpo envejezca, cuándo los años le ganen la batalla por la perfección. Y el pensamiento la aterra. “Tú estás podrida”- recuerda. Y temerosa se mira nuevamente al espejo, esta vez ya despejado de todo el velo del vapor. Se encuentra de frente con su rostro fino y discreto, de rasgos comedidos y femeninos. Y se fija en que, aunque parece guapa, hay algo en su expresión, imperceptible a primera vista, que resulta perturbador. Podría ser una mueca, quizá un leve gesto de repugnancia. Se acerca a mirarse con más detenimiento y a cada mirada se hace más patente la profunda fealdad que yace bajo la belleza superficial. Está segura de que la mayoría de las personas no pueden verlo, pero está ahí, lo que sea, el asco, la podredumbre, está ahí.

Despierta a Andrés cuando ya se ha puesto un elegante vestido blanco que realza su piel pálida y su corto cabello rubio. El chico se levanta y, tras algunas carantoñas, comen un saludable desayuno. Sonia se toma un café recién hecho y finge tener poco apetito. Se despiden en la entrada, prometiéndose amor, y ella abandona su fingida vida perfecta para adentrarse en su exigente vida laboral.
Es abogada, como su padre, aunque mejor de lo que era él. Se dedica al Derecho financiero y en la profesión es conocida por ser implacable y minuciosa. Sin embargo, hoy no se encuentra bien, está distraída, absorta, incluso ha cometido algunos errores de principiante. Desde que se encontró con aquella mujer se siente algo desconcertada, no para de pensar en lo que le dijo. “Tú estás podrida”. “Pero, ¿por qué?”-se pregunta. Porque lo más inquietante acerca de lo que dijo esa mujer es que Sonia piensa que tiene razón.
Al bajar del tren de vuelta del trabajo, a las siete de la tarde, saca del bolso el estuche de las gafas de sol y enredado entre sus dedos aparece el papel donde la mujer le escribió la dirección. Ni siquiera está lejos. Piensa que es una locura pero, ¿qué daño puede hacer? Necesita terminar con esta situación. “Si la mujer se pone a insultarme otra vez me voy y me olvido de esto”-decide. Y se pone en marcha en dirección contraria a su casa. Durante los quince minutos de camino se pregunta qué dirá cuándo llegue. Un par de veces se ve tentada de volver, pero no puede. La loca del tren le despierta una mezcla de curiosidad y repugnancia. Su aspecto enfermizo y su carácter excesivo la asquean, pero al mismo tiempo la mujer tiene algo provocador, enigmático, que captó por completo su atención en su primer encuentro.

El barrio en el que vive la mujer no es ni bueno ni malo, es un barrio antiguo, de los pocos de la ciudad que aún conservan casas unifamiliares. Sonia toca el timbre indecisa y en ese momento la sensación de estupidez la embarga. Transcurren unos minutos sin que nadie abra la puerta y se sorprende de no haber pensado en qué haría si no recibiera respuesta. “Esto es una tontería”-se dice. Y a punto está de marcharse cuando escucha a alguien toser mientras la puerta se abre.
La mujer del tren aparece ante ella con una bata de verano sucia y un cigarrillo en la mano.

-Oh, así que aquí estás…ya pensé que nunca vendrías.-le dice con una sonrisa socarrona.- Bien.- Y se da media vuelta adentrándose en la casa. Sonia se queda parada, sin saber muy bien qué hacer, debatiéndose entre la ira y la fascinación que le provoca la mujer.
-No te quedes en la puerta, entra ya, que no tengo todo el día.-le grita desde dentro de la casa. Y Sonia obedece.

La vivienda es modesta, debió ser acogedora en otros tiempos, pero ahora parece algo sucia y pasada de moda. Sin embargo, lo peor de todo es el olor. Sonia tiene que hacer verdaderos esfuerzos para evitar las nauseas. Toda la casa está impregnada de un fuerte olor dulzón que le resulta difícil de describir. Lo único que se le ocurre es decir que aquella casa huele a enfermo, a muerte.
-Estoy aquí.- Sonia sigue la voz hasta la cocina. La mujer está de pie, tomándose una cerveza que bebe directamente del botellín.
-¿Cómo te llamas?- le pregunta.
-Soy Sonia- responde, y se sorprende por lo frágil que suena su voz.
-¿Qué dices? Habla más fuerte, no seas estúpida. ¿Acaso crees que puedo leerte los labios?
-Sonia- dice ahora con claridad.
-Yo soy Carmela.- Las dos se quedan calladas un momento. La mujer la mira con tono burlón y Sonia se siente algo turbada. Duda de cómo iniciar la conversación, pero se decide por ser directa:

-He venido porque…
-Voy a cagar.
-¿Cómo dice?
-Que voy a cagar.- repite Carmela malhumorada. Y se pone a andar por el pasillo en dirección al cuarto de baño.- Ven por aquí.- exige. Y Sonia obedece, aunque le resulta un poco absurdo seguir a alguien que anuncia que va al cuarto de baño. Carmela entra en el retrete y deja la puerta abierta. Se baja las bragas y se sienta en el wáter ante la perplejidad de Sonia que trata de bajar la vista educadamente.
-Anda no seas mojigata. ¿A ti no te gusta cagar? Bah, estoy segura de que no, a la gente como tú no os gusta nada.- Sonia se arma de valor y responde:

-Oiga, ¿por qué me dice esas cosas? No debería haber venido.
-No digas tonterías. Estoy segura de que esto es lo mejor que has hecho en todo el día.
-Mejor me voy.
-No.- sentencia Carmela.- Tú te quedas aquí. Anda, dime, ¿a qué decías que has venido?- Sonia se muerde el labio y piensa un poco en la situación. Todo le parece obsceno y ridículo. ¿Por qué le importa tanto la opinión de aquella vieja vulgar?
-He venido para que me explique por qué estoy podrida.
-Aaaaah…así me gusta. Estaba segura de que era eso. Pero no tengas prisa, ya llegaremos a eso.-responde Carmela, que se sube las bragas sin apenas limpiarse el culo.

La mujer podrida (1)

Carmela se despierta con un vigoroso golpe de tos que la lleva hasta la expectoración. Cuando se recupera aún se queda un rato tumbada en la cama, respirando con dificultad, pensando en nada. No sabe cuánto tiempo ha pasado cuando se incorpora hasta sentarse. Después se calza las zapatillas de andar por casa y, apoyándose aparatosamente en la mesilla y en la cama, finalmente se levanta. A sus cincuenta y ocho años, Carmela es una mujer podrida. Coge un cigarrillo con sus manos podridas y lo enciende con un fósforo. La primera bocanada del día siempre es la más satisfactoria. El humo penetra profundamente en sus pulmones podridos, hasta los más recónditos rincones de su árbol bronquial y puede sentir la nicotina viajando en su torrente sanguíneo para alimentar a todas las células decrépitas de su cuerpo podrido.
Sale de la habitación caminando con pasos cortos, arrastrando un poco los pies, en parte porque las fuerzas hace ya tiempo que le faltan, en parte porque no le da la gana de levantarlos. Al otro lado del pasillo ve la puerta de la habitación de su marido abierta, señal inequívoca de que el fontanero ya se ha ido a trabajar. De estar en casa, durmiendo, la puerta se encontraría cerrada, dejando así el paso vedado para ella. Hace algún tiempo que ya no siente ira por su marido, al pensar en él ahora sólo siente una mezcla de desidia y repugnancia.

-Hijo de puta egoísta-farfulla Carmela mientras exhala otra larga bocanada de humo.

Lo que más detesta de su marido es el engaño. De puertas para fuera él es el hombre perfecto: amable, atento, simpático, trabajador. Todo el mundo se deshace en elogios hacia él, le comentan lo bueno que es, la suerte que tiene de que la cuide. Ella, al contrario, es ruda, antipática y huidiza. Aunque aún se trata con unos pocos vecinos, en realidad la gente le importa poco. A veces le gustaría decirle a todos con su boca podrida que su marido es un impostor, que en casa la ignora desde hace años, que las conversaciones se limitan a la programación televisiva, sus cuidados médicos, los asuntos laborales de él y nada más. Hace tanto tiempo que no mantienen relaciones sexuales que Carmela no puede recordar la última vez. Pero aunque en muchas ocasiones se ve tentada, nunca descubre la pantomima de su marido. Cuando la gente halaga las virtudes de éste, ella se limita a contestar con un escueto “sí, tengo mucha suerte”, mientras en su interior siente nauseas por el hombre del que un día se enamoró. No es que no hablen ni que él no se interese por ella. Su marido sigue siendo su marido, sin embargo, Carmela se siente objeto de un agravio más profundo, más íntimo. Se siente objeto de la peor de las traiciones que un marido puede cometer contra una esposa. Su marido la ha repudiado como mujer.

Calienta en el microondas una taza con agua a la que añade una bolsita de té negro. Se sienta a bebérselo lentamente, mientras fuma otro cigarrillo, el segundo, que ya intoxica menos sus pulmones podridos. Entre el humo se mira un poco las piernas hinchadas por el edema. Su corazón ya no bombea con suficiente fuerza su sangre y entonces se le acumula líquido en los tobillos, en los pulmones…en todas partes. Cuando termina el té se levanta y malfriega la taza que deja secando en el escurridor. El reloj de la cocina marca las doce de la mañana. Saca del frigorífico un botellín de Cruzcampo y se toma la mitad de un sólo trago, el primer trago, que como el primer cigarrillo es el único que tiene un sabor puro. Se come una loncha de chopped para acompañar y en eso consiste su desayuno. Termina la cerveza y se marcha al dormitorio a vestirse y prepararse para su cita con el médico. Hoy le toca revisión con el Digestivo. De todo su cuerpo, su hígado es el órgano más podrido. Los médicos dicen que todo lo que le pasa empieza en el hígado. Y todo lo que le pasa en el hígado tiene que ver con el alcohol. Carmela, sin embargo, difiere. Para ella, toda la podredumbre de su cuerpo empieza en el alma. Y todo lo que le pasa en el alma tiene que ver con su marido, Alberto, el fontanero que imposta ser el marido perfecto.

Mientras se viste piensa en la primera noche que durmieron separados, hace ya catorce años. Su hija se había ido ese mismo día camino de Madrid, donde estudiaría Periodismo en la Universidad. Cuando terminaron de cenar, Alberto dijo que esa noche dormiría en la cama de la niña, “que hace mucho calor y así descanso más”. Y desde esa noche nunca volvieron a compartir la cama. Y con el paso de los días, en la misma medida que él ampliaba sus horarios de trabajo se acrecentaba la tristeza de ella. Al principio limpió mucho, para entretenerse y no pensar, pero al poco la fregona y las bayetas no le sirvieron para dispersar sus pensamientos. Y entonces empezó a beber.
Sin cambiarse de bragas se pone unos pantalones marrones y una camisa blanca. Se huele un poco las axilas y se lamenta de que no huelan más, ella disfruta torturando a los médicos. ¡Qué se jodan!-piensa-Bastante me joden ellos a mí.

Casi una hora después de su primera cerveza, Carmela entra en el vagón del tren en dirección a su cita en el Hospital. Camina arrastrando los pies, agarrada a un bastón firme, de roble; un bastón elegante y fuerte que contrasta con su cuerpo podrido. Se deja caer en un asiento que no es el suyo y mira por la ventana mientras recupera un poco el aliento. Al poco se le acerca una mujer joven que reclama su asiento:

-Oh, disculpe, creo que se ha sentado usted en mi sitio.-le dice mientras comprueba su ticket.
-Es que me mareo si voy para atrás.-responde Carmela de mala gana, sin mirarla, pensando en qué clase de tonta se molesta en ocupar el asiento correcto en un tren que va medio vacío.
-Ah, bueno…entonces me siento yo aquí.

La mujer se sienta frente a ella, desprendiendo una fuerte oleada de un perfume floral que huele a caro. La fragancia es tan intensa que no la deja percibir su propio olor. Carmela se vuelve entonces a mirarla con repugnancia. Es rubia, teñida, claro, muy rubia, con el pelo casi blanco y corto, muy corto. Tiene la tez pálida y la nariz pequeña. Al principio parece guapa, pero en realidad, si la miras con detenimiento, hay algo en su rostro, una expresión que la delata. No es guapa, es fea, quizá alguna vez fue guapa de verdad, con esa belleza inocente que derrocha la lozanía, pero ahora no. Ahora queda claro que se esfuerza en esconder la verdad de su incipiente fealdad. El maquillaje caro, el peinado, el tinte, la ropa buena, las joyas…todo tratando de disimular lo que su gesto revela: la rubia también está podrida. Carmela la mira con detenimiento, observándola mientras come. Y cada movimiento confirma su opinión. Ahora ha puesto una servilleta en su regazo y está comiendo una ensalada y bebiendo un zumo verde de aspecto asqueroso. Tiene las piernas cruzadas elegantemente y come con exquisita mesura. Sin embargo, a pesar de sus modales, su podredumbre es innegable. Carmela golpea con el pie su bastón hasta dejarlo caer sobre la otra mujer.

-Oh, perdón-le dice la rubia.
-No pasa nada. Te perdono- responde Carmela con una media sonrisa. Se agacha a recoger el bastón y percibe entonces de lejos su propio olor, amortiguado por el perfume de la chica. Es un olor dulzón, excesivo y penetrante, que no se parece a ningún otro y que nunca se olvida: el olor de la enfermedad. Pero entonces la chica se mueve y otra vez la fragancia floral inunda todo el espacio.

-¿Necesita ayuda?- le pregunta la rubia.
-No gracias, come tranquila.- Pero la joven ya ha terminado y está guardando los restos de su almuerzo en un bolso caro, de una marca que Carmela no conoce. Después se pinta los labios y se mira en un pequeño espejo que saca de una polvera. Carmela se ríe entre dientes, pensando que hay cosas que no pueden ocultarse. La rubia finge que no la escucha y se queda sentada con las piernas cruzadas, mirando por la ventana con expresión liviana.

-Tú estás podrida.-enuncia Carmela. La rubia se sobresalta un poco y se vuelve a mirarla.
-¿Disculpe?-pregunta educadamente.
-Jajajaja- Y Carmela se ríe estentóreamente.- Anda, no seas mojigata, me has oído perfectamente. He dicho que tú estás podrida. Debajo del maquillaje, del gimnasio, de la mierda de comida que comes, de la ropa cara…debajo de todo lo que tienes puedo verlo: tú estás podrida. Y puedo verlo porque yo también estoy podrida, pero yo al menos no lo escondo. Cualquiera puede ver que estoy podrida. Hay quien incluso puede adivinar por qué estoy podrida, o las razones por las que dicen los médicos que estoy podrida, que eso es otra cosa…Pero tú te escondes, te disfrazas de señorita elegante, cuando en realidad estás tan podrida como yo.
La rubia pone expresión de desconcierto, la mira atónita durante unos segundos y después dice:
-Disculpe señora, pero no sé de qué está hablando.- la respuesta molesta a Carmela, que esperaba más sinceridad de la rubia.
-Estás peor de lo que pensaba, llevas tanto tiempo fingiendo que tú misma te has creído tus mentiras.
-Mire señora…no sé de que está hablando, pero me está molestando.
-Oh, ahí estás, por fin…ahora ya empezamos a entendernos.
-No, yo no entiendo nada.- Y la rubia se levanta contrariada.
-¿Adónde vas, estúpida?- dice Carmela, que la agarra con su mano podrida.- Siéntate- ordena con tanta firmeza que la otra obedece. Se queda un tiempo meditando, mirando por la ventana, hasta que la rubia pregunta:
-¿Qué es lo que quiere?
-Dame un papel y un boli.- La joven busca en su bolso con desgana, pero al poco le entrega a Carmela lo que ha pedido.
-¿Por qué me ha dicho eso? Es usted una maleducada.
-¿Quieres saber lo que quiero?¿Quieres saber por qué estás podrida? Aquí tienes.-responde Carmela. Y le devuelve el papel en el que ha escrito su dirección.- Ven a verme cualquier tarde.

El tren ha parado, así que Carmela se levanta, agarra su bastón y abandona el vagón arrastrando sus pies podridos.
-¡Se lleva mi boli!-reclama a sus espaldas la rubia, pero Carmela finge que no la escucha y sigue adelante, riéndose mientras coge un cigarrillo con sus manos podridas.

Inexorablemente

El cuerpo se muere, inexorablemente. Muere. Aún cuando no es cuerpo sino mórula, irremediablemente muere. Ya desde entonces las células caminan hacia una funesta, ineludible, inevitable y apoptótica muerte. Programada en el ADN, entrelazada a la vida desde el propio origen de ésta, allí, en el mismo código fuente, allí donde mana la vida se esconde la muerte. El cuerpo, las células, programadas para comer, crecer, replicarse y vivir, lo están también para matar [se]. Donde [se] somos todos.  Y en este [se] la humanidad transmuta lo natural en imposible. La muerte, tan natural, tan primitiva, tan originaria…la muerte es siempre una tragedia. Miles, millones de células en tu interior están muriendo ahora mismo, en silencio, taimadas y obedientes, cumplen con la orden que hay inscrita en sus desoxirribonucleótidos… Millones de harakiris silenciosos y obedientes, millones de suicidios [te] suceden. Donde [te] somos todos. Llóralos todos. Llora todas las tragedias mortuorias que  habitan tu biológica humanidad en este momento. En [tu] interior lo sabes, en realidad lo sabes, la vida está llena de muerte y el cuerpo se muere, inexorablemente. [Se] muere. Donde [se] somos todos.

Otoño

Los días se nos llenaron de otoño
Los cielos se oscurecieron de tristeza
Los arboles tiritaron de frío
Las aceras se arroparon de hojarasca
Y el corazón se nos heló en suspenso

El Ruido VIII. Tercero B

  Ana abrió los ojos lentamente y enseguida se vio sobresaltada por la sensación del cambio. Había sido siempre una mujer intuitiva, así que podía percibir la sutileza de la diferencia, casi como si de un olor se tratara, incluso antes de saber qué ocurría. Cuando sus pupilas se fueron acomodando a la luz pudo ver que se encontraba en su habitación, en su casa, en la pequeña cama de noventa que compró sólo unos meses después de que su Francisco falleciera. Al morir su marido, la cama de matrimonio le parecía un desierto inhóspito, con un vacío frío inmenso allí donde solía yacer aquel. Y despertaba siempre acurrucada en una esquinita del colchón, con la sensación de haber maldormido acuciada por las pesadillas. Finalmente, harta del desierto de 135 cms, compró aquella cama, más pequeña y más recogida. Y, aunque la desproporción del tamaño hacía parecer su habitación ridículamente grande y ridículamente vacía, pensó que, ya que de lidiar con vacíos se trataba, prefería estos en el espacio de su alcoba, a cambio de dormir en una cama que su cuerpo pudiera llenar completamente, para así en los sueños engañar a su mente y sentirse menos sola.
Retiró un poco la ligera colcha que tejiera hacía muchos veranos y, una vez que vio respondida la pregunta acerca de dónde se encontraba, llegó el momento de responder al cuándo. Y entonces el cambio dejó de ser sólo un aroma, una intuición, para cobrar certeza corpórea. El cuándo era la respuesta que esclarecía el cambio. Ese día, por obra de la providencia, todos los impulsos eléctricos habían encontrado el camino correcto en el amasijo de vías neuronales de su cerebro. Y las tinieblas que la habían envuelto en los últimos años se disiparon. Se sintió repentinamente despierta, como si hubiera retornado de un sueño muy largo, y sintió su mente clara como nunca, ágil, con todos los recuerdos en el lugar correcto, en un punto de su hipocampo accesible a la rememoración. Año 2014, eso marcaba el almanaque de San Juan de Dios que tenía en la mesilla de noche. Y a la curiosidad inicial por la causa que habría obrado tamaña magia le siguió la tristeza por la penuria del tiempo entre tinieblas.
  Su hija María entró en la habitación sigilosamente y se acercó a la cama. La tocó suavemente en el hombro y cariñosamente le dijo:
-Vamos reina, que se van dos, el día y el sol.
Ana la miró desconcertada, pensando en cuántas veces habría pronunciado aquellas mismas palabras para despertar a su hija cuando era pequeña. Trató de recordar cuántas veces se había repetido aquella escena en los últimos años desde que le diagnosticaran el Alzheimer y lo incalculable de la cifra la mareó. No pudo evitar pensar entonces en cómo la vejez iguala a los adultos con los niños, torpes, desamparados, pero mientras la minusvalía de la infancia se recibe con la ilusión de la vida prometida, la senectud genera el asco, la repulsa del cuerpo decrépito que camina hacia la muerte; el contacto con la infancia rejuvenece, la vejez es el espejo del que al asomarnos emerge la imagen de nuestra propia finitud.

  Ana tomó el brazo de su hija y caminó lentamente con ella hasta la cocina. Hubiera querido decirle que estaba bien, que podía comer por sí misma pero, ¿cómo explicarlo?, ¿qué pasaría si al día siguiente volvía a despertar absorta y perdida como de costumbre? Se limitó a callar y ponerle fáciles las cosas a su hija. Ese día no hubo quejas ni manchas en el babero. Vamos a la ducha– anunció María- y se encaminaron las dos en silencio hacia el cuarto de baño. Ana sintió pena de sí misma, con sus pasitos cortos y sin fuerza apenas para levantar los pies, agarrada del brazo de su hija, como dos beatas en una procesión. La Amargura, pensó. Ya en el baño María procedió a quitarle el pañal con la pasmosa naturalidad que sólo otorga la práctica, mientras ella se ruborizaba por la vergüenza, sintiéndose estúpida por no haberse percatado hasta ese momento de que llevaba pañales. El agua de la ducha corrió sobre ella como un torrente, mientras María la enjabonaba cuidadosamente, frotando con esmero cada milímetro de su piel, en una operación en la que su intimidad y su dignidad quedaban profundamente expuestas, profundamente ligadas al hacer de su hija. Se sintió dependiente. Gran dependiente decían los papeles de las trabajadoras sociales que ella nunca había leído. Miró apenada su cuerpo caduco, encorvada, con la piel ajada y fláccida, las carnes blandas, podía sentir las arrugas cuarteándole el rostro… El tiempo había devastado todo el vigor que la caracterizara en la juventud. Y bajo el agua, en la crudeza de su desnudez se sintió acabada, se sintió muerta. Pensó que la providencia no le había hecho ningún regalo aquel día, las tinieblas al menos la protegían de aquella cruel visión de sí misma y, por eso, las echó de menos. Y entonces se sintió egoísta, al ver las atenciones que su hija le dispensaba cariñosamente. La miró a hurtadillas mientras la secaba cuidadosamente con la toalla y mientras le teñía el pelo después. Miró sus manos encallecidas, sus ojos cansados. Se encargaba de arreglarle el cabello a ella cuando el suyo propio estaba seco y salpicado de canas, su semblante preocupado. Parloteaba incesantemente, contándole las andanzas de los vecinos del barrio, esforzándose por darle a la escena una apariencia de normalidad que se antojaba imposible. A pesar de que hoy la entendía, Ana sabía que su hija pasaba los días hablando sola, comiendo sola, viviendo sola, llorando sola. Ella no era más que un cuerpo sobreviviendo, arrastrándose lentamente en su camino hacia el inexorable final de sus días. Y en cuidarla malgastaba sus días María. No pudo evitar las lágrimas que acompañaron a este pensamiento: su hija, joven y lozana, marchitándose en el proceso de cuidar de ella. La miró de nuevo, con lágrimas en los ojos, mientras la joven intentaba consolarla. Anda no llores que te pones muy fea- le dijo cariñosamente y, después, la besó en la mejilla y le secó las lágrimas. Tras lavarle y secarle el pelo, la ayudó a sentarse en el váter. Ana orinó rápidamente y se aguantó la vergüenza y la culpa cuando su hija limpió sus genitales.

  María la dejó en el salón, sentada en su vieja mecedora, mientras por su parte se esmeraba en limpiar el polvo. Ana abrió el libro de sopas de letras que tenía en su regazo y sintió pena de sí misma al ver las hojas llenas de garabatos sin sentido. Le horrorizó pensar en cómo la enfermedad le había quitado todas sus habilidades y, poco a poco, toda su vida. Pero mucho más aún le horrorizó pensar en cómo su enfermedad había detenido también la vida de su hija. La miró mientras limpiaba, sabiendo que hacía aquello todos los días. ¿De qué vive?-se preguntó. ¿De qué vivimos?. Ella, que había tenido que hacer tantas cuentas cuando murió su Francisco, sabía lo cara que es la vida y se sintió preocupada por su hija. La joven continuaba envuelta en los quehaceres del hogar, dirigiéndole de vez en cuando algunas palabras o contándole alguna anécdota. A Ana le hubiera gustado levantarse y hacerse cargo de todo, decirle a María que volviera inmediatamente al trabajo y que se echara un novio, pero miró sus piernas llenas de varices y comprendió que su cuerpo ya no tenía nada que decir ni que poner en orden. Sus varices, sus piernas, su joroba y su cuerpo cansado la situaron en la terrible certidumbre del orden natural de las cosas. Su hora había pasado. Y su hija desperdiciaba la suya, tratando de hablarle a una madre que hacía tiempo que no estaba allí.
Almorzaron temprano, siguiendo la costumbre que impusieran los deseos de su marido, que gustaba de comer en horario europeo. Él había sido un hombre culto y viajado, más allá de lo propio para la época en la que se crió. Tuvo la suerte de empezar a trabajar bastante joven como ayudante del director de una empresa de importaciones. Lejos de hacerlo rico, el trabajo le permitió conocer otros países y tener un sueldo lo suficientemente holgado como para comprar los últimos dos pisos de aquel bloque de Triana para construir un dúplex. Cuando él falleció, Ana hizo todo lo que estuvo en su mano para conservar aquella casa, que había sido el sueño de su marido, y sacar adelante a María.

  Después de comer, su hija la llevó de nuevo a su habitación y la sentó en una butaca grande de la que ella no guardaba recuerdos, así que imaginó que habría sido adquirida durante los años en los que había estado sumida en las tinieblas. Antes de salir, María le dio un beso y sintonizó Radiolé. En cuanto cerró la puerta, Ana no pudo reprimir el llanto. Lloró amargamente, escuchando coplas antiguas que había cantado una y mil veces mientras preparaba la comida en la cocina de aquella misma casa. Lloró por sus recuerdos que habían estado tanto tiempo perdidos y por el miedo de que si se quedaba dormida volvieran a perderse de forma irremediable. Y sobre todo lloró por su hija, que había abandonado su propia vida para dedicársela a ella. Volvió a pensar en cuál habría de ser la razón por la que ese día había despertado con tal lucidez en su pensamiento. No en las causas médicas -que pierden toda su relevancia cuando uno está a punto de morir- sino en el sentido que aquella magia tenía para su vida. Y entonces pensó en María. Su hija de sus amores. Se levantó y buscó con dificultad un papel entre los recovecos de su habitación. La tarea le ocupó largo rato, con su cuerpo vencido por los años andando de acá para allá, hasta que finalmente se le ocurrió arrancar un trozo de una hoja de un libro de crucigramas. Hubiera querido escribir una larga carta, decirle a su hija cuánto la amaba y darle todos los consejos de los que fuera capaz para que la acompañaran durante su vida, pero sus manos deformadas por la artrosis no respondían a sus deseos. Con su letra menuda y temblona escribió una sóla palabra y dejó la nota encima de su cama. Después fue al tocador y se peinó sin mirarse apenas al espejo para no encontrarse con su propia imagen. Y nuevamente salió en procesión. La Amargura caminó lentamente por el largo pasillo hasta la puerta de entrada a su casa y se acercó al mueble del recibidor. Allí, en el viejo cenicero de recuerdo de su visita a Toledo, encontró un manojo de llaves que cogió antes de salir. No se molestó en cerrar la puerta para no hacer ruido y continuó su camino escaleras arriba parándose a ratos a recobrar el aliento. Ya en la azotea sintió el calor propio de la siesta sevillana. Aunque no podría decir la hora que era, ésta se le antojó apropiada para su propósito, torera. Miró sus pies enfundados en unas zapatillas negras y vio sus tobillos hinchados del esfuerzo. Se planchó con las manos el bambito de flores, aspiró aire profundamente y se encaramó al alféizar. Le hubiera gustado subirse de forma más elegante, pero su cuerpo no le dio para más, así que trepó como pudo pensando en que se vería ridícula, como si fuera una salamanquesa vieja y enjuta. A horcajadas sobre la barandilla dedicó un último pensamiento a su hija, esperando que la nota y la única palabra que contenía le evitaran la culpa. Vive, había escrito. Y se dejó caer. Y al llegar al suelo el ruido del golpe sonó como un crack.

El Ruido VII: Tercero A

  El primer sorbo de café por la mañana siempre ponía en marcha su día. Su cuerpo despertaba al calor de ese primer trago con su regusto recio y tostado. Ella siempre se sentaba en la misma silla, de frente a la ventana, con las manos en la antigua mesa vestida con un mantel de hule, disfrutando del silencio y de la hermosa ilusión de tranquilidad que otorgan las primeras horas de la mañana, cuando el mundo aún duerme ajeno a la vida. Acompañando al café se comía una tostada, casi un cuscurro del pan sobrante del día anterior, que regaba con aceite de oliva. Y cuando se levantaba por fin de la silla, alrededor de las 9 de la mañana, se inauguraba oficialmente su día. Entonces se daba una ducha, se vestía y se apresuraba a llamar a su madre, Ana, a quien estaba dedicada en cuerpo y alma desde que le diagnosticaran la enfermedad de Alzheimer. María había visto cómo su madre, otrora inquieta y parlanchina, se había ido deteriorando lentamente en los últimos tres años. Con tristeza asistió al progreso de la enfermedad, desde los primeros olvidos a las grandes lagunas en su memoria, de las primeras torpezas hasta los grandes desvaríos y, finalmente, la lenta pérdida de las palabras; hasta que vio poco a poco a su madre ensimismarse para acabar convertida en un cuerpo callado y cansado, dependiente hasta para sus cuidados más básicos, arrasada por la peor de las enfermedades que la naturaleza ha reservado al ser humano, el envejecimiento. La mujer, que en otro tiempo había llenado la casa con sus labores de ganchillo y otras manualidades, ahora pasaba el tiempo sentada en una mecedora, pintarrajeando los libros de sopa de letras que alguna Trabajadora Social les recomendara al principio de la enfermedad.

  María tocó suavemente el hombro de su madre que yacía tumbada en la cama.
“Vamos reina, que se van dos, el día y el sol”– le dijo, repitiendo la misma muletilla que la mujer empleaba para despertarla cuando ella era pequeña y fingía estar dormida para no ir al colegio. Su madre respondió con la misma mueca de extrañeza que pintaba su rostro casi todo el tiempo y que dejaba clara su perplejidad ante el más mundano de los acontecimientos.
-Soy yo, María, tu hija…venga levántate que hoy tenemos que hacer muchas cosas.
Sin decir nada Ana se limitó a obedecer de forma automática y a tomar el brazo que María le ofrecía para levantarse. Caminó en silencio, junto a su hija, quien la llevó a la cocina y le dio de comer. A María le sorprendió que ese día su madre aceptara el yogur y la fruta sin oposición alguna, acostumbrada como estaba a que aquella simple actividad se demorase más de una hora, y concluyese con parte de la comida manchando el babero que protegía las ropas de Ana. “Vamos a la ducha”, anunció, y sigilosamente se dirigieron las dos al cuarto de baño. María le quitó el camisón a su madre y después los pañales que, como sospechaba, estaban limpios. Los accidentes nocturnos ocurrían muy de cuando en cuando y, en realidad, las únicas veces que Ana obraba era fruto de los enemas que María le administraba unas dos veces en semana. La metió en la ducha y comprobó que el agua estuviera templada antes de comenzar a lavarla. Miró apenada aquel cuerpo caduco, con la joroba que encorvaba la espalda, la piel ajada y fláccida, las carnes blandas, las arrugas cuarteando el rostro… El tiempo había devastado todo el vigor que caracterizó a su madre durante su juventud. María la recordaba correteando por la casa siempre enfrascada en alguna tarea, hablando sin parar, organizándolo todo. Ahora, mientras la bañaba, la observó en toda la crudeza de su desnudez y en aquel cuerpo no pudo encontrar nada de su madre, más que la apariencia, un leve rastro, como los restos del incendio son sólo una sombra, un recuerdo de aquello que ardió consumido por el fuego. Y a su madre, pensó con tristeza, ya no le quedaban ni recuerdos.
La secó con delicadeza, suavemente, frotando un poco cada uno de sus miembros con una toalla gruesa, mientras la otra le devolvía una mirada inquieta, siguiendo con la vista todos sus movimientos, sin que María tuviese del todo claro si la mujer entendía lo que pasaba a su alrededor. La sentó en una silla frente al espejo. “Vamos a teñirte el pelo, ¡que mira qué canas tan feas te están saliendo!”– le dijo, y abrió el kit de tinte capilar que una vecina le había traído de la farmacia. Cuando la mezcla estuvo preparada, la aplicó cariñosamente en los cabellos de su madre, desde la raíz a las puntas, mientras le contaba los últimos chismes del barrio y le regalaba de cuando en cuando alguna caricia en la cara. Cuando terminó, le cubrió la cabeza con un gorro de plástico y se dispuso a esperar los diez minutos que recomendaban las instrucciones.
María se agachó hasta ponerse a la altura de su madre, para ajustarle bien el gorro, y fue entonces cuando descubrió las lágrimas en sus ojos, como dos regueros solitarios que surcaban el rostro envejecido de la mujer. “¿Qué te pasa?” Aquello sucedía en contadas ocasiones, pero cuando ocurría María se entristecía. Pensó que su madre, que siempre había sido coqueta, cesaría en su llanto al decirle que el gesto la afeaba y así todo podría volver a la silenciosa normalidad. “Anda no llores que te pones muy fea” la acució cariñosamente y, tras darle un beso en la mejilla, le secó las lágrimas con la mano. Después de lavarle la cabeza, el cabello de Ana volvió a brillar del color Rubio oscuro ceniza de Farmatint. María la sentó en el váter, y esperó pacientemente a que la mujer entendiera que tenía que orinar. Tardó bastante menos que de costumbre y al poco ya estaba nuevamente sentada en su mecedora, agarrando tontamente el libro de juegos de sopa de letras, mientras ella se esmeraba en limpiar el polvo.

  María echaba a veces de menos a su madre, la antigua, la que hablaba. Ella no paraba nunca de contarle cosas, deseando que en algún momento la madre enferma respondiera con algún gesto, alguna palabra, siquiera un beso o un abrazo, y en lugar de eso siempre se encontraba con la misma expresión de desconcierto en su rostro. Su médico de cabecera se había cansado ya de recomendarle que la internara en una Residencia, “va a estar muy bien…y tú podrás volver a trabajar y hacer tu vida”, le decía, pero ella se resistía. ¿Con quién podría estar su madre mejor que con ella? ¿Quién le dispensaría con tanto esmero las atenciones que ella le prestaba? Tras morir su padre, cuando ella tenía quince años, su madre hizo todo lo que estuvo en su mano para sacarla adelante dignamente. Trabajaba de limpiadora mientras ella acudía al instituto. Recorría todos los supermercados del barrio buscando “la oferta” en cada uno. Y se llenó de orgullo cuando sus ahorros y las becas del ministerio permitieron que María estudiase Periodismo. Sentía que ahora le correspondía a ella devolverle a su madre todo ese esfuerzo, todo ese sacrificio, toda esa vida. Por las tardes escribía, un par de horas, o al menos lo intentaba, puesto que hacía más de dos años que no era capaz de imaginar una sola palabra. Bloqueo, lo llamaban sus compañeros; tristeza, pensaba ella. Y preocupación, por el incierto destino que la esperaba, sin saber quién resistiría durante más tiempo la batalla contra la enfermedad: el cuerpo devastado de su madre o sus mermados ahorros.
María limpió levemente el salón, dirigiendo de cuando en cuando algunas palabras a su madre, tan absorta como siempre, que seguía sentada en la vieja mecedora. Algunas veces echaba una siesta por las mañanas, pero ese día estaba despierta, más cabizbaja que en otras ocasiones, tan callada como siempre. Le dio de comer un puré de calabacín, y nuevamente se sorprendió ante la sencillez de un acto que habitualmente suponía una lucha. Tras limpiarla la llevó a su habitación, al otro lado del piso, la sentó en una butaca grande y encendió la radio. La música llenó la estancia y poco a poco el eco se fue dejando sentir en todas los rincones de la casa. Su madre era aficionada a la copla, así que ella sintonizaba Radiolé. “Ahora voy a dejarte un ratito sola, para que escuches la radio y duermas un poco”-le dijo. Y tras esto se marchó a su habitación, donde se sentó al escritorio frente a un papel en blanco. Repetía aquella operación a diario, y todos los días obtenía idéntico resultado. Nada. Dudaba de si hacía bien dejando sola a su madre, pero se esforzaba por convencerse de que era necesario para su propia salud disfrutar de algún tiempo para ella, algún espacio que estuviera libre del trabajo que suponían los cuidados de una enferma. Pensaba entonces en cómo había cambiado su vida en los últimos años. Había dejado su trabajo, sus amistades, lo había dejado todo a excepción de su madre. Su madre, que ahora tan sólo era un cuerpo decrépito y desolado esperando pacientemente a la muerte. Y en la blancura del papel, María se resistía a la idea de que muertos los recuerdos de su madre y abandonada su vida anterior, a ella ya no le quedaba nada. Se resistía a aquella idea con todo el amor y la perseverancia de que disponía. Y cuando se cansaba de resistir, dejaba el bolígrafo sobre la mesa, se levantaba y acudía al encuentro de su madre, a quién abrazaba fuertemente, buscando su olor y la seguridad de su regazo. Y aquella sensación infantil le devolvía las ganas de cuidarla.

  Ese día aún no le habían aparecido las dudas. Se hallaba igualmente sentada frente a la hoja en blanco, mirándola, sintiendo cómo había una idea en lo más profundo de su cerebro, una historia, pujando por manar a la superficie y hacerse visible, dispuesta a ser escrita. Mas nunca llegaba. Siguió pensando, nadando en el mar embravecido de sus pensamientos, en busca de esa idea que anhelaba ser rescatada. Fue entonces cuando escuchó el ruido.

El ruido sonó como un crack. Una fuerte interrogación que lo conmocionó todo…– escribió. Y las palabras brotaron de sus manos cómo si siempre hubieran estado allí, esperando a ser escritas.

La despedida matemática de los amantes genéricos

  Los amantes se despidieron con un largo beso que dejó insatisfechos a ambos.  Al contrario que todos sus besos anteriores, aquel beso les supo a distancia, dejando en sus labios el sabor amargo de la despedida.  Habían sido ilusos, los amantes. Creyendo que el amor podía ser un juego, de tanto jugarlo se terminaron enamorando. Se enajenaron hasta el punto de pensar que podrían desafiar el tiempo y el espacio; y, finalmente, las leyes básicas de la Física se materializaron en aquel beso que, como cualquier otro beso de despedida, les dejo la herida de la separación.
  El resto del mundo siguió ajeno a la tragedia interior de los amantes, LAS tragedias, las dos, una por cada amante. Cada uno se separaba, se alejaba en direcciones opuestas, retirando su amor del otro, forzando a sus propios sentimientos a un retorno cruel desde el objeto deseado hasta la fuente de la que nacieron. Envueltos entre los pasajeros que caminaban por el andén buscando el tren, los amantes se miraron un tiempo, en silencio, perdidos cada uno en sus propias cavilaciones. Ninguno se atrevió a decir te quiero, pensando que era innecesario infligir más heridas a sus ya maltrechos corazones. Se soltaron las manos. Adiós, dijeron, aunque se contaron mucho más con los ojos. El uno dio media vuelta y subió al tren. El otro se quedó mirando hasta que el vehículo comenzó su viaje. Y así retomaron ambos sus vidas en solitario, sin saber cuánto tiempo alcanzarían a quererse en la distancia.
  Fueron ilusos, aunque no fueron necios. Ninguno de los dos creyó nunca en medias naranjas ni en almas gemelas. Ambos supieron siempre de la contingencia del amor. Lo curioso de tal afecto es, que una vez producida la casualidad, el encuentro, nadie le permanece inmutable. La Tierra y la Luna nunca estuvieron predestinadas a encontrarse, pero desde que se vieron por primera vez, ningún humano imagina el destino de la primera sin el voluntarioso discurrir giratorio de la segunda. Sin embargo, por más que sus destinos se hayan visto enlazados durante milenios, si se empujara a la Luna con suficiente fuerza, alcanzaría un punto de no retorno y la gravedad, que sostiene a la luna mucho más de lo que lo hace la querencia por su amada tierra, dejaría de actuar. Y la Luna iniciaría un viaje en solitario, a la espera de que en la cercanía de otro cuerpo celeste, la gravedad la atrajera hacia sí, y se iniciara así un nuevo romance.
  Los amantes se despidieron asustados de aquella certera verdad espacial. Y tristemente supieron que mas allá de la contingencia de su amor, ellos también eran contingentes. Amantes genéricos, representantes ª i cualesquiera de un conjunto A de parejas que se separan dejando su amor inconcluso. Dos don nadies, viviendo el drama matemático que suponía el sometimiento de su amor a las leyes elementales de la Física. Y mientras tanto el resto del mundo vagando en el andén.

La Quimera

La Quimera

dices que me quieres
pero no sé lo que sientes
no sé nada de tu cuerpo
no soy tú
no habito en ti
sólo sé de mí
sólo habito en mí
solo soy yo

me coges de la mano
te agarro pero sigues siendo tú
sigo siendo yo
la promesa del amor es una quimera
la fusión es imposible
siempre serás tú
siempre seré yo
solos
individuos

escucho tus palabras
te conozco
me conoces
pero no sé quien eres
no habito en tí
sólo sé de mí
sólo habito en mi
solo soy yo
eres tu
solos
individuos
y la quimérica promesa del amor

El Ruido VI: Segundo B

  Ella dijo sí. Y cerró la puerta. Aunque en realidad sabía que no. A través de la mirilla lo vio bajar el primer tramo de escaleras, hasta que desapareció en la vuelta que conducía hacia el primer piso. De repente se sintió seis horas más triste.
  Se habían conocido en un popular bar de Triana donde cantaban flamenco en directo.  Carmen estaba sentada en una de las mesas con sus amigas, disfrutando de la noche del viernes. En cuanto lo vio, el cabello rubio del chico le llamó la atención. Lo miró detenidamente y al poco se sintió atraída por él. Era alto, delgado, de aspecto despreocupado y sonrisa franca. No había más que verlo para percatarse de que no era sevillano, ni siquiera español, y sin embargo parecía de esas personas que se desenvuelven con soltura en cualquier parte. Fresco y divertido, se rió y habló con varias personas a pesar de que no parecía estar acompañado por nadie. Al segundo gin tonic Carmen se lo señaló a sus amigas, que admiraron las cualidades corporales del chico. Él seguía ajeno al interés que despertaba su presencia, sentado junto a la barra, como si nunca hubiese mostrado la más mínima preocupación por su aspecto físico. Jaleada por las otras chicas, una de las amigas de Carmen se acercó a saludarlo, por más que ésta intentara evitarlo. Minutos después regresó acompañada de él, que sonrió y saludó educadamente antes de sentarse junto a Carmen. Se llamaba Fréderic y resultó ser canadiense. Había llegado a Sevilla hacía tres días, desde Québec, y pretendía quedarse seis meses estudiando en la Universidad mientras trabajaba de profesor de francés a media jornada. Tenía los ojos vivos y las facciones definidas. Hablaba un español muy pobre y ella no entendía una palabra de francés, así que acordaron hablar en inglés. Ya desde las primeras palabras ambos pudieron sentir una complicidad impropia de un primer encuentro. Tras la conversación en el bar siguieron unas copas en una discoteca y ya al amanecer unos tímidos besos que terminaron con arrumacos en la cama. Y tras esa noche vinieron otras…y después los días; y las tardes; y todo lo demás.

  Carmen se dejó caer contra la puerta, pensando en cuánto tardaría en perder la nitidez el recuerdo que tenía de la cara de Fréderic. Cúanto tiempo habría de pasar sin que sus manos la acariciaran para que su piel olvidara las huellas que ahora estaban frescas, cuánto para que sus oídos no supieran con certeza reproducir su timbre de voz, cuándo no podría alucinar su olor ni recordar el regusto dulce de su piel. El suyo era un amor que los había cogido por sorpresa. Ninguno de los dos esperaba encontrarse aquel viernes. Pero se encontraron. Y seis meses después, también en viernes, Carmen acababa de cerrar la puerta mientras Fréderic se dirigía al aeropuerto de vuelta a su país. El destino gusta de jugar con las coincidencias crueles. A partir de ese momento, pensaba Carmen, todas sus coincidencias espaciales con Fréderic se habían acabado.
  Después de la noche en que se conocieron, no volvieron a hablar sobre la marcha de él hasta que fue inevitable. Se dedicaron a hablar en inglés, a contarse la vida. Él se había criado en un pueblo pequeño del territorio francófono de Canadá y estudiaba Idiomas en la Universidad. Ella había vivido en Sevilla la totalidad de sus 32 años y habitaba un piso en Triana propiedad de sus padres. A sus veintisiete, él había viajado por buena parte de Sudamérica, desarrollando en parte su pasión por la fotografía. Ella posó para él muchas veces. Y poco a poco su casa se fue llenando de fotos. Él conoció Sevilla de su mano, caminando sus calles juntos hasta que recorrieron todos sus recodos. Su relación fluyó de forma natural, sin trabas y sin prisas. Y sin más barreras que las idiomáticas, al final los dos se enamoraron en lengua extranjera. Carmen siempre sintió que, por más que lo intentara, las palabras inglesas no terminaban de recoger todos los matices de sus sentimientos. Era como si tratara de cantar una copla en el idioma foráneo.  Los errores con la lengua les reportaron más de un momento de risas, pero a la hora de estrechar lazos, de decir te quiero, Carmen siempre sentió que algo se perdía en la conversión lingüística. Las palabras inglesas nunca llegaban a sonar con la calidez aterciopelada que envolvía los fonemas españoles.

  Esa mañana habían hecho el amor pausadamente, mirándose a los ojos, sintiendo probablemente por última vez aquella unión que se les había hecho tan familiar, tan permanente. Después de ducharse y tomar un desayuno copioso, Fréderic se dedicó a preparar su equipaje mientras Carmen preparaba la comida. A pesar de que el chico había estado pagando el alquiler de un piso compartido durante su estancia en Sevilla, la realidad era que sus cosas y él mismo llevaban bastante tiempo instalados en el piso de Carmen. Todos los recuerdos que habían acumulado en esos meses encontraron su sitio en una pequeña maleta que el canadiense había comprado en El Corte Inglés. La chica se entristeció al ver su amor rigurosamente empaquetado, dispuesto para ser trasladado hasta otro continente, para ser vivido a partir de entonces en la lejanía.
  Recordó entonces la primera vez que vio una maleta. Contaba cinco años; probablemente ya había visto alguna maleta con anterioridad, pero fue aquel día cuándo descubrió el uso real de aquel instrumento: el de alejar de su vida las cosas más queridas. Se hallaba en la estación de San Bernardo. De la mano de su madre, ambas despedían a su padre, militar de profesión, que partía para la realización de un ejercicio de maniobras. Carmen miraba a la maleta de cuero marrón que portaba el hombre, mientras su madre le daba a él un beso en los labios. Después él se agachó a abrazar a su hija. Me voy a jugar a la guerra.– dijo. La palabra asustó a la niña, que se pasó toda la tarde llorando desde que viera a su padre subir al tren. De nada sirvió que su madre le repitiera una y otra vez que su padre estaba bien y que regresaría en unos días. Cuando volvió, Carmen se alegró mucho, aunque en la ausencia de él, su relación había sufrido un cambio. En cierto sentido, el miedo a la pérdida de aquel hombre hasta entonces omnipotente y omnipresente, había hecho a la pobre niña dudar de su amor por ella. A pesar de que fue él el que partió alejándose en el tren, fue ella la que había iniciado el verdadero viaje. Desde ese momento, en las despedidas siempre se sentía especialmente abandonada.

  -I’m going to miss you a lot.- enunció ella, mientras estaban sentados a la mesa comiendo. Volvió a sentir que sus sentimientos no encajaban completamente en aquellas palabras extranjeras. Algo de la desolación que sentía por la marcha del chico había quedado irremediablemente perdido en la traducción.
  -I’m going to miss you too. But we will talk a lot by Skype…and you know that you have to come to visit me in two months…-él se levantó y la besó dulcemente. Después se sentó de nuevo y terminaron de comer. De vuelta en la habitación, Fréderic daba el último repaso al equipaje.
-¿A qué hora llegas?-preguntó Carmen.
-A las 10. Aquí serán las 4 de la tarde.- En ese momento Carmen cobró una ineludible conciencia de la distancia que los separaría a partir de entonces. Unos cinco mil kilómetros de Océano Atlántico que se extendería entre ellos como un interludio azul inevitable. Cinco mil quinientos kilómetros de tierra y mar, que constituían seis husos horarios. Y pensó en cómo serían sus quereres a partir de ese momento. Hablando por Skype a seis horas de distancia. Sintió pena de su pobre amor, que sería ya viejo en el instante de ser enunciado, deslustrado en su camino cibernético hasta su punto de destino al otro lado del Atlántico. Y lloró. Amargamente. Lloró por los cinco mil quinientos kilómetros, por skype, por los trescientos sesenta minutos de diferencia y por todos los husos horarios. Fréderic trató de consolarla y Carmen fingió que se calmaba. Miró al chico. Y de repente ya lo sintió completamente en la distancia. Sintió extrañeza de su presencia, como si toda la naturalidad de antaño se hubiera difuminado. En su interior, él ya había partido a la guerra. Y Carmen comenzaba otro viaje. Mejor alejarse que ser abandonada.
El chico cogió el equipaje como pudo. Le dio un beso en los labios que a Carmen le supo raro y dio media vuelta saliendo de la casa. Cuando estaba en el primer escalón ella lo llamó. Él se volvió a mirarla y Carmen no supo muy bien qué decir:
-Have a nice trip.-musitó.
-I love you.-dijo él-Talk to you when i arrive.
Ella dijo sí. Y cerró la puerta. Aunque en realidad sabía que no. A través de la mirilla lo vio bajar el primer tramo de escaleras, hasta que desapareció en la vuelta que conducía hacia el primer piso. De repente se sintió seis horas más triste.

  Se sentó en el suelo apoyada contra la puerta, mirando el mural de fotos tomadas por Fréderic que habían instalado en la pared del salón que tenía frente a ella. Pensaba en el viaje que tenía por delante, olvidar a Fréderic y evitar que el par amor-distancia la desgarrase por dentro. Sintió lástima de sí misma, obligada a desenamorarse por miedo a ser abandonada. Volvió a llorar. No habrían transcurrido más de cinco minutos desde que Fréderic se marchara cuando escuchó el ruido proveniente de la calle. Imponente. Pesado. Como todo el océano Atlántico.