Alma cerró la puerta de la habitación 104. Una habitación modesta de un hotel tan barato como los servicios que ofrecía la propia Alma. 20 euros el completo. Atrás quedaron los años en que recibía a los hombres en su casa, hombres elegantes, adinerados, que durante un tiempo le proporcionaron una vida acomodada. Todo eso pasó. Y si poco quedaba ya de aquella Alma, la prostituta más famosa de toda la Alameda de Hércules, mucho menos quedaba de Juana, nombre con el que en realidad fue bautizada. Se lo cambió cuando comenzó a ejercer la prostitución, pensando que si algún día llegaba a ser una gran artista no podía llamarse Juana Sánchez. Así que, para recordarse lo único que no quería perder en su camino al estrellato, se lo tatuó en el nombre…Alma. Todo lo demás lo fue perdiendo: la virginidad, la inocencia, la dignidad, amistades y familia. Puestos a perder incluso había perdido algunos kilos y algunos dientes, pero eso se lo debía, claramente, a la heroína. De hecho, la heroína era lo único que le quedaba. Eso y el alma. Y el viejo escapulario de su madre que en paz descanse. Odiaba y amaba aquella sustancia a partes desiguales, dependiendo del mono con el que se levantara ese día. Traficaba y fumaba, esto sí a partes iguales. Algunas veces, cuando pensaba que estaba harta de todo, también se pinchaba. Y así, alrededor de la heroína se consumía, lenta y lamentablemente, la vida de Alma.
Siempre había considerado que para ejercer bien la profesión había que cumplir a rajatabla tres reglas: Deja claro lo que no haces, no te quedes a dormir y nunca, nunca te mires al espejo después de un servicio. Pulsó el botón para llamar al ascensor, no es que una planta fuera mucho, pero el vestido rojo era tan ceñido que bajar andando era una tarea imposible. Escuchó chirriar la máquina, que sería tan vieja y cochambrosa como el resto del hotel y tentada estuvo de encenderse un cigarrillo mientras esperaba, aunque al final no lo hizo. Unos minutos después entraba en el cubículo, que era justo como ella se esperaba: gris, feo y antiguo. Para esto he quedado maricón– pensó. Y entonces se vió. Fue sólo un segundo, pero ya no pudo parar de mirar. En aquel ascensor inmundo, en un hotel barato de la Sevilla profunda, Alma acababa de saltarse, de la forma más tonta y más inesperada posible, una de sus tres reglas. Se había mirado en el espejo. Y se había visto.
Bajo la luz lúgubre y fluorescente, se vio, puta y vieja, arrugada, barata, indigna, sola, devastada. Se acercó al cristal y se palpó la cara instintivamente, buscando comprobar que la imagen que miraba incrédula era, efectivamente, su propio rostro. Abominó de sí misma: el rimmel formando pegotes en las pestañas, el carmín desgastado, las tetas escapando por el escote. Sintió naúseas. Y lo que más le horrorizó fue constatar que, con el paso de los años, la heroína y los hombres, de su alma ya sólo quedaba el nombre. Y lloró, amargamente. Lloró por su inocencia, por su dignidad, por su virginidad, por su madre que en paz descanse, por los amigos perdidos. Lloró por Alma y lloró por Juana. Y siguió llorando durante todo el camino de vuelta a casa, a pesar de que en más de una ocasión sintió vergüenza cuando pensó en la imagen que daría, prostituta y toxicómana, vestida de rojo, tacones en mano, llorando mientras recorría el Puente de Triana.
Cuando cerró la puerta de casa se moría por un pico. Dejó caer el bolso y los zapatos al suelo y se sentó en el sofá. Miró en derredor y se percató de que, por encima de todo el desorden, los trastos viejos y la suciedad, estaba sola. Nada quedaba ya de su sueño de ser artista. Y, tristemente, nada quedaba ya de su alma. Estaban solas, ella y la heroína. Cogió una cuchara y puso un poco de polvo gris. Un poco más, hoy necesito un poco más-musitó en voz baja. Lo mezcló con agua y unas gotas de limón y lo calentó con el mechero. Cargó la jeringuilla apresuradamente, sólo quería olvidar, borrar la imagen que había visto en el espejo. Colocó la cinta elástica alrededor de su brazo y la retiró tras pinchar, una vez más, sus castigadas venas. Se dejó caer en el sofá y poco a poco sus pesares se disolvieron, dejando paso a una paz tan placentera como tóxica. Y se quedó dormida.
La encontró un vecino tres días después, puta y vieja, consumida, devastada, sola y sin alma.
Ufff vaya historia….
Me ha encantado como has mezclado el nombre de Alma con el alma etérea Antonio, las descripciones una vez más son buenísimas.
Te felicito nuevamente.
Un abrazo.
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